Algo monstruoso: Pogromos racistas e historia imperial británica

«Nos van a matar», me escribió una amiga desde la concentración, antes de que un grupo de policías la escoltaran a ella y a sus compañeros hasta la estación de metro más cercana

Foto: BBC
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En su reciente intercambio publicado en Sidecar/Diario Red, Richard Seymour y Anton Jäger debatían sobre cómo debería comprender la izquierda los disturbios racistas registrados en el Reino Unido este verano. En opinión de Seymour, la ola de ataques dirigidos contra la población migrante no se produjo por la maltrecha situación económica en la que se halla la «clase trabajadora blanca» británica. Estos eran, en realidad, síntomas de un neonacionalismo insidioso, cada vez más obsesionado por las fronteras, los confines y las fortificaciones, consideradas las salvaguardias necesarias contra la erosión de las divisiones étnicas y de género tradicionales. Jäger está de acuerdo en que sería un error tratar de interpretar los disturbios como una «energía izquierdista erróneamente sublimada» o leer en ellos algún contenido emancipador, pero critica a Seymour por situar la «psicología de masas» por encima de la «economía política», argumentando que la miseria provocada por el modelo de crecimiento desigual de Gran Bretaña, esto es, un sector servicios caracterizado por bajos salarios dependientes de la mano de obra migrante, es la causa última de su crisis social.

Ambos analistas capturan con enorme pertinencia la atmósfera inflamable de la Gran Bretaña contemporánea. Sin embargo, su debate corre el riesgo de redundar en una especie de competición de suma cero entre la «economía» y la «psicología», que no nos servirá para combatir a la extrema derecha. Así como el análisis económico puede eludir la existencia de complejos impulsos individuales, igualmente el análisis psicológico puede borrar su contexto social. En lugar de tales pares metodológicos binarios, precisamos de una evaluación psicosocial concreta, la cual implica comprender cómo el vilipendio de los migrantes y de los musulmanes forma parte de una fantasía primitiva persecutoria moldeada por la brutal historia colonial del Reino Unido y por sus arraigadas disparidades materiales.

No resulta sorprendente que cuando el genocidio de Gaza, apoyado y financiado por los gobiernos occidentales, es difundido por todos y cada uno de los grandes medios de comunicación, algunos británicos traten de emular esta violencia antimusulmana a menor escala en su propio país

Cuando empezaron a circular las imágenes de los disturbios racistas, estas nos resultaron absolutamente familiares a quienes estamos involucradas en el activismo antirracista. Muchas de nosotras los habíamos anticipado semanas antes. El 23 de mayo, un pequeño grupo de manifestantes se reunió frente al cine Phoenix, en East Finchley, una exclusiva área residencial situada en Barnet, municipio del norte de Londres, después de que este aceptara acoger un festival de cine financiado por el Estado israelí. Inmediatamente fueron rodeados y agredidos por cientos de contramanifestantes de extrema derecha, que les arrojaron botellas de vidrio y corearon insultos racistas. «Nos van a matar», me escribió una amiga desde la concentración, antes de que un grupo de policías la escoltaran a ella y a sus compañeros hasta la estación de metro más cercana. Aquella noche, los extremistas volvieron a casa envalentonados. El fin de semana siguiente atacaron el campamento propalestino del University College de Londres. No resulta, pues, sorprendente que cuando el genocidio de Gaza, apoyado y financiado por los gobiernos occidentales, es difundido por todos y cada uno de los grandes medios de comunicación, algunos británicos traten de emular esta violencia antimusulmana a menor escala en su propio país. Haciéndose eco de la sed de sangre de las Fuerzas de Defensa de Israel, las plataformas en línea bullían con llamamientos a incendiar mezquitas.

Mientras tanto, la clase política había intensificado en extremo su racismo en vísperas de las elecciones generales. Rishi Sunak reiteró incansablemente su promesa de «detener los barcos» y «controlar nuestras fronteras», prometiendo encarcelar a los solicitantes de asilo y desterrarlos a Ruanda. Keir Starmer intentó superarle, exigiendo la deportación inmediata de los bangladeshíes. Una de las primeras medidas de Yvette Cooper como Home Secretary, esto es, como ministra del Interior, fue establecer un vínculo directo entre la migración y el aumento de la delincuencia, además de poner en marcha un nuevo Border Security Command e intensificar las «redadas contra el trabajo ilegal». Cuando las turbas violentas tomaron las calles, no se limitaron a repetir los eslóganes pronunciados por estos políticos, sino que optaron simplemente por ocuparse ellos mismos del asunto, aplicando las políticas violentas que estos les habían prometido. Si crear una «disuasión contundente» significa señalar a los migrantes para su persecución y muerte, entonces prender fuego a los hoteles donde se alojan supone únicamente dar un pequeño paso más en esa línea de conducta. Tanto el Partido Laborista como el Partido Conservador calificaron los disturbios de «matonismo» y de «violencia carente de sentido», pero ninguno de ellos quiso hablar del racismo que los había galvanizado. Las democracias liberales suelen preferir ocultar esos impulsos asesinos, disfrazándolos bajo la rúbrica de la «aplicación de la ley» o encubriéndolos en la mitología nacional.

