Tu historia

El 12 de octubre de 1492 visto desde la otra orilla

Al principio mi intención fue representarte en primera persona. Intenté en vano ponerme en tu situación, imaginarme a mí mismo en tus circunstancias. Y luego poner eso en palabras, introducirlo en un texto.

Empecinado en hacerlo, tardé en convencerme (pero al fin así fue) de que precisamente lo que no puedo adjudicarte son palabras. No porque no hablases (por supuesto que hablabas), sino porque tú mismo carecerías sin duda de términos, de expresiones para describir tu propia experiencia. Como una hormiga que avanza por el jardín y se ve de pronto arrastrada por el agua que sale del grifo, cae por una alcantarilla y es empujada de aquí para allá a través de infinitas cañerías rumbo a lo desconocido, así debiste de sentirte cuando fuiste enviado hacia Europa.

Otra idea era aprovechar el relato que dejó Cristóbal Colón de su primera impresión al verte: “Luego que amaneció vinieron a la playa muchos de estos hombres,” escribió Colón, “todos mancebos, y todos de buena estatura, gente muy hermosa: los cabellos no crespos, salvo corredíos y gruesos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha más que otra generación que hasta aquí haya visto, y los ojos muy hermosos y no pequeños, y ellos ninguno prieto, salvo de la color de los canarios. Las piernas muy derechas, todos a una mano, y no barriga, salvo muy bien hecha”.

Tu destino final no lo sabemos. Tan insignificante debió de resultar tu existencia que nadie se tomó el trabajo de narrarla

Lo que yo pretendía era invertirlo, y transformarlo en tus impresiones al ver a Colón y a sus marinos. “Luego que amaneció”, podrías haber dicho, “vinieron desde el mar muchos de estos hombres, todos sucios y apestosos de sudor, de edad indefinida, cubiertos de telas y pieles ridículas para este clima; unos más altos, otros menos; algunos con los cabellos ocultos por más telas y pieles, otros con los pelos al aire enmarañados como un arbusto, otros directamente sin pelo o con apenas retazos en la nuca. Todos con la piel curtida, llena de cicatrices y heridas, algunas infectadas, las mejillas pobladas de granos; unos demacrados y de apariencia famélica, otros ostentando amplias barrigas. pero no por ello con aspecto más saludable.”

Incluso se me había ocurrido enmarcar mi narración, como era costumbre en la época, con un resumen del contenido que en sí mismo no dejaría de ser burlesco:

“Avatares de un aborigen sujeto al secuestro de un conjunto de extraños individuos arropados y conducido durante largos y tediosos días encadenado a bordo de un penoso bajel hasta unas tierras extrañas de gentes arropadas en un año que dicen ser 1492, narrados por él mismo con la colaboración de un arropado escriba”.

Quizás proseguir por estas vías podría provocar unas risas (no demasiadas), pero lo que está claro es que, en última instancia, no llegaría a buen destino. Y tampoco tengo claro que el objetivo de la idea que me ha llevado a empezar estas líneas sea hacer reír. En todo caso, los anteriores son caminos inútiles, estériles, porque ninguno de ellos me acerca realmente a ti.

Como decía al principio, tú hablabas, pero ignoro cuál era tu voz. Ignoro tu lenguaje (que como tantos otros lenguajes, se ha perdido sin haber sido puesto nunca por escrito), y por sobre todo ignoro tu manera de concebir el mundo, tu manera de expresarte. Los intentos previos no pasarían de ser la parodia de un europeo del siglo XXI a un europeo del siglo XV.

Lo cierto es que, en el momento de los hechos, dudo que tú hayas encontrado motivos para reír. La presencia de esos hombres extraños te habrá causado conmoción e inquietud. Pero qué impresiones reales, qué fantasías, qué comparaciones habrán surgido en tu mente para intentar darle sentido a la visita de semejante comitiva, eso es imposible saberlo. Lo evidente es que no se parecerían en nada a lo que he escrito más arriba.

Que no todo fue amistoso lo cuentan los propios navegantes. Un tal Michel de Cúneo, que iba con Colón, escribió tiempo después: “Mientras estaba en la barca, hice cautiva a una hermosísima mujer caribe, que el susodicho Almirante me regaló, y después que la hube llevado a mi camarote, y estando ella desnuda según es su costumbre, sentí deseos de holgar con ella. Quise cumplir mi deseo pero ella no lo consintió y me dio tal trato con sus uñas que hubiera preferido no haber empezado nunca. Pero al ver esto (y para contártelo todo hasta el final), tomé una cuerda y le di de azotes, después de los cuales echó grandes gritos, tales que no hubieras podido creer tus oídos. Finalmente llegamos a estar tan de acuerdo que puedo decirte que parecía haber sido criada en una escuela de putas”.

Contigo el interés fue otro. Si alguno de los navegantes te deseó (y eso bien pudo haber ocurrido), seguramente la moral de la época lo habrá persuadido de no demostrarlo. En todo caso, a ti te capturaron (junto con otros nueve de tu pueblo) para cosas más grandes, para atravesar el océano, para ser mostrado, exhibido ante los monarcas, y luego tal vez vendido.

El almirante escribió en su diario que los diez hombres que transportó fueron los diez que accedieron voluntariamente a sus carabelas. Pero lo cierto es que ni tú ni ninguno de los tuyos podía imaginar, al subir allí para saciar la curiosidad, que en el proceso de hacerlo estaba cortando el lazo con su pueblo, con su tierra, con su familia, y que una vez allí arriba ya no volvería a casa nunca más.

Por otra parte, el número de diez parece más premeditado que accidental. Con la mitad de esos ejemplares habría bastado para los fines que les estaban destinados (y además tampoco podría alimentarse a muchos más durante el trayecto). Pero los marinos acertaron en la previsión de que no todos alcanzarían el otro lado del Atlántico.

