Perú

Alberto Fujimori: Muerte y supervivencia

Funeral del dictador Alberto Fujimori — Carlos Garcia Granthon / Zuma Press / ContactoPhoto
Fujimori fue enterrado con honores de Estado porque lo sobrevive el fujimorismo que gobierna a través de Dina Boluarte y mantiene vigente su legado

Alberto Fujimori falleció en Lima. Tenía 86 años y una condena de 25 por delitos de corrupción y crímenes de lesa humanidad que no acabó de cumplir porque logró un ilegal indulto. Al dejar la cárcel anunció que el 2026 postularía a la presidencia por cuarta vez, pero la muerte frustró sus planes.

Meses atrás, en una entrevista concedida al diario local El Trome, Fujimori se jactaba de su vigencia “Lo que hacen Milei y Bukele lo hice primero yo” sentenció…Y en buena cuenta tenía razón. Instauró el modelo neoliberal en medio de una grave crisis política y económica, destruyó el Estado hasta convertirlo en un ente mínimo, remató empresas públicas y entregó los recursos naturales del país a las transnacionales. A la par, impuso un estado de excepción permanente, utilizando el aparato represivo para acallar opositores y eliminar dirigentes populares. Un precursor de los anarcos capitalistas y neofascistas gobernando el convulsionado Perú de los ’90.

Diez años de gobierno y un legado nefasto

En 1990 Alberto Fujimori fue electo presidente. Le ganó a Mario Vargas Llosa siguiendo la perversa tradición de llegar al poder anunciando determinadas medidas y una vez en Palacio hacer todo lo contrario. Fujimori prometió no implementar el shock neoliberal que anunciaba su adversario, pero una vez en el gobierno -sin Plan, sin equipo y sin escrúpulos- implementó ese programa. La sociedad peruana, asfixiada por la hiper inflación y el terrorismo, dejó pasar el engaño.

En 1992, Fujimori dio el autogolpe que consolidó su régimen corrupto y autoritario. Su principal cómplice, Vladimiro Montesinos era un militar dado de baja por espiar para Chile y conocidos vínculos con el narcotráfico. Lejos de cuestionarlo, las Fuerzas Armadas respaldaron públicamente a los golpistas. Sin sindicatos ni organizaciones populares reclamando, con el aplauso entusiasta del poder empresarial y la venia de la comunidad internacional, Fujimori avanzó en la implementación del modelo rematando empresas públicas y activos nacionales. A la par, intervino el Poder Judicial y organizó comandos paramilitares que hacían el trabajo sucio con la discrecionalidad que otorgaba la lucha contrasubversiva. La masacre de la Universidad La Cantuta o la de Barrios altos son algunos de los probados delitos.

En 1993 se promulgó la nueva Constitución que colocó los candados necesarios para que fuera muy difícil introducir cambios al marco normativo, especialmente al capítulo económico. Consolidaron un país donde la flexibilización laboral y la reducción del Estado empujaron a millones a la informalidad y la desprotección social, proliferando los choferes de combis, ambulantes, taxistas y otros “emprendedores” condenados a ganarse el día.  En las zonas rurales, la “lucha contra la pobreza” contempló la eliminación de las poblaciones empobrecidas, esterilizando a mujeres indígenas y campesinas.

Al otro lado de la balanza, una minoría privilegiada hacía negocios con los recursos públicos y se beneficiaba del nuevo modelo. La corrupción del régimen siempre estuvo a la vista y una de las primeras en denunciarlo fue la entonces esposa de Alberto Fujimori, Susana Higuchi. Rápidamente el dictador la mandó silenciar y nombró primera dama a su hija Keiko quien aceptó sin complicaciones siendo clave en el despliegue del aparato clientelista que atendía a los sectores populares.

Mientras se mantuvo en el poder, Fujimori compró a los medios de comunicación, compró congresistas opositores, vendió armas a las FARC y mantuvo relaciones con cárteles del narcotráfico. El 2001, al verse derrotado, huyó del país y renunció a la presidencia por fax. Se estableció en Japón y despojado de todo patriotismo postuló sin éxito al senado japones. Intentó volver a Perú vía Chile, pero fue detenido, extraditado y condenado por la justicia. Nunca pidió perdón, pero logró el indulto gracias a las maniobras de sus partidarios que hoy gobiernan con Dina Bolaurte de títere.

