Genocidio en Gaza

Reescribir Palestina

Estudiantes de la George Washington University protestan contra el genocidio en Gaza — Carol Guzy / Zuma Press / ContactoPhoto

The Lancet calcula que su guerra puede haber dejado ya más de 186.000 muertos. Durante estos diez meses de desbocamiento hiperviolento, Israel ha atacado escuelas, universidades, bibliotecas, archivos, centros culturales, lugares de interés histórico, mezquitas e iglesias

El bombardeo más intenso de un espacio urbano densamente poblado que se recuerda en la memoria reciente, la hambruna deliberada más rápidamente implementada de la historia, el mayor número de periodistas muertos jamás registrado en un conflicto a escala mundial y el mayor número de funcionarios de las Naciones Unidas asesinados en cualquier otro momento histórico: Israel se ha propuesto destruir metódica y absolutamente todos y cada uno de los aspectos de la vida palestina en Gaza. The Lancet calcula que su guerra puede haber dejado ya más de 186.000 muertos. Durante estos diez meses de desbocamiento hiperviolento, Israel ha atacado escuelas, universidades, bibliotecas, archivos, centros culturales, lugares de interés histórico, mezquitas e iglesias. Ha asesinado y masacrado a innumerables profesores, maestros y docentes de todas las enseñanzas del sistema educativo, así como una ingente cantidad de personal administrativo y de gestión de todo tipo, junto con sus familias al completo. También ha causado daños irreparables a decenas de miles de estudiantes, desplegando un comportamiento que funcionarios de la ONU han descrito como «escolicidio».

Resulta extraordinario que hasta la fecha ni una sola universidad estadounidense haya condenado oficialmente el genocidio de Gaza o, como mínimo, la destrucción sistemática por parte de Israel de las universidades allí existentes

En Estados Unidos, el país que acredita la mayor responsabilidad por tolerar, hacer posible e instigar estos horrores, los rectores de sus universidades y centros universitarios han respondido, en el mejor de los casos, con un silencio sepulcral. Muchos de ellos se apresuraron a denunciar la violencia perpetrada el 7 de octubre, arrastrados por el pánico ante lo que Biden denominó el «día más mortífero para los judíos desde el Holocausto» y las repugnantes invenciones sobre la degollación de bebés durante el ataque. Desde entonces, han expresado su preocupación por la supuesta seguridad de sus estudiantes judíos y han introducido una formación obligatoria de «concienciación sobre el antisemitismo» y todo ello haciendo guiños ocasionales a la islamofobia, pero sin decir apenas una palabra sobre el racismo antipalestino y antiárabe rampante en los campus.

Resulta extraordinario que hasta la fecha ni una sola universidad estadounidense haya condenado oficialmente el genocidio de Gaza o, como mínimo, la destrucción sistemática por parte de Israel de las universidades allí existentes. Por el contrario, han insistido en que mantendrán los vínculos institucionales con sus homólogas israelíes, incluidas las que están implicadas en la guerra contra la sociedad y la vida palestinas, así como sus inversiones en las corporaciones que se atiborran de los beneficios generados por la muerte palestina. El hecho de que los palestinos, los cristianos y los árabes musulmanes, así como los judíos antisionistas, estén ahora bien representados en muchas universidades occidentales, sobre todo como estudiantes y, en menor medida, como profesores y personal adminsitrativo, significa que estos colectivos tienen una visión íntima de su propia eliminación.

Durante gran parte de su historia, la academia estadounidense ha sido eurocéntrica sin paliativos, existiendo en lo que W.E.B. Dubois denominó un «mundo blanco». Esto ya no es explícitamente así. La educación superior es ostensiblemente más inclusiva desde el punto de vista racial y los planes de estudio están «decolonizados». Sin embargo, a diferencia de todos los demás casos de colonización occidental, de la esclavitud de los negros africanos hasta el genocidio de los nativos americanos, pasando por la conquista de Argelia y Sudáfrica, la opresión de los palestinos ha sobrevivido a la generalización de conceptos como «derechos humanos» e «igualdad racial». Los apologistas de la Sudáfrica del apartheid o de la existencia del régimen de exclusión, discriminación y violencia racista vigente en los estados sureños estadounidense conocido como Jim Crow no serían tolerados en la actualidad en ninguna universidad occidental importante; sin embargo, Israel es abiertamente aceptado a pesar de ser un Estado fundado y sostenido mediante la desposesión masiva, que hoy sigue en curso, de los palestinos nativos y a pesar de ser descrito por las principales organizaciones de derechos humanos como un régimen de apartheid incluso antes de la perpetración del actual genocidio de Gaza. Israel también es el único país del mundo que cuenta con una amplia red de centros académicos, programas de profesores visitantes e instituciones culturales y religiosas en los campus estadounidenses, dedicados a defender y promover una ideología colonial anacrónica y abiertamente antipalestina, que pretende fusionar la identidad judía moderna con un Estado etnonacionalista exclusivista.

