Brasil

¿Brasil verde?

Mientras Bolsonaro describe el calentamiento global como un «complot marxista», Lula se ha comprometido a convertir el país en una «potencia medioambiental» de talla mundial
El 13 de septiembre de 2024 muestra cómo se eleva el humo en la selva amazónica de Sao Lourenço, en el estado de Rondonia, Brasil — Wang Tiancong / Xinhua News / ContactoPhoto
13 de septiembre de 2024, humo en la selva amazónica de Sao Lourenço, en el estado de Rondonia, Brasil — Wang Tiancong / Xinhua News / ContactoPhoto

Entre las muchas diferencias que corren entre el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, y su predecesor, Jair Bolsonaro, destaca su opuesta aproximación a la cuestión medioambiental. Mientras Bolsonaro describe el calentamiento global como un «complot marxista», Lula se ha comprometido a convertir el país en una «potencia medioambiental» de talla mundial. El primero flexibilizó la normativa sobre las empresas madereras, autorizó la prospección petrolífera en zonas de rara biodiversidad y debilitó las agencias medioambientales estatales. El segundo, desde que retornó al poder para desempeñar su tercer mandato en enero de 2023, ha aplicado restricciones más estrictas a la deforestación, que se redujo el 68 por 100 en la Amazonia ese año. Ha frenado determinadas actividades mineras, ha recurrido a los servicios de seguridad para tomar medidas drásticas contra las prácticas empresariales ecológicamente destructivas, ha financiado parques nacionales y lugares de conservación y ha cambiado el nombre del antiguo Ministerio del Desarrollo Urbano y del Medioambiente y lo ha denominado Ministerio del Medioambiente para colocar en primer plano el cambio climático.

A pesar de algunos avances efectuados en materia de iniciativas ecológicas, Lula parece decidido a utilizar los recursos fósiles para impulsar el desarrollo con la esperanza de consolidar su apoyo entre el subproletariado brasileño y mantener así a raya al bolsonarismo

Sin embargo, mientras otros países amazónicos como Ecuador y Colombia han tomado medidas concretas para frenar el capital fósil, Brasil, que es el séptimo mayor emisor del mundo de CO2 y cuenta con un sector petrolero y gasístico equivalente al 10 por 100 de su PIB, sigue procrastinando. A pesar de algunos avances efectuados en materia de iniciativas ecológicas, Lula parece decidido a utilizar los recursos fósiles para impulsar el desarrollo con la esperanza de consolidar su apoyo entre el subproletariado brasileño y mantener así a raya al bolsonarismo. En este sentido, apoya el proyecto de la petrolera estatal Petrobras de efectuar prospecciones petrolíferas en el Margen Ecuatorial, a 500 kilómetros de la desembocadura del río Amazonas, una zona que podría contener hasta 5,6 millardos de barriles de petróleo y que sería capaz de incrementar las reservas de Brasil el 37 por 100. También ha respaldado una serie de megaproyectos de infraestructuras: una línea de ferrocarril que podría acelerar la deforestación en tierras indígenas, una autopista que atravesaría la selva amazónica virgen y la renovación de la licencia para una gran presa hidroeléctrica. Cuestionado por el impacto medioambiental de tales medidas, Lula ha insistido en que «no vamos a desperdiciar ninguna oportunidad de crecer».

¿Cómo deberíamos entender este desfase entre la retórica verde del presidente y la realidad? Los intereses empresariales y la política nacionalista llevan mucho tiempo unidos en apoyo de la industria brasileña de los combustibles fósiles. En 1939 el descubrimiento de petróleo en Bahía provocó la llegada de empresas extranjeras y la protesta de la población nacional, que consideraba sus actividades una violación de la soberanía brasileña. Esto dio lugar a la campaña nacionalista O petróleo é nosso! [¡El petróleo es nuestro!], encabezada por el presidente Getúlio Vargas, que culminó con la creación de Petrobras en 1953. Durante las dos décadas siguientes, la exploración en alta mar fue un elemento clave del esfuerzo del país por reducir su dependencia del combustible extranjero y el gobierno se fijó el objetivo de producir 500.000 barriles diarios en 1985. Con el tiempo se descubrieron importantes yacimientos en la plataforma continental, primero en Sergipe y luego en la cuenca de Campos, que convirtieron a Brasil en el primer productor de la región.

En la actualidad, Lula suele presentar la industria petrolera como una herramienta de justicia económica, afirmando que «los que viven en la Amazonia tienen derecho a tener los bienes materiales que todo el mundo tiene», aunque es mucho menos explícito cuando se trata de evaluar la destrucción y el empobrecimiento que todo ello puede infligir a las poblaciones locales

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En 1997 se desmanteló el monopolio estatal sobre el sector petrolero y se creó la Agencia Nacional del Petróleo, organismo federal encargado de su supervisión. El Estado siguió siendo el accionista mayoritario de Petrobras, pero ahora la empresa tenía que competir en igualdad de condiciones con las empresas privadas en los procesos de licitación, de acuerdo con lo estipulado en el programa neoliberal del presidente Fernando Henrique Cardoso. Este fue marco que el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula se propuso desafiar durante sus catorce años de gobierno (2003-2016), lo cual redundó en el incremento de las inversiones y en el desarrollo de nuevas y extensas reservas. Al final de este período, la producción nacional de petróleo se había disparado a más de 2,6 millones de barriles diarios, el 78 por 100 de los cuales eran producidos por Petrobras. El desarrollo industrial se priorizó sistemáticamente sobre las preocupaciones ecológicas. El Estado financió la expansión de la industria de la carne de vacuno en la Amazonia, uno de los principales motores de la deforestación, al tiempo que supervisó la puesta en marcha de varios proyectos de nuevas presas, como la de Belo Monte, que aumentaron los niveles de pobreza local y provocaron la invasión urbana de la selva. A menudo se recurrió a la represión para hacer frente a las consecuencias sociales de estos proyectos, que supuso la aplicación de medidas drásticas contra las protestas y distintos despliegues militares en las zonas pobres.

