Italia

Subcontratación y precariedad en los astilleros de Fincantieri

Trabajadores del astillero Fincantieri — Antonio Melita / Zuma Press / ContactoPhoto
Los astilleros de Maghera son un perfecto caso de estudio de lo que es la explotación en la era de la fuerza de trabajo precaria, móvil y transnacionalizada

Un astillero es como una gran fábrica, una maraña de grúas altas como edificios de cinco plantas, de cobertizos y de diques secos. Así es como se presentan a la vista los astilleros Fincantieri de Marghera al cruzar el puente de Mestre a través del cual decenas de miles de turistas llegan cada día para visitar la ciudad de Venecia. Paradójicamente, aquí se construyen los grandes cruceros, que provocan la ira de los residentes venecianos, cuando enfilan el canal de la Giudecca, alzándose amenazadores sobre la basílica de San Marcos. Cuando estuve allí en enero, un crucero gigante de diecinueve plantas y 153.000 toneladas estaba siendo construido en Fincantieri.

En la estructura de acero, todavía hueca, ya se había montado «il condominio», que es la denominación dada al cuerpo central del barco. Con balcones superpuestos y una rotonda panorámica, parecía realmente un bloque de apartamentos. Una grúa estaba colocando las últimas piezas prefabricadas. En el interior trabajaban cientos de carpinteros, soldadores, laminadores, pintores, responsables del cableado y fontaneros. Pronto entrarían en acción los electricistas y los encargados de los acabados interiores.

Los astilleros de Maghera son un perfecto caso de estudio de lo que es la explotación en la era de la fuerza de trabajo precaria, móvil y transnacionalizada. Durante el último cuarto de siglo, la industria naval europea ha sufrido la presión de los competidores del este asiático, primero de los astilleros surcoreanos y luego de los chinos. Los astilleros de muchos países redujeron drásticamente su tamaño, cuando no simplemente desaparecieron. La empresa italiana Fincantieri, sin embargo, ha resistido. Actualmente es el cuarto constructor naval del mundo, contando con ocho plantas de producción en Italia y otra docena repartidas por Noruega, Rumanía, Vietnam, Brasil y Estados Unidos (donde atiende sus pedidos militares). Fincantieri es propiedad mayoritaria del Ministerio de Economía y Finanzas italiano. Su prolongado éxito se debe, por un lado, a la capacidad de innovación tecnológica demostrada por la empresa, así como a una competencia técnica en la construcción de barcos para cruceros con la que todavía no cuentan sus competidores, a lo cual se añade un factor primordial consistente en la forma en que Fincantieri ha reorganizado sus procesos de producción. Desde la década de 1990 la empresa ha prescindido del 75 por 100 de sus empleados y subcontratado la producción a otras empresas de acuerdo con un sistema superflexible.

Este sistema de contratación tiene al menos tres niveles: cada buque se divide en varias partes, que Fincantieri encarga a una o varias empresas, que a su vez suelen subcontratar parte del trabajo a otras empresas, que a su vez suelen contratar a otras más para lograr concluir los trabajos en el plazo estipulado

De la soldadura de las primeras planchas del casco hasta los últimos retoques de las terminaciones de los interiores, al menos mil personas trabajan en la construcción de un barco de Fincantieri. Pocos de ellos, sin embargo, son empleados de la empresa; la mayoría son reclutados por contratistas y subcontratistas. En diciembre de 2023 la empresa afirmaba emplear a algo más de 21.000 personas, 11.000 de ellas en sus centros italianos. Es difícil encontrar cifras comparables relativas a los trabajadores empleados por las empresas externas subcontratadas, pero un informe de la propia empresa matriz fechado en 2020 hablaba de 2415 empresas subcontratadas en Italia, las cuales daban empleo a 41.000 trabajadores. En el pasado mes de enero Fincantieri contaba en Marghera con 1052 empleados directos a los que se añadían entre 4200 y 4500 trabajadores contratados, dependiendo de los pedidos abiertos, a través de las empresas subcontratadas. En Monfalcone, cerca de Trieste, donde la empresa tiene su sede social, emplea en torno a 1700 trabajadores directos y 6800 subcontratados.

