Francia

La «guerra civil» en Francia

El resultado electoral de las recientes elecciones legislativas francesas muestra una Francia profundamente dividida. Resulta difícil en esta coyuntura saber quién y cómo podrá recomponer el cuadro político del país a medio/largo plazo
Fotografía: RTVE
Fotografía: RTVE

Durante la noche de la celebración de la victoria electoral sobre los fascistas en las últimas elecciones legislativas a la Asamblea Nacional francesa, la sabiduría popular escribió en una pared: «Notre sursaut est un sursis», más cierto aún, a la mañana siguiente: nuestro sobresalto es una tregua. Pero es más que un sobresalto y la tregua dependerá de la correlación de fuerzas, que se construya en las próximas semanas y meses. La larga secuencia de lucha de clases sin clase y sin revolución, iniciada durante la presidencia de Hollande, ha provocado un terremoto, a pesar de que ninguna de las reivindicaciones de los distintos movimientos implicados (sucesivas reformas del Código de trabajo, gilets jaunes [chalecos amarillos], jubilación y pensiones, banlieues, etcétera) se haya visto coronada por la victoria, que está haciendo temblar a las instituciones de la república, que ha derribado electoralmente al feroz bloque de intereses del gran capital representado por Macron y que ha allanado el camino para lograr una primera ruptura del consenso derecha/izquierda en torno a la contrarrevolución neoliberal capitalista, que prácticamente ha gobernado Francia desde Mitterrand y su giro a la derecha decretado en 1983 hasta Macron.

La tendencia contemporánea a establecer una alianza entre liberales y fascistas (su última materialización es el gobierno holandés que asumió el poder el pasado 2 de julio) ha saltado por los aires precisamente por lo que las luchas han logrado sedimentar institucionalmente. El resultado electoral de las recientes elecciones legislativas francesas muestra una Francia profundamente dividida. Resulta difícil en esta coyuntura saber quién y cómo podrá recomponer el cuadro político del país a medio/largo plazo, teniendo en cuenta que Rassemblement National (RN), que representa a 10 de los 49 millones de electores franceses, ha aumentado su fuerza parlamentaria y consolidado su implantación territorial, apuntando ya a las próximas elecciones presidenciales de 2027. La situación francesa se asemeja más a la estadounidense que a la italiana, donde los fascistas se han instalado en el poder sin ningún problema en septiembre de 2022 de la mano del gobierno presidido por Giorgia Meloni, lideresa de Fratelli d’Italia, en un país adormilado, que decae desde todos los puntos de vista imaginables.

Macron es el último de una serie de liberales socialistas, que han hecho más por imponer el neoliberalismo que toda la derecha junta (la lista de las ignominias es infinita)

La evolución de la situación dependerá, ante todo, de cómo se resuelva la crisis institucional. La Constitución y el sistema político francés no prevén un resultado como éste, mucho más similar al resultado de un voto proporcional, que no permite la instauración inmediata de una mayoría y conduce así a un desplazamiento antinatural del poder del «monarca republicano» a la Asamblea Nacional. Dependerá también de la capacidad de resistencia del Nouveau Front Populaire (NFP), porque el Partido Socialista, «resucitado» únicamente en tanto que La France Insoumise (LFI) le concedió diversas circunscripciones, es el partido más problemático de la coalición. De su seno surgió Macron, de él extrajo el presidente francés a muchos de sus ministros y de él arrancó una parte del electorado, al que luego masacró regularmente una vez en el poder. Macron ha pasado de disfrutar de una mayoría absoluta a encontrarse en una situación de mayoría relativa en la que ya no es él quien reparte el juego. Su coalición se lo debe todo al «désistement», a los electores que se taparon la nariz para votarle, y sus recién elegidos representantes saben que le deben más al primer ministro Attal, que se puso inmediatamente y sin ambigüedades del lado del «frente republicano», que al «rey» del Olimpo, «Júpiter», como le llaman los franceses con desprecio, ambiguo y vacilante hasta el final sobre la cuestión.