Durante los últimos años, algunas universidades han retirado los monumentos erigidos a esclavistas o han cambiado el nombre de edificios para reconocer su complicidad con el colonialismo. Sin embargo, estas mismas instituciones, junto con organismos como la American Historial Association (AHA), se han negado a abordar directamente la cuestión de Palestina. En mayo de 2024, la AHA emitió una declaración criticando la violencia policial contra los manifestantes de los campus estadounidenses, pero se las arregló para evitar utilizar la palabra «Palestina» o «palestino» ni una sola vez en su comunicado. Parece que las únicas víctimas que pueden ser lloradas son las que están a salvo enterradas en el pasado. La «excepción palestina» refleja así la desconexión total existente entre el apoyo a Israel y su ideología de sionismo colonial, por un lado, y los intentos de reparar la historia racista y colonial, por otro. En este panorama ideológico, a Palestina se le niega el estatus de cuestión moral y política y a los palestinos el de pueblo con una historia dotada de significado. Admitir los imperativos morales y políticos de la historia y la humanidad palestinas contradice la imagen altamente selectiva que Occidente tiene de sí mismo.

Un multimillonario gestor de fondos de cobertura de Wall Street ha liderado una cruzada contra los estudiantes que protestan a favor de Palestina, pidiendo que se excluya a algunos de ellos del mercado laboral

Ponerse del lado de los palestinos tiene, por supuesto, un coste material y político. Las instituciones sionistas y los donantes proisraelíes tachan sistemáticamente de «antisemitas» a los estudiantes y profesores palestinos, al tiempo que presionan a los administradores universitarios para que repriman a cualquiera que defienda los derechos de la población palestina, comportamiento que se considera una muestra de «incitación al odio». El lobby israelí ha apoyado las investigaciones del Congreso sobre el activismo palestino en los campus. El Brandeis Center, proisraelí, incoa constantemente acciones legales contra universidades y distritos escolares públicos para asegurarse de que se pliegan a la línea establecida. Un multimillonario gestor de fondos de cobertura de Wall Street ha liderado una cruzada contra los estudiantes que protestan a favor de Palestina, pidiendo que se excluya a algunos de ellos del mercado laboral. La mayoría de los políticos estadounidenses han apoyado a Israel desde el comienzo del genocidio. No se han limitado a exigir a los rectores de las universidades que sigan su ejemplo, sino que les han presionado para que lo hagan a través de audiencias en el Congreso, que han recordado los juicios espectáculo protagonizados por McCarthy durante la década de 1950. El gobernador demócrata de Pensilvania, Josh Shapiro, ha afirmado que no debería tolerarse en los campus universitarios estadounidenses a los manifestantes que muestran su solidaridad con Palestina más de lo que se toleraría a los racistas del KKK eventualmente presentes en los mismos.

Sin embargo, el núcleo de la excepción palestina no es simplemente la burda negación de la historia y la humanidad palestinas. Más significativa es la constante reescritura de esta historia por otra diferente: la historia del antisemitismo europeo moderno con el que la academia occidental está profundamente comprometida: a los académicos judíos se les prohibió, por supuesto, enseñar en muchas de las mismas instituciones de la Ivy League que ahora reprimen los campamentos de solidaridad con Palestina. Con este acto de sustitución, la realidad actual de la matanza palestina se borra de la consideración ética. Los palestinos y los estudiantes aliados con su causa, incluidos los judíos antisionistas, que protestan contra el apartheid y el genocidio, son presentados como «antisemitas» anacrónicos por un Occidente liberal y, curiosamente, cada vez más «conservador» y derechista, que supuestamente ha superado su judeofobia histórica. Del mismo modo, los partidarios del Estado que lleva a cabo el genocidio, o quienes se identifican con su ideología, son recreados como víctimas que precisan de protección institucional y policial.