«En este momento Fincantieri es poco más que una marca», me dice Fabio Querin, un antiguo trabajador de los astilleros, que ahora es dirigente de la Confederazione Generale Italiana del Lavoro (CGIL) de Venecia. Los empleados directos, explica, se ocupan básicamente de las tareas de supervisión y apoyo, mientras que la producción real se subcontrata. Este sistema de contratación tiene al menos tres niveles: cada buque se divide en varias partes, que Fincantieri encarga a una o varias empresas, que a su vez suelen subcontratar parte del trabajo a otras empresas, que a su vez suelen contratar a otras más para lograr concluir los trabajos en el plazo estipulado. En Marghera hay cientos de empresas de este tipo: algunas son grandes consorcios, que operan en múltiples emplazamientos, otras son empresas que emplean unas pocas personas, que surgen, desaparecen y renacen con otra denominación social a una gran velocidad.

Como era de esperar, mientras que los empleados directos tienen puestos de trabajo fijos a tiempo completo, que cuentan con todas las prestaciones contempladas por la legislación laboral, los trabajadores subcontratados no suelen disfrutarlas. Cuanto más se desciende en la jerarquía de la contratación y la subcontratación, más corto es el periodo de empleo y más precaria la función que desempeñan los trabajadores. Y estas divisiones tienen un carácter étnico. Los empleados directos son en su mayoría italianos nativos. Incluso entre los trabajadores subcontratados, los italianos suelen ocupar los puestos más cualificados. Luego vienen los europeos del Este, que trabajan en empleos especializados (trabajadores de sistemas eléctricos, por ejemplo). En el escalafón más bajo se encuentran los trabajos más arriesgados y peor pagados, que están reservados a los bangladesíes.

«Ganaba 5 euros la hora», recuerda. El patrón también era de Bangladés y trabajaba como subcontratista. «Para ganar mil euros al mes tenía que hacer al menos 200 horas mensuales. Pero acepté, qué otra cosa podía hacer. Necesitaba el contrato para renovar mi permiso de residencia»

Hablé con varios trabajadores en la cercana Camera del Lavoro de la CGIL de Venecia, desde cuya ventana puede observarse una imponente grúa aérea, que luce el letrero de Fincantieri. La totalidad de mis interlocutores no tenía más de 30 años; algunos llevaban mucho tiempo viviendo en Italia y manejan mejor el idioma, otros son recién llegados. Uno de ello, procedente de Bangladés, M., describió los meses que pasó lijando y biselando chapas en el fondo del casco de unos de los barcos en construcción en un lugar poco ventilado. «Es el trabajo más duro y el peor pagado. Se levanta mucho polvo, lo respiras, aunque lleves mascarilla. Por la noche tienes la nariz negra. Uno se agota. Si trabajas así durante veinte años, arruinas tu salud». M., que actualmente trabaja como soldador en una empresa subcontratista, empezó a trabajar en los astilleros hace seis años como ayudante de carpintero. «Ganaba 5 euros la hora», recuerda. El patrón también era de Bangladés y trabajaba como subcontratista. «Para ganar mil euros al mes tenía que hacer al menos 200 horas mensuales. Pero acepté, qué otra cosa podía hacer. Necesitaba el contrato para renovar mi permiso de residencia».

Durante estas conversaciones con los trabajadores de Fincantieri oí hablar por primera vez de la «paga globale»: «Funciona del siguiente modo: cuando trabajas cobras, si no, nada: ni vacaciones ni baja por enfermedad». La empresa debe respetar aparentemente los acuerdos legales vigentes sobre las condiciones de trabajo: el contrato estatutario de los trabajadores del metal, por ejemplo, establece 173 horas de trabajo mensuales, 1350 euros de salario base y complementos por las horas extraordinarias o el trabajo nocturno, así como la retribución de las vacaciones y las bajas por enfermedad. Las nóminas de los subcontratistas parecen a primera vista legalmente correctas. Pero en ellas se computan menos horas de las trabajadas y no se recogen los complementos correspondientes por las horas extraordinarias o por el desempeño de trabajo nocturno. Se producen deducciones por ausencias que nunca se produjeron o por permisos que nunca se tomaron y se detraen deducciones de anticipos que nunca se disfrutaron. Al final, la nómina se queda en 900 o 1000 euros mensuales para una persona que ha trabajado diez o incluso doce horas al día. A veces, la empresa paga un salario regular, pero luego obliga al trabajador a devolver una parte del mismo en efectivo.

