El mundo de papel de Lotte Reiniger

Escena de Las aventuras del príncipe Achmed

El extraño arte de las siluetas y la maravillosa obra de Lotte Reiniger, directora del primer largometraje de animación de la historia

Hasta la popularización de la fotografía en la cuarta década del siglo XIX, el único modo que tenía la gente de retratarse era a través de las ilustraciones, las pinturas y las esculturas. Pero el resultado no era siempre fiable. Se dependía del talento del artista, y una cosa era tener a un Velázquez para perpetuar nuestro aspecto (algo al alcance de muy pocos), y otra a un pintor o escultor del montón (que era el caso de la mayoría). E incluso en el caso de los buenos artistas, existía la tendencia a idealizar a los modelos o contentarlos, borrándoles aquellos rasgos menos agraciados de sus fisonomías.

Así, en el caso de gente de la antigüedad, ignoramos por completo cuánto se parecían los retratos a sus modelos. Si se trata de personas poco conocidas y apenas contamos con uno o dos retratos, nos vemos obligados a fiarnos de ellos. Pero la fama de un personaje, y la existencia de gran cantidad de retratos tampoco nos acerca necesariamente a su aspecto real. En el caso de Mozart, por ejemplo, los retratos realizados en vida son todos tan distintos entre sí que ninguno nos permite saber a ciencia cierta cómo era su verdadero rostro. Su viuda Constanze y su hermana Nannerl solían decir que el que más se le parecía era un cuadro al óleo realizado por Barbara Krafft en 1819, es decir, casi treinta años después de la muerte del compositor. Hubiera sido de utilidad contar con su máscara mortuoria, realizada en yeso en 1791. Aunque la consideraba “una cosa horrible”, Constanze la conservaba en su casa, hasta un día en que se le cayó por accidente haciéndose trizas y ella acabó tirando los pedazos (y nuestra posibilidad de conocer los rasgos de Mozart) a la basura.

En tiempos anteriores a la fotografía, las máscaras mortuorias eran, precisamente, un modo bastante fiable de perpetuar la imagen exacta de una persona. El método consistía en colocar algún tipo de aceite espeso sobre el rostro del difunto, aplicando encima yeso o cera. De este modo se obtenía un molde en negativo a partir del cual se creaba luego un positivo en yeso o bronce. También podían obtenerse máscaras en vida, pero el proceso era bastante tortuoso. En 1812 intentaron hacerle una a Beethoven, pero se puso tan ansioso, creyendo que se asfixiaría, que acabó arrancándose la máscara del rostro y arrojándola con violencia al suelo. Por fortuna, el escultor consiguió en este caso recoger los pedazos y unirlos: gracias a esa máscara se pintaron luego infinidad de retratos del músico. También se conserva la máscara mortuoria de Beethoven, realizada en 1827 y que el compositor no tuvo ya ocasión de romper.

Máscara en yeso de Beethoven tomada en vida en 1812

Otro modo de perpetuar la imagen, que se puso de moda a mediados del siglo XVIII, era el arte de las siluetas. Inspirado en las sombras chinescas y en la ya popular linterna mágica, el sistema consistía en colocar al retratado de perfil tras una pantalla iluminada por detrás y dibujar su sombra, que luego se recortaba en un cartón negro y se colocaba dentro de un marco. El nombre del proceso proviene de Étienne de Silhouette, ministro de hacienda del rey francés Luis XV, quien había aplicado medidas económicas de tal austeridad y rigor que su nombre acabó asociándose a cualquier procedimiento de mala calidad o barato. Y no había ningún método más barato de retratarse que mediante una silueta.

Las siluetas, por supuesto, no representaban el rostro en sí mismo, pero en algún sentido eran lo más parecido a una fotografía, pues registraban la sombra exacta de alguien en un instante preciso, y se utilizaban también con frecuencia en el teatro y en la ópera para mostrar a los intérpretes con su vestuario. Es en base a siluetas semejantes que la alemana Lotte Reiniger desplegaría toda su carrera artística.

Silueta de Agnes McLehose o Clarinda, amante del poeta escocés Robert Burns, tomada en 1887

Cuando Charlotte “Lotte” Reiniger nació en Berlín en 1899, el cinematógrafo ya era una realidad y tanto las sombras chinescas como la linterna mágica habían pasado a ser meras curiosidades dignas de museo. Pero a Lotte le fascinaban las siluetas, y ya de pequeña recortaba personajes en papel o cartón y, colocándose tras una pantalla iluminada, representaba espectáculos de sombras para sus familiares y amigos.