Macron es el último de una serie de liberales socialistas, que han hecho más por imponer el neoliberalismo que toda la derecha junta (la lista de las ignominias es infinita). Hollande, expresidente de la República, uno de los peores personajes de esta tendencia socioliberal, ha sido elegido en las listas del NFP y está dispuesto a apuñalar por la espalda su programa, consistente en un moderado keynesianismo de izquierda, que resulta no obstante suficiente para hacer entrar en pánico a las clases dirigentes (pensión a los 60 años, aumento del salario mínimo el 15 por 100, supresión de legislación prevista contra los parados, etcétera). Todo ello muy lejos de la radicalidad del Front Populaire histórico, radicalidad de todos modos relativa, como ilustran las palabras de François Tosquelles, fundador del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) durante la Guerra Civil española y más tarde inventor de la psicoterapia institucional, cuando se quejaba de que mientras ellos hacían la revolución, el FP luchaba por las vacaciones pagadas. Todo ello para decir que estamos lejos de los debates y apuestas del siglo pasado.

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Pero el papel decisivo lo jugarán los movimientos. En una situación en la que la mayoría (¡si es que la hay! demasiado pronto para saberlo) del abigarrado NFP presenta un programa aborrecido por la derecha liberal y colocado bajo el fuego cruzado de los mercados y en la que RN se mantiene a la espera, pensando en sacar los correspondientes réditos de la inédita situación actual en las elecciones presidenciales de 2027, sólo una onda de lucha de clases de una enorme intensidad podrá construir las correlaciones de fuerza necesarias, que ahora penden de un hilo, para que el cuadro político se escore definitivamente a la izquierda. Únicamente la capacidad de movilización podrá imponer el programa de una coalición en la que la única fuerza que rompe con el consenso de Washington, el consenso del genocidio y del atlantismo, es LFI. Sin embargo, todo está aún en el aire, porque en realidad el NFP es tan solo una de las coaliciones posibles, lo cual apunta a que probablemente viviremos un periodo de prolongada inestabilidad institucional y política en Francia.

1. Liberalismo y fascismo

Tratemos ahora de comprender lo que se esconde bajo las fracturas producidas por las diversas olas electorales: la gran crisis del capitalismo y de los Estados occidentales, que aún no han salido de la debacle financiera de 2008 y que disponen como única solución real la guerra, la guerra civil, el genocidio. En este marco se jugará el destino del NFP y del fascismo. Tomar cierta distancia de la actualidad inmediata puede ayudarnos a leer lo que podría suceder en el medio plazo. La relación entre capitalismo, fascismo y liberalismo no es coyuntural, sino estructural. El paso del ejercicio del poder (legislativo, ejecutivo, administrativo) de los liberales a los fascistas es un clásico del siglo XX. El fascismo y el nazismo histórico fueron llevados al poder por liberales, capitalistas y banqueros, después de que el «mercado» fracasara estrepitosamente y arrastrara a las sociedades europeas a la Gran Guerra y a la guerra civil mundial. Los bolcheviques aprovecharon el momento y llevaron a cabo la Revolución Soviética, que tuvo un eco inmediato en el todo mundo y particularmente en Europa, aterrorizando a las clases dominantes, que estaban dispuestas a todo con tal de aniquilar el programa de abolición de la propiedad privada, que sigue siendo hoy el alfa y el omega del capitalismo. Keynes afirmaba que estas clases dominantes preferían extinguir el sol y las estrellas antes que ceder una pulgada de poder y perder una onza de beneficio.

Ante el colapso de la gubernamentalidad liberal y la intensificación de la guerra civil, la derecha y buena parte del estrato capitalista prefirieron entregar el poder a los nazis y los fascistas, dejando rienda suelta al uso de la violencia contra el peligro «verdadero», el bolchevismo. El neoliberalismo, que fue concebido como una alterativa al liberalismo clásico, está produciendo los mismos resultados: guerra, guerra civil, genocidio, fascismos. El neoliberalismo entró en coma en 2008 y lleva muerto ya algunos años. En Occidente, el «mercado» ya no decide nada, si es que alguna vez decidió algo. Estados Unidos toma todas las decisiones en nombre del Norte global, qué producir, dónde instalar empresas y qué consumir, además de dictar a la totalidad de sus vasallos qué exportar y a quién, qué aranceles imponer, sobre qué mercancías y sobre qué países productores. La asignación de los recursos tecnológicos es obra del Pentágono. El mercado está hoy completamente subordinado a la seguridad nacional de Estados Unidos, es decir, a su voluntad de hegemonía.