Tras diez años de gobierno y varias décadas como como actor político protagónico, Alberto Fujimori deja un legado perverso caracterizado por el desprecio a la democracia, la perversión de las instituciones, la distorsión de la moral y la degradación de la política. Nos deja un Estado corrompido con instituciones decadentes copadas por mafias, una sociedad atomizada condenada a la ley del más fuerte y una clase política sin la mínima noción de patria. Aunque Alberto este muerto, su legado sobrevive con el Fujimorismo, manteniendo vigencia y permitiendo la normalización de la infamia.

Terminar con la infamia, el fujimorismo que sobrevive a Alberto Fujimori

La caída de Alberto Fujimori y su huida a Japón el 2001 marcaron el inicio de una corta transición incapaz de desmontar el legado fujimorista. Los grupos de poder que habían sostenido al Fujimorismo rápidamente se reciclaron y lograron bloquear cualquier cambio al modelo neoliberal, manteniendo prácticamente intacta la Constitución de 1993. Además, los nuevos gobiernos pasaron por alto el accionar del fujimorismo durante la dictadura, permitiendo su participación como un nuevo partido.

Aprovechando el capital político del dictador y la ausencia de una derecha popular democrática, el fujimorismo logró reorganizarse como partido político bajo el liderazgo de Keiko Fujimori. Fundaron el partido Fuerza Popular y el 2011 disputaron la segunda vuelta presidencial frente a Ollanta Humala y el 2016 contra Pedro Pablo Kucinzky. Keiko perdió ambos comicios, pero quedó claro que era la favorita del gran empresariado, así lo demuestran los millones de dólares que invirtieron en su campaña los dueños del Banco de Crédito, el Grupo Gloria, entre otros.

Conforme Keiko y Fuerza Popular acumulaban poder, quedaba claro que mantenían muy vigente el legado mafioso y autoritario del fujimorismo. El 2016, cuando consiguieron una hiper mayoría en el Congreso, orientaron sus esfuerzos a desestabilizar el débil gobierno de Kucinzky y no pararon hasta lograr su renuncia. Al mismo tiempo empezaron el viraje al régimen parlamentarista y mantuvieron control sobre el Poder judicial procurando asegurar impunidad en casos de lavado de activos que involucraban a la misma Keiko Sofía.

Las elecciones del 2021 mostraron un renovado apoyo al Fujimorismo.  Los “sectores democráticos” respaldaron a Keiko Fujimori como la salvadora del país ante el anti sistema Pedro Castillo. Keiko perdió otra vez, pero desde el Parlamento, la bancada fujimorista y sus aliados se enfocaron en destituir al presidente maniobrando sobre la legalidad para desestabilizar al gobierno. Impulsaron tres mociones de vacancia, rompieron el equilibrio de poderes quitando al ejecutivo la cuestión de confianza y promovieron sendos cambios a la Constitución para reponer la reelección y la bicameralidad. Una vez logrado el objetivo de destituir a Castillo, instalaron a Dina Boluarte en el gobierno como la marioneta perfecta para gobernar sin ganar las elecciones. Aseguran respaldo a Boluarte y a cambio ella obedece cuanto le piden, sea indultar a Fujimori, puestos claves en el gabinete o medidas para reimpulsar el modelo neoliberal como nuevas concesiones y privatizaciones. La maquinaria fujimorista no se detiene y avanza en copar instituciones como la Junta Nacional de Justicia o los Organismos electorales.

Fujimori fue enterrado con honores de Estado porque lo sobrevive el fujimorismo que gobierna a través de Dina Boluarte y mantiene vigente su legado. Y esta vigencia es posible porque a fin de cuentas el Fujimorismo ha sido el proyecto de las clases dominantes, el que asegura la vigencia del modelo económico que tantos beneficios les ha generado. La clase política, los empresarios, los medios de comunicación y las Fuerzas Armadas han avalado el fujimorismo con tal de asegurar privilegios asociados a tres décadas de neoliberalismo. Muerto el dictador, es urgente desterrar este legado infame que nos condena a una sociedad atomizada, sin dignidad nacional ni propuestas de bienestar para las mayorías. Cerrar este ciclo de infamia nos permitirá abrir una nueva etapa donde el pueblo movilizado construya desde abajo un proyecto de patria y una verdadera democracia.