Conviene no olvidar que Marghera es un entorno hostil: es muy difícil para un trabajador extranjero encontrar una vivienda y si la encuentra casi con toda seguridad estará localizadas en las zonas más degradadas de la ciudad: muchos trabajadores migrantes acaban alquilando camas en apartamentos repletos de gente o tienen que optar por instalarse en municipios del interior, lo cual supone largos trayectos en autobús para llegar al puesto de trabajo

«Todo parece estar en orden, pero no es cierto», explica Querin. Se trata de «un sistema de evasión fiscal y de elusión de las obligaciones con la Seguridad Social, que además roba al trabajador. Las empresas le roban el sueldo, le roban la pensión e, incluso, en ocasiones le roban la posibilidad de cobrar el paro cuando termina el contrato». Discutir es imposible: «Si lo haces, el dueño te diría: “Firma y vete, si no te gusta, te despido”», me dijo M.

Estas condiciones persisten, porque los trabajadores, especialmente los migrantes, son muy vulnerables al chantaje. Para obtener y renovar un permiso de residencia es necesario disponer de un contrato de trabajo. Los trabajadores migrantes suelen tener que enviar dinero a su familia, quizá pagar deudas, por lo que no pueden permitirse el lujo de rechazar un trabajo, aunque las condiciones sean malas. La investigación realizada por Al Amin Rabby ha revelado cómo las redes existentes entre los trabajadores bangladesíes son a la vez una fuente de control y de apoyo: permiten encontrar trabajo gracias a compatriotas establecidos precedentemente en Italia, que pueden incluso dirigir su propia microempresa e incluso ofrecer alojamiento.

En la actualidad los trabajadores de Bangladés y sus familias constituyen aproximadamente un tercio de los residentes y, sin embargo, Monfalcone ha sido un lugar inhóspito para ellos. La anterior alcaldesa, Anna Maria Cisint (2016-2024), ahora europarlamentaria, forjó su fortuna electoral al hilo de una feroz campaña contra la «sustitución étnica», apoyada por la Lega Nord y luego por Fratelli d'Italia

Conviene no olvidar que Marghera es un entorno hostil: es muy difícil para un trabajador extranjero encontrar una vivienda y si la encuentra casi con toda seguridad estará localizadas en las zonas más degradadas de la ciudad: muchos trabajadores migrantes acaban alquilando camas en apartamentos repletos de gente o tienen que optar por instalarse en municipios del interior, lo cual supone largos trayectos en autobús para llegar al puesto de trabajo. Pero quien arma jaleo está mal visto: aunque pocos saben qué es realmente un sindicato, saben que causar problemas significa arriesgar el puesto de trabajo.

Monfalcone, una ciudad de 30.000 habitantes situada cerca de Trieste, podría decirse que es una ciudad-empresa de Fincantieri. Sus astilleros generan más de la mitad de su actividad económica. En la actualidad los trabajadores de Bangladés y sus familias constituyen aproximadamente un tercio de los residentes y, sin embargo, Monfalcone ha sido un lugar inhóspito para ellos. La anterior alcaldesa, Anna Maria Cisint (2016-2024), ahora europarlamentaria, forjó su fortuna electoral al hilo de una feroz campaña contra la «sustitución étnica», apoyada por la Lega Nord y luego por Fratelli d'Italia. Mandó retirar bancos de las plazas para desalentar las reuniones en lugares públicos y llegó a cerrar mezquitas, salas de oración y centros culturales. Siguieron los recursos judiciales y las protestas (Fincantieri, en particular, guardó silencio). La polémica saltó a los titulares internacionales en parte por la evidente contradicción existentes en este comportamiento: la empresa depende del trabajo de los bangladesíes, pero éstos son «indeseados» en la ciudad-empresa. Pero quizá todo esto no sea tan contradictorio como parece. De hecho, tal vez sea esto precisamente lo que la empresa necesita: trabajadores chantajeados y disciplinados obligados a aceptar condiciones hostiles.