El régimen de guerra y genocidio, por un lado, y la guerra civil de expropiación de salarios, rentas y servicios públicos ganada en siglo y medio de revoluciones, por otro, exigen que se derroquen los procedimientos democráticos que siempre han estado ajustados al capitalismo

En el Sur global, el capitalismo es de Estado, por lo que el mercado está estrechamente controlado por su enemigo más acérrimo. Parece funcionar bastante bien desde el punto de vista de la acumulación. Incluso el «piloto automático» del sector financiero parece estar controlado por la política, lo cual también sucedió en Occidente durante les trente glorieuses. Me asombra que en Italia se sigan celebrando congresos universitarios en los que se discute sobre el neoliberalismo, el capital humano, el concepto de emprendedor, etcétera, como si estuviéramos todavía en las décadas de 1980 y1990 y como si estos conceptos hubieran estado realmente alguna vez operativos. Las economías de mercado han sido administradas por los Estados también bajo el denominado neoliberalismo, han sido salvadas por las monedas soberanas cuando han conocido gravísimas crisis durante el mismo y ahora han sido rescatadas por el Estado militar y por los fascismos. Para no derrumbarse, el capitalismo en su conjunto debe hacer periódicamente la guerra y recurrir periódicamente a las diversas formas de la violencia fascista.

Michel Foucault hizo circular en su momento diversas fábulas sobre el ordo liberalismo y el neoliberalismo, que incluso los intelectuales de izquierda más sutiles todavía repiten como loros. Neoliberalismo y fascismo están estrechamente vinculados, porque el segundo ha sido, a principios de la década de 1970, la condición del primero. De nuevo, no es el mercado, ni los empresarios, quienes bombardearon la Moneda y asesinan a Allende, no fueron ellos quienes masacraron a miles de militantes socialistas y comunistas en toda América Latina y obligaron a exiliarse a otros tantos, sino la alianza entre los fascistas y el poder soberano de Estados Unidos. La convergencia primordial entre fascismo y neoliberalismo en la organización de la guerra civil, ausente de la reconstrucción de Foucault y de sus seguidores[1], se reproduce hoy, en el ocaso de la gubernamentalidad liberal. Para comprender cómo se repite de nuevo hoy esta convergencia es necesario considerar otras formas de ejercicio del poder, en primer lugar la acumulación de capital. Con el inicio de la contrarrevolución los fascistas fueron inmediatamente sacados de las cloacas. Se elimina la «obligación» de declararse antifascista para ser admitido en el establishment, porque ahora la estrategia elegida no prevé ninguna mediación, porque se pasa a la confrontación de clases, a la «guerra civil», bien clandestina, bien abierta, intensificando el racismo y el sexismo con la tarea de dividir al proletariado. La alianza liberal-fascista ya fue institucionalizada por Berlusconi (1992) hace más de treinta años. Su primer gobierno reúne a derechistas liberales y a fascistas. Uno de ellos dirigirá la carnicería de Génova en 2001. La legitimidad electoral del bloque de intereses económico-financieros nacionales y globales que representa Macron ha saltado por los aires con las elecciones europeas. Con el voto del 7 por 100 de los electores obtenido por el actual presidente francés, su gobierno, que ha hecho de Francia un país «business friendly», carece de toda credibilidad y de toda solidez. La gubernamentalidad neoliberal, ya muy erosionada por la crisis de 2008, se ha visto deslegitimada por la sucesión de movimientos políticos en Francia mencionado en el exordio de este artículo (luchas contra la reforma del Código de Trabajo, gilets jaunes, lucha por las pensiones, revuelta de las banlieues). Esta es la causa principal del desgaste de la gubernamentalidad macroniana, que han registrado las elecciones. El régimen de guerra y genocidio, por un lado, y la guerra civil de expropiación de salarios, rentas y servicios públicos ganada en siglo y medio de revoluciones, por otro, exigen que se derroquen los procedimientos democráticos que siempre han estado ajustados al capitalismo.