En la actualidad, Lula suele presentar la industria petrolera como una herramienta de justicia económica, afirmando que «los que viven en la Amazonia tienen derecho a tener los bienes materiales que todo el mundo tiene», aunque es mucho menos explícito cuando se trata de evaluar la destrucción y el empobrecimiento que todo ello puede infligir a las poblaciones locales. El historial de accidentes del sector petrolero en la gran Amazonia y en otros lugares, incluidos los sesenta y dos vertidos de petróleo registrados tan solo en 2022, es cuando menos alarmante. Y la carrera por el petróleo en el Margen Ecuatorial ya parece estar provocando la emigración de las zonas cercanas, incluso antes de que se haya perforado el primer pozo. El Instituto Brasileiro do Meio Ambiente e dos Recursos Naturais Renováveis (Ibama), adscrito al Ministerio de Medioambiente, denegó la primera solicitud de exploración de Petrobras, alegando que la empresa no había ofrecido suficientes garantías sobre los posibles vertidos de petróleo, ni considerado su impacto en las tierras indígenas. Ahora se está revisando otra solicitud.

El resultado de todo ello es una típica economía extractivista acosada por el déficit comercial y la dependencia exterior. Aunque el primer gobierno de Lula fue capaz de generar superávits gracias al aumento de los precios de las materias primas registrado durante la década de 2000, esta pauta fue imposible de sostener una vez que estos bajaron en la década de 2010

El desarrollismo nacional no es, sin embargo, el único factor que inhibe la adopción de políticas climáticas más enérgicas. La poderosa industria agroalimentaria de Brasil también se ha movilizado contra ellas siempre que se ha presentado la ocasión, utilizando su influencia para socavar las protecciones medioambientales, los derechos indígenas y la normativa sobre pesticidas. El gobierno de Lula también se enfrenta a la presión sostenida de Petrobras, que está decidida a convertirse en el tercer productor mundial para 2030, y de los políticos, que buscan atraer más empleos e ingresos a sus regiones. El resultado de todo ello es una típica economía extractivista acosada por el déficit comercial y la dependencia exterior. Aunque el primer gobierno de Lula fue capaz de generar superávits gracias al aumento de los precios de las materias primas registrado durante la década de 2000, esta pauta fue imposible de sostener una vez que estos bajaron en la década de 2010. Ahora está claro que mientras el país se resista a una transición verde realmente ambiciosa, tendrá que seguir produciendo bienes y servicios para el Norte global a expensas de su ecología doméstica. Esta situación, junto con las condiciones comerciales desfavorables y los aranceles impuestos por los países avanzados, atrapará a Brasil en un círculo vicioso: depender de las industrias extractivas para financiar sus importaciones y sus deudas.

A pesar de la necesidad de imprimir un cambio de rumbo a la economía brasileña, el último plan de negocios de Petrobras asigna el 72 por 100 de su inversión total a los sectores petrolero y gasístico y sólo el 11 por 100 a iniciativas «bajas en emisiones de carbono» durante los próximos cinco años. Sólo destinará 7 millardos de dólares a las fuentes de energía no fósiles, como la eólica, la solar y los biocombustibles, a pesar de que las condiciones para la transición a energías más limpias son relativamente favorables en Brasil. El principal cliente del petróleo brasileño, China, planea alcanzar su pico de consumo antes de 2030 y reducir a partir de ese momento su dependencia del combustible importado en el contexto de las tensiones con Estados Unidos. En este marco, disponer de una empresa pública como Petrobras, así como detentar la propiedad pública sobre los recursos naturales, debería permitir al Estado brasileño adaptarse a este cambiante panorama económico: priorizar las inversiones estratégicas a largo plazo sobre los imperativos del mercado a corto plazo. Pero todavía no existen señales de que esta estrategia esté siendo objeto de consideración.

De la mano de sus intentos retóricos de equilibrar «sostenibilidad» y «desarrollo», Lula puede haber ganado tiempo suficiente para evitar un verdadero descalabro en las relaciones públicas, cuando organice la COP30 en la ciudad amazónica de Belém do Pará en 2025. Pero pronto se dará cuenta de que no puede cuadrar este círculo. El verano pasado se produjeron olas de calor sin precedentes en Perú, Paraguay y Bolivia, y las temperaturas superaron los 40°C en algunas zonas de Brasil. Un estudio reciente predice que el medio oeste, el noreste, el norte y el sureste del país podrían ser inhabitables dentro de cincuenta años. Mientras tanto, se estima que entre el 10 y el 47 por 100 de la selva amazónica sufrirá un aumento del estrés hídrico, lo que podría llevar al ecosistema a superar su punto de inflexión crítico y jugar con el riesgo de un colapso irreversible. Ante la inacción del gobierno, corresponderá a los movimientos sociales brasileños desafiar el dominio del capital fósil y de la agroindustria, presionando para que se prohíba la exploración petrolífera y se regenere la selva amazónica. Se trata de un conflicto en el que no hay término medio. Lula tendrá que elegir de qué lado está.


Recomendamos leer «Susanna Hecht, «Love and Death in Brazil», NLR I/204; Sharachchandra Lele; «Medioambiente y bienestar. Una perspectiva desde el Sur global», NLR 123; Nancy Fraser, «Los climas del capital», NLR 127; y Kenta Tsuda, «Preguntas ingenuas sobre el decrecimiento», NLR 128; y Robert Pollin et al., Decrecimiento vs Green New Deal, Madrid, Traficantes de Sueños, 2019.