«Luchar contra el antisemitismo» implica a menudo borrar Palestina, no hablar de los palestinos, no reconocer que es imposible que exista una consideración ética del sionismo contemporáneo sin centrarse en la experiencia palestina de subyugación a manos del autoproclamado Estado judío de Israel

Bajo este discurso distorsionado se esconde el compromiso selectivo de Occidente con el filosemitismo: su amor declarado por el judaísmo y el pueblo judío, que considera necesario para expiar su historial de racismo y prejuicios contra ellos. A su vez, el filosemitismo se ha amalgamado con el filosionismo: el apoyo a la ideología estatal etnonacionalista de Israel. Como resultado, la subyugación palestina contemporánea ha quedado oscurecida por una narrativa que presenta la victimización histórica judía como más importante y al Estado de Israel como una salvaguarda contra ella. De este modo, «luchar contra el antisemitismo» implica a menudo borrar Palestina, no hablar de los palestinos, no reconocer que es imposible que exista una consideración ética del sionismo contemporáneo sin centrarse en la experiencia palestina de subyugación a manos del autoproclamado Estado judío de Israel. Este resultado es desastroso para cualquiera implicado simultáneamente en la lucha genuina y articulada contra el racismo antijudío y antipalestino.

El desarrollo de esta perspectiva se remonta obviamente al Holocausto nazi, que diezmó a los judíos europeos. Tras él la creación de un Estado israelí se presentó en Occidente como un medio para expiar el pecado del antisemitismo occidental. En los debates previos a la destrucción de la Palestina árabe en 1948, los diplomáticos occidentales describieron a los palestinos como un impedimento para este proyecto redentor. La vida palestina no se valoraba en sus propios términos, sino simplemente en relación con el «problema judío» identificado por Occidente. Como Du Bois señaló en Dusk of Dawn (1940) y Aimé Cesaire argumentó en su Discurso sobre el colonialismo (1955), los Aliados victoriosos habían retratado a Hitler como una creación singularmente alemana en lugar de reconocerlo como parte de un panteón de líderes occidentales, que durante un dilatadísimo periodo de tiempo habían abrazado un racismo virulento y perpetrado genocidios sistemáticos contra los pueblos no occidentales. Aprovechando esta narrativa, el recién creado Estado de Israel lanzó una campaña de propaganda, que todavía perdura hoy en día, en la que se presenta a sí mismo como la víctima del «terrorismo» árabe y como un baluarte contra la vuelta a la barbarie antisemita.

La persistencia de estos tropos significa que rara vez se sitúa a Palestina en su contexto otomano y árabe secular o se la considera parte integrante de una región mashriqi multirreligiosa. En el imaginario sionista, el único remedio posible a la difícil situación histórica de los judíos en Europa era establecer en Palestina un Estado judío único, moderno y de corte europeo. En Los judíos del Islam (1984), el orientalista Bernard Lewis escribe que la oposición árabe a Israel tiene poco que ver con el colonialismo o la desposesión; afirma que sus orígenes se encuentran en un nuevo «antisemitismo árabe», que fue importado de Europa y puso fin a la coexistencia pacífica judeo-musulmana. Los palestinos no tienen cabida en esta historia, salvo como herederos del prejuicio antijudío occidental. «El árabe –como señaló Edward Said en Orientalismo (1978)– se concibe ahora como una sombra que persigue al judío».

No es de extrañar que la jerarquía académica occidental, ligada a estas narrativas profundamente engañosas y a las inversiones políticas, financieras y culturales que las sostienen, haya guardado silencio ante la inmolación de Gaza. Cambiar de rumbo no es cosa fácil. El último régimen colonial de colonos del mundo occidental, comprometido con una ideología nacida en la Europa del siglo XIX, sigue siendo extraordinariamente hábil en la difusión de una narrativa que borra la humanidad palestina, incluso en el ámbito de la educación superior. Sin embargo, la mayoría de los estudiantes ya no se tragan este borrado eurocéntrico, como tampoco lo hace la mayor parte de la población mundial.


Recomendamos leer: Alexander Zevin, «Gaza y Nueva York», NLR 144; Ilan Pappé, «Fantasías de Israel. ¿Puede sobrevivir el proyecto sionista?», y «El colapso del sionismo», El Salto, y Perry Anderson, «La casa de Sión», NLR 96.

Artículo aparecido originalmente en Sidecar, el blog de la New Left Review, y publicado en Diario Red con permiso expreso del editor.