Ningún sistema de chantaje es absoluto, sin embargo. Durante los últimos años trabajadores de diversas nacionalidades han expresado sus quejas por los salarios impagados y las horas no reconocidas a la CGIL de Venecia. «Nos pareció evidente que no se trataba de casos individuales, sino de un verdadero sistema basado en el trabajo mal pagado», explica Michele Valentini, secretario de la Federazione Impiegati Operai Metallurgici (FIOM) de Venecia. En 2018 la CGIL recopiló documentos y testimonios y presentó una denuncia ante la Fiscalía. En marzo de 2023 el tribunal de Venecia procesó a veintiséis personas, entre ellas responsables de Fincantieri y propietarios de varias empresas subcontratistas. La acusación se refiere a las condiciones de casi dos mil trabajadores; los cargos incluyen explotación, fraude y soborno.

Un juicio es algo realmente técnico y aburrido, pero a veces marca la diferencia, como cuando este pasado mes de abril los trabajadores testificaron en una audiencia pública. La prensa local informó con revuelo de que en los reputados astilleros de Fincantieri se trabaja por sólo cinco euros la hora. En septiembre continuaron las audiencias en las que se presentaron más testimonios condenatorios. Más allá de los casos individuales, los magistrados se enfrentan a una cuestión básica: ¿lo sabía Fincantieri? ¿Es corresponsable de las infracciones cometidas por las empresas que contrata?

Fincantieri lo niega, por supuesto, pero es imposible que la empresa no conociera esta situación, insiste Querin. «Existe un control estricto en los astilleros. Todos los trabajadores, incluidos los subcontratados, tienen una tarjeta magnética para entrar en el astillero, acceder a los vestuarios y luego a la zona de trabajo o a la cantina: cada pausa, cada movimiento, queda registrado, la empresa sabe siempre dónde está cada persona y cuántas horas trabaja». Exprimir al máximo a cada trabajador no responde a ningún descuido puntual. De acuerdo con los datos de la Fondazione Claudio Sabatini, un centro de investigación cercano a la CGIL, un trabajador empleado directamente por Fincantieri cuesta una media de 55.000 euros al año, frente a los 30.000-35.000 euros de un trabajador subcontratado, lo cual supone un ahorro de al menos 20.000 euros por trabajador y año, cifra que se multiplica por las decenas de miles de trabajadores subcontratados. La investigación de la Fondazione Claudio Sabatini también examina la organización interna del trabajo: un barco se descompone en sus partes individuales y para cada una de ellas se calcula su tiempo de producción y sus costes. En otras palabras, la empresa matriz conoce con todo detalle cuántas horas de mano de obra se necesitan para construir cada elemento de su barco, por lo que puede estimar con precisión cuánto vale cada contrato individual. Es decir, cuando la empresa impone costes más bajos, también sabe que el subcontratista presionado los hará recaer sobre los trabajadores. Como los subcontratistas suelen ser contratados en régimen de exclusividad y, por lo tanto, no pueden trabajar con otras empresas, si pierden el pedido están acabados; también ellos están sometidos a chantaje.

Hace unos meses, Fincantieri anunció que había sido galardonada con el título de mejor empleador por tercer año consecutivo, un galardón destinado a recompensar a las empresas, que se preocupan por el bienestar de sus empleados. Su página web muestra a trabajadores bien vestidos y sonrientes. El comunicado de la empresa no menciona a los trabajadores superexplotados, cuyo trabajo consiste precisamente en construir sus buques.


Recomendamos leer Matteo Pucciarelli, «Salvini en alza», NLR 116/117; Sergio Bologna, Tempesta perfetta sui mari: Il crack della finanza navale, Roma, DeriveApprodi, 2017, y Banche e crisi: Dal petrolio al container, Roma, DeriveApprodi, 2013; y Liam Campling y Alejandro Colás, Capitalism and the Sea: The Maritime Factor in the Making of the Modern World (2021).

Artículo aparecido originalmente en Sidecar, el blog de la New Left Review, y publicado aquí con permiso expreso de su editor.