Poco después de zarpar te entró el pánico, y quizás te golpearon, ataron o encadenaron. O resultó tan grande tu terror que se paralizó tu mente y nada de eso fue necesario. Lo que los extraños decían, no lo entendías, ni ellos entendían tus palabras. Tampoco te hablaban demasiado. A lo sumo con el paso de los días te daban algo de comer y de beber, pero no mucho, no fuera a ser que el trayecto se complicase y se acabasen los víveres. Te daban lo suficiente como para mantenerte vivo. Y tú lo comías con desgano, para no morir.

El mar no era nuevo para ti, y tampoco navegar. Pero nunca habías estado tan lejos de la costa

El mar no era nuevo para ti, y tampoco navegar. Pero nunca habías estado tan lejos de la costa. Y cuando tomaste conciencia de que la tierra, tu tierra, tu mundo, desaparecían lentamente hasta esfumarse, se apoderó de ti una desesperación tal, que la expectativa de conocer el final del viaje (pues seguramente el viaje tendría un final) no pudo mitigarla. Al principio, cuando los marinos estaban lejos, tú y tus compañeros os desinhibíais y hacíais el esfuerzo de conversar. Pero poco a poco habéis perdido el deseo de hablar en esa lengua que era por completo inútil para preguntar hacia dónde ibais, que era inútil para suplicar regresar.

En la impotencia viste morir a cuatro de los tuyos. De frío (pues los habían embarcado como vivían, casi desnudos), o como resultado de una dieta a la que no estaban habituados, o es probable que de angustia. Quién sabe, no hubo autopsias. Con la misma rapidez con que habían sido conducidos vivos a cubierta unos días antes, fueron arrojados muertos al mar. Los navegantes ejecutaron el procedimiento con precisión burocrática, como si se desprendiesen de un lastre que hacía más lento el andar de la carabela. Los arrojaron como si nunca hubiesen estado allí, como si no tuviesen familia, ni nombre. Sus nombres tú sí los sabías pues, aunque no eras amigo de todos, algo habíais podido contaros a bordo del barco. Y, por supuesto, conocías también tu propio nombre. Pero en ese navío tú eras menos que una mascota y no tenías derecho a un nombre humano que la historia, por otra parte, te ha negado y ha prescindido de preservar.

A bordo, el sol, la luna, las estrellas, el viento, eran las únicas constantes, los elementos mínimos que te indicaban que el mundo seguía allí (que era el mismo mundo) y que no se trataba de un sueño.

Más de dos meses sobreviviste en la carabela, y al fin una mañana volvió a verse tierra a lo lejos. Por un instante pensaste que habíais regresado, y tus ojos se llenaron de lágrimas imaginando el reencuentro con tus padres, hermanos, pareja, quizás hijos. Pero esa ilusión a la que te aferrabas, y que percibías también en el rostro mudo de tus compañeros, se derrumbó poco a poco a medida que el navío se iba aproximando a la costa. Ese mundo que se acercaba a ti no era tuyo. Ni lo sería nunca.

Todo era tan extraño, tan desconocido, que tu mirada se desplazaba de una cosa a otra intentando abarcarlo todo, intentando comprender. Te subieron junto a tus amigos (a esta altura ya lo eran) a un carro empujado por unos animales enormes que jamás habías visto antes, y sus relinchos te atemorizaron un poco. Pero era tal el nivel de aturdimiento y excitación que pronto olvidaste ese temor puntual y seguiste devorando todo con los ojos. Y así como mirabas todo, a esa gente cubierta de telas, así ellos te miraban a ti, absortos, sorprendidos.

Y no tardaron en cubrirte de telas también a ti. Y lo agradeciste, porque la primavera europea te resultaba demasiado fría. Pero en realidad no lo hacían por eso. El objetivo era cubrir esa desnudez de la cual no sabías todavía que debías avergonzarte. No tardaste en comprenderlo. Y cuando después de unos días te condujeron a ese monasterio en Badalona donde te presentaron ante ese hombre y esa mujer que (lo entendiste perfectamente) eran los jefes, ya vestías igual que todos los demás.

Tu destino final no lo sabemos. Tan insignificante debió de resultar tu existencia que nadie se tomó el trabajo de narrarla

Tu destino final no lo sabemos. Tan insignificante debió de resultar tu existencia que nadie se tomó el trabajo de narrarla. Te habrán asignado un nombre cristiano, que te habrán repetido infinitas veces como se le enseña su nombre a un perro o a un gato, y al fin habrás respondido a él. José, Carlos, Miguel, qué más da. Y si sobreviviste lo suficiente habrás aprendido al menos los rudimentos del castellano, y habrás servido de criado o de esclavo, tal vez incluso hayas practicado algún modesto oficio.

No menos probable es que no hayas vivido mucho más, y lo que no pudieron en dos meses el frío y el miedo, lo hayan logrado la viruela, el sarampión, la tos ferina, la gripe, la difteria, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla o la sífilis, males inexistentes en tu tierra y a los que te habrás visto expuesto al pisar el que para ti era el Nuevo Mundo.

Y si aun así conseguiste resistir, si todo eso no pudo vencerte y llegaste a una edad más avanzada, me habría gustado conocer qué fue de ti. Saber si volviste a ver a tus otros cinco compañeros. Si llegaste alguna vez a comprender la dimensión de tu viaje. Si formaste una familia. Si tuviste descendencia.

Quizás en algún punto del planeta exista, todavía hoy, respirando entre nosotros, alguien cuya vida, sin saberlo en absoluto, haya dependido del caprichoso azar de tu inesperada y aterradora travesía a través del océano hace ya más de quinientos años.