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Aunque Seymour y Jäger tienen razón, cuando afirman que los disturbios no tienen un núcleo moral o emancipador, es preciso afirmar que sí tienen una reivindicación moral declarada, que merece nuestra atención. En el discurso de la calle y en el ámbito del discurso oficial, lo que percibimos es la yuxtaposición del delincuente extranjero con algún inocente o virtuoso nacional, que requiere protección. Sunak ha afirmado que la política de «detener los barcos» pretendía salvar vidas en el mar acabando con el modelo de los traficantes de personas y castigando a quienes «se saltan las colas de los servicios sociales» tropo omnipresente en la imaginación racista. Quienes se congregaron frente a las mezquitas portaban pancartas en las que se leía «salvemos a nuestros hijos». La intervención quirúrgica refleja la fantasía de librar a la sociedad de sus elementos podridos. Cuando los dirigentes inevitablemente fracasan a la hora de cumplir este deseo, la violencia callejera constituye el método alternativo.

En Gran Bretaña el proceso de «escisión» sirve para extirpar de la conciencia nacional el papel de la violencia colonial y neocolonial en la producción del «migrante ilegal»

La política se convierte así en la sede de un drama kleiniano. Para Melanie Klein la persecución y el castigo son la defensa psíquica del niño frente a las tomas de conciencia «depresivas»: el reconocimiento de que un agresor percibido es un todo complejo y ambiguo, que a su vez permite la aceptación de la propia complejidad y ambigüedad del niño. Los niños experimentan a su cuidador principal como si estuviera dividido en dos figuras, una buena (presente y receptiva) y otra mala (ausente y rechazadora). Su rabia hacia este último distorsiona su sentido de la realidad, que pasa a estar poblada por figuras amenazadoras a las que hay que atacar y destruir. En el mejor de los casos, esta condición acaba siendo suplantada por una concepción más ambivalente en la que el objeto externo es visto a veces como amoroso y a veces como frustrante, ni totalmente lo uno ni totalmente lo otro. Pero cuando el niño no logra hacer esa transición, permanece atrapado en un ciclo de miedo y agresión.

En Gran Bretaña el proceso de «escisión» sirve para extirpar de la conciencia nacional el papel de la violencia colonial y neocolonial en la producción del «migrante ilegal». Seymour escribe que el «horizonte utópico del fascismo de entreguerras basado en la expansión» ha dado paso a una fijación característica de la extrema derecha por las fronteras, pero sería más exacto en realidad considerar las fronteras británicas contemporáneas como la continuación de la violencia colonial: un intento de vigilar la última frontera de la nación, de modo que la riqueza y el estatus obtenidos de la conquista imperial se conserven, material y simbólicamente, pero se nieguen a los antiguos súbditos coloniales.

Al vaciar de humanidad a migrantes y musulmanes, se produce una pérdida de empatía básica. Turbas de linchadores recorren las calles atacando a personas racializadas e intentando quemar los edificios donde residen

La Nationality Act británica de 1981 definió el concepto de ciudadanía británica a través de la «patridad» o de los lazos de sangre. Esta legislación pretendía borrar de la memoria la historia imperial británica y restablecer el país como un Estado-nación blanco herméticamente sellado. William Whitelaw, el entonces Home Secretary conservador, afirmó que «es hora de deshacerse de la persistente noción de que Gran Bretaña constituye de alguna manera un refugio para todos aquellos cuyos países gobernamos una vez». Hoy, los afectados directa o indirectamente por la colonización son tachados de intrusos ilegales sin derecho a reclamar lo que les fue robado. La violencia racista de la década de 2020 es un medio de reprimir su antecedente histórico, negándose a reconocerlo o repararlo. La escisión permite la autoabsolución y las pretensiones de rectitud moral frente a este linaje manchado de sangre. Al vaciar de humanidad a migrantes y musulmanes, se produce una pérdida de empatía básica. Turbas de linchadores recorren las calles atacando a personas racializadas e intentando quemar los edificios donde residen. Mientras tanto, los musulmanes de Gaza vuelan en pedazos y quedan sepultados bajo los escombros. Como escribió James Baldwin: «No podéis lincharme y mantenerme en guetos sin convertiros vosotros mismos en algo monstruoso».


Recomendamos leer Tom Nairn, «Enoch Powell: The New Right», NLR I/61, y Miri Davidson, «Mar y tierra: imaginarios de la extrema derecha», Sidecar/El Salto.

Texto aparecido originalmente en Sidecar, el blog de la New Left Review, y publicado aquí con permiso expreso del editor.