La situación carece, sin embargo, del dramatismo de la primera mitad del siglo XX: ningún peligro «bolchevique» en el horizonte. Macron piensa, quizá, que aún no ha llegado el momento de entregar el poder, aunque dudó durante mucho tiempo, como muchos otros dirigentes de derecha, antes de unirse al bloque republicano contra el fascismo. Es su primer ministro, quien le ha forzado a hacerlo. No hay nada que esperar de alguien que abrió las puertas a RN, incorporando prácticamente todas sus consignas y aplicando al mismo tiempo una de las políticas de clase más feroces que se han visto en Europa. La «descarga» [barrage] que todos estos actores ansiaban era en verdad la dirigida contra el NFP. Cuando han comprendido que podían recuperar el terreno perdido aupándose sobre sus espaldas, entonces este estrato de la derecha capitaneado por Macron se ha unido al mencionado frente republicano. Conviene no olvidar, por otro lado, que los electores del NFP han votado masivamente, a diferencia de los votantes de derecha, respetando la regla del «désistement» [desestimiento], esto es, abonando la lucha electoral en la segunda vuelta del pasado 7 de julio, cuando no eran los segundos candidatos de su circunscripción y otro perteneciente al denominado frente republicano se hallaba mejor situado en la misma.

2. ¿Guerra civil?

Durante la brevísima campaña electoral de las últimas elecciones legislativas francesas del 30 de junio y el 7 de julio pasados, Macron habló del peligro de guerra civil, si los «extremos», esto es, RN y LFI, ganaban las elecciones y el Elíseo organizó una filtración sobre el posible uso del Artículo 16 de la Constitución francesa, que otorga plenos poderes al presidente (dictadura presidencial). Estas dos observaciones son muy interesantes. La intensificación de la iniciativa capitalista tras la crisis financiera, cuyo objetivo era hacérsela pagar a las clases trabajadoras, fue manejada por Macron en forma de guerra civil. La estrategia elegida ha sido llevar hasta el final la consigna de la contrarrevolución: ni mediación, ni compromiso, ni diálogo, razón por la cual la única fuerza capaz de hacer frente a los conflictos ha sido la policía. Muchos compañeros se asombran por el uso del término «guerra civil», que sólo pueden entender, almas buenas, como si respondiera a su uso metafórico. El problema de estos compañeros es grave: tienen una concepción «eurocéntrica» del ejercicio del poder, como toda la filosofía política y la politología occidentales. El juicio sobre el poder debe poner al mismo nivel su ejercicio dentro y fuera de las fronteras de la Francia metropolitana, porque el nivel del uso de la violencia y de los dispositivos y técnicas utilizados para aplicarla son diferentes, pero se trata del mismo poder, manejado por los mismos hombres y mujeres. Macron utiliza la gran violencia colonial clásica en Kanakie/Nueva Caledonia (9 muertos y 1675 detenidos en los disturbios de mayo de este año), en África (donde la eliminación física de los enemigos es una práctica común) y en gran parte de los Departamentos y Territorios de Ultramar, y una violencia más «democrática» en la metrópoli. Es el mismo poder el que hace uso de la guerra civil abierta en las colonias y de la «guerra civil lenta», que es como Marx define la lucha de la clase obrera por la jornada laboral en el capítulo 8 de El capital, en la metrópoli. «Guerra civil lenta, más o menos velada», porque no está concentrada en el espacio y en el tiempo como la primera. Pero si fuera necesario, estas clases dirigentes estarían más que dispuestas a reproducir la masacre de la Comuna. Si estallasen los dispositivos materiales y simbólicos de integración del proletariado del Norte global, no tendrían escrúpulo alguno en utilizar esos mismos niveles de violencia, como no tienen problema en financiar, armar y legitimar el genocidio en curso en Palestina.

Parece imposible, pero se siguen escribiendo análisis sobre la situación política francesa que son terriblemente franco-franceses, incluso cuando Francia se halla completamente inmersa en una guerra mundial y civil