Cuando tenía 16 años asistió a una conferencia sobre el futuro de la animación pronunciada por el realizador cinematográfico Paul Weneger, figura destacada del expresionismo alemán y director, entre muchas otras películas, de “El Golem” (1920). Weneger acogió a la adolescente bajo su ala y le permitió trabajar diseñando vestuario y decorados. En las pausas de su trabajo, Lotte recortaba para divertirse siluetas en papel con los perfiles de sus compañeros y de los actores que la rodeaban. Algunas de estas siluetas llegaron a manos de Weneger, quien quedó intrigado. Como por aquel entonces el cine era mudo y los diálogos se indicaban con rótulos de texto filmados, Lotte empezó a dibujar rótulos artísticos sumamente elaborados, y a realizar efectos especiales con animaciones para las películas de Weneger. En 1918 fue admitida en el Instituto para la Investigación Cultural de Berlín, donde se fomentaban las animaciones experimentales, y empezó a relacionarse con las principales figuras de la vanguardia cultural, como Carl Koch (quien luego se convertiría en su marido y colaboraría con ella), Bertolt Brecht, Hans Cürtis o Berthold Bartosch.

En 1919 Lotte tuvo por fin la oportunidad de dirigir su primera película, “El adorno del corazón enamorado”. Es una obra breve, pero allí están ya todos los elementos del mundo de Reiniger. Su técnica, pionera y única, consistía en recortar las siluetas negras de papel y cartón, proveerlas de peso con trocitos de plomo y unir sus partes con bisagras de alambre para dotarlas de movimiento. Luego, estas articulaciones eran manipuladas a mano cuadro por cuadro, registradas mediante fotografía stop motion. Las figuras se colocaban sobre una mesa de animación y se iluminaban desde abajo añadiendo distintos fondos pintados. Si un personaje se acercaba desde lejos, entonces había que hacer siluetas del personaje de distintos tamaños y fotografiarlas luego desde la más pequeña hasta la más grande. Si el personaje se desplazaba, entonces había que mover también el fondo cuadro a cuadro para lograr la ilusión de movimiento en el espacio.

Por supuesto que una técnica semejante, por sí sola, podría haber dado como resultado obras interesantes a nivel técnico, pero estéticamente o argumentalmente mediocres. Lotte Reiniger, además de ser una increíble artesana con las tijeras, era una artista excepcional en todo sentido. Sus figuras, cada vez más complejas e intrincadas a medida que pasaban los años, dieron como resultado películas únicas, plenas de fantasía, ironía y humor, con una estética inimitable, de las cuales ella fue también guionista y directora.

Como consecuencia de la crisis económica en Alemania tras la Primera Guerra Mundial, el banquero Louis Hagen había comprado una enorme cantidad de rollos de película virgen, y en 1923 le propuso a Lotte utilizarlos para producir un largometraje de animación, algo hasta entonces nunca visto en Europa y prácticamente en el mundo (el único largometraje animado previo del que existen noticias es “El apóstol”, realizado en Argentina en 1917 por Quirino Cristiani, pero del cual no se conservan copias). La propia Lotte no estaba segura: “Nos lo pensamos dos veces”, explicó ella más tarde. “Se suponía que las películas de animación debían de hacer reír a carcajadas durante un rato, pero nadie se había atrevido hasta entonces a intentar entretener al público con ellas durante más de diez minutos. Todos los miembros de la industria con quienes hablamos sobre la propuesta quedaron horrorizados.”  Finalmente, el propio Hagen aceptó financiar la película, y le ofreció a Reiniger utilizar como estudio el ático sobre el huerto de su casa. Allí, ella y su equipo, que integraban entre otros su marido Carl Koch, Berthold Bartosch y el también cineasta Walter Ruttmann (recordado por el filme documental de 1927 “Berlín: Sinfonía de una ciudad”) pasaron casi tres años trabajando.

Se decidió que la cinta consistiría en historias de “Las mil y una noches”, y que tendría más de una hora de duración. Para tener una idea del esfuerzo que implicaba hacerla, hay que recordar que, con la técnica del stop motion, cada fotograma debía fotografiarse de forma individual, y que cada segundo de película incluía 24 fotogramas. El resultado fue “Die Abenteuer des Prinzen Achmed” (Las aventuras del príncipe Achmed, 1926), largometraje que se anticipaba en una década a “Blancanieves” de Walt Disney.

Escena de Las aventuras del príncipe Achmed

“Achmed” no sólo era un filme pionero en un aspecto técnico: al final de una secuencia entre un emperador de China y su favorito, se presenta de forma totalmente abierta una relación homosexual, coronada con un beso en la boca entre los dos personajes. Reiniger se refería a ello en una entrevista posterior: “En el mundo del cine y del teatro de Berlín conocí a muchos hombres y mujeres homosexuales y vi cómo sufrían de estigmatización. Es probable que el momento en que el Emperador besa a su amante haya sido el primer beso feliz entre dos hombres en el cine, y mi intención era que apareciera con total normalidad en medio de la historia del príncipe Achmed, para que los niños entre la audiencia (algunos de los cuales serían homosexuales, otros no) lo vieran como un hecho natural y no como algo sorprendente o vergonzante”. Hay que decir que la secuencia no pasó las tijeras de la censura, pero pese a eso se conserva y en ediciones modernas puede verse como un cortometraje aparte (en la reciente edición en Blu-Ray, que presenta el largometraje bellamente restaurado y con sus tinturas de color originales, el segmento censurado es uno de los extras).

El beso censurado entre el emperador y su favorito

Al principio nadie quería distribuir “Las aventuras del príncipe Achmed”, pero la intervención del director francés Jean Renoir permitió su estreno en París un año después, convirtiéndose en un éxito de crítica y de público. Tal fue el prestigio conseguido, que para su siguiente largometraje, “Doktor Dolittle und seine Tiere” (Doctor Dolittle y sus animales, 1928), Lotte consiguió que la música fuera compuesta especialmente por compositores de la talla de Kurt Weill, Paul Hindemith y Paul Dessau.

Amante de la música, con la llegada del cine sonoro Reiniger produjo infinidad de cortos con cuidadas bandas sonoras adaptando fábulas, mitos e historias tradicionales como “La bella durmiente”, “El gato con botas” o “Cenicienta”, que pese a sus temas, dado su contenido satírico, parecen más pensados para adultos que para niños. También dirigió filmes más artísticos (aunque siempre llenos de humor) representando momentos de óperas, como “Papageno” (que toma un aria de “La flauta mágica” de Mozart) o “Carmen” (en una versión resumida y con final feliz de la obra de Bizet).

Podría imaginarse que un conjunto de obra basado por completo en las siluetas resultaría a la larga repetitivo y cansino. Pero las películas de Reiniger no se desarrollan en un plano único, sino que, al igual que el cine tradicional, tienen un montaje ágil, con múltiples planos y un ritmo trepidante. Tan sofisticadas podían llegar a ser sus figuras articuladas de papel que a menudo estaban conformadas por más de cincuenta piezas ligadas con alambres.

En las animaciones de Reiniger, las siluetas negras bailan, saltan y realizan acrobacias, moviéndose de forma tan convincente que, aunque carecen de rasgos faciales, sus meros movimientos bastan para expresar una multiplicidad de emociones y sentimientos. Por momentos llegamos incluso a pensar que son sombras de gente real, de animales reales. Las sombras de gatos de Lotte se mueven como gatos, los leones se mueven como leones, y tan sutil es la animación que pronto olvidamos que estamos ante sombras y hasta nos parece ver su llanto o su sonrisa. A todo esto, se suma su notable talento para narrar historias, que nos sumerge en un universo propio e irrepetible. Un momento de su corto “Galatea” (1935) refleja la lógica intrínseca de su imaginario. Allí, la estatua de mármol de un escultor cobra vida propia. Dado que en las películas de Lotte las figuras vivas son siluetas negras, cuando la estatua blanca y con rasgos faciales cobra vida, se transforma, paradójicamente, en una sombra.

La carrera de Lotte Reiniger fue larga y no exenta de altibajos. Durante el auge del nazismo huyó de su tierra natal junto a su marido y, entre 1933 y 1944, sin visados permanentes, ambos vagaron de país en país a medida que expiraba su documentación. Finalmente, en 1949 se instalaron en Londres, donde ella retomó su carrera sin dejar de explorar las posibilidades de su arte, pero sin resignar en ningún momento la estética de sus fantasías de papel ni el rigor de la animación fotograma por fotograma.

Lotte Reiniger junto a algunas de sus figuras animadas de papel

Además de realizar más de 60 películas, Reiniger diseñó vestuario y decorados para teatro y ópera, organizó espectáculos de marionetas y sombras chinescas, e ilustró libros, periódicos y revistas. Trabajaba tanto con tinta como con acuarela, y destacaba como escritora y poeta, además de impartir numerosas conferencias públicas sobre el proceso de animación y la historia del cine experimental.

Lotte Reiniger murió en Dettenhausen, Alemania, en 1981 a los 82 años, rodeada de honores y todavía con alguna película entre manos, que fue completada póstumamente.

Y con ella murió un mundo.

Porque si bien Lotte no inventó las siluetas, hasta su llegada no había sombras animadas en el cine. Del mismo modo, aunque tras su muerte abundaron los homenajes, no tuvo auténticos herederos. Con ella, con sus cartones y sus tijeras, nace y desaparece un arte, y eso puede afirmarse sin faltar a la verdad acerca de muy poca gente.

Como todas las demás lápidas en el pequeño cementerio de Dettenhausen, la lápida de Lotte Reiniger es de piedra. Quizás las frecuentes lluvias de la zona convencieron a sus familiares y amigos de que no era una buena idea hacerla de papel.