Macron ha gobernado desde el principio de su mandato a través de la policía, cuya violencia no ha dejado de crecer hasta niveles preocupantes con los gilets jaunes. Las leyes de excepción aprobadas tras los atentados perpetrados en París en 2015 se integraron en el derecho común y fueron ampliamente utilizadas por los prefectos contra las luchas que se oponían al aumento de la edad de jubilación.
El uso de la policía como modo de «gobierno» pone en evidencia que la situación se ha vuelto ahora permanentemente inestable, que es «excepcional», porque es impredecible, que es difícil de estabilizar, porque está continuamente abierta a relaciones de poder cambiantes y se halla en continuo peligro de escaparse de las manos de los poderes constituidos. La distinción entre normalidad y emergencia no se sostiene desde que en el siglo XX la diferencia entre paz y guerra dio paso a su recíproca contaminación. La policía es la fuerza más adecuada para intervenir, cuando normalidad y excepción, guerra y paz se confunden. Walter Benjamin nos recuerda que la policía, al reprimir, no se limita a aplicar la ley, sino que la crea por su propia acción precisamente en su choque con la lucha de clases. La policía no es sólo un poder que preserva el derecho, sino también un poder que lo funda. Es un poder constituyente en acción, es el estado de excepción en acción, es la guerra civil en acción. «La violencia policial es la fundadora del derecho, no promulga leyes, pero dicta todo tipo de decretos [...] así, “para garantizar la seguridad” interviene en innumerables casos en los que la situación jurídica no está clara». El poder que establece el derecho (excepción) y el poder que lo preserva (leyes) se confunden en el mismo acto, no hay oposición entre poder constituyente y poder constituido en la práctica del poder. Únicamente así es posible controlar una guerra civil que, aunque «lenta», socava continuamente la estabilidad y el funcionamiento del poder y amenaza con acelerarse. El poder hace un uso constante y sistemático de la policía, porque interviene en situaciones de incertidumbre, que no pueden ser previstas por el poder legislativo, ejerciendo una violencia que es a la vez instituyente e instituida.

En la continua reproducción de la crisis, el orden no está garantizado, sino que debe ser construido, reconstruido y legitimado sin conocer pausa alguna, porque, aun a falta de subjetividades revolucionarias, no consigue estabilizar las relaciones de fuerza entre las clases, porque el poder no consigue encerrarlas bajo su mando. Al contrario, las clases dominantes corren continuamente el riesgo de que las clases dominadas presenten su rostro revolucionario y subversivo. Esto es exactamente lo que ocurrió con los gilets jaunes y la sucesión de luchas en Francia. Pero también el poder de las clases dominantes occidentales es un poder minado por las relaciones de fuerza internacionales, que han colocado a Occidente a la defensiva, presa del pánico ante el declive de su hegemonía y, por lo tanto, dispuesto a desencadenar toda la violencia necesaria y posible para remediarlo.

Parece imposible, pero se siguen escribiendo análisis sobre la situación política francesa que son terriblemente franco-franceses, incluso cuando Francia se halla completamente inmersa en una guerra mundial y civil. Francia, como todo Occidente, está en realidad dos veces en guerra: la primera, la libra contra Rusia (en realidad, contra China, que amenaza su supremacía) y la segunda contra los palestinos (en realidad, contra el proletariado del Gran Sur), mientras los países occidentales se hallan atravesados, al mismo tiempo, por «guerras civiles» «lentas» que están deviniendo dinámicas, sobre todo en Estados Unidos. Francia envía armas a Israel y legitima el genocidio, mientras amenaza con enviar tropas a suelo ucraniano. El genocidio palestino ha planeado continuamente sobre la campaña, porque su principal argumento para criminalizar a quienes se oponen a la masacre en curso, el antisemitismo, ha sido machacado por todos los medios consensuadamente unificados contra LFI, fuerza política convertida en la imagen de un «peligro rojo» inexistente. RN, «ontológicamente» antisemita, ha sido legitimado en cambio como antirracista. Sin embargo, la Operación Corbyn fracasó y las protestas contra el genocidio perpetrado en Gaza han demostrado en el Reino Unido un vigor sin parangón.

Es importante cómo se juzga la fase, porque de ello depende la acción política. Me parece que podemos decir sin temor a equivocarnos que nos encontramos inmersos en una superposición de guerras, guerras civiles, genocidios y ascenso de los fascismos, que dificultan las previsiones, las anticipaciones y los cálculos «estratégicos» (incluidos los económicos), de modo que las clases dirigentes optan tendencialmente por confiar a la extrema derecha el restablecimiento del orden y de la autoridad para de este modo garantizarse un mínimo de certidumbre. En un régimen de guerra (y también de guerra civil «lenta») la visibilidad es mínima, la dirección correcta no emerge fácilmente de la situación yla elección es vacilante: «Reconocemos que es mucho más difícil orientarse en la guerra que en cualquier otro fenómeno social, porque esta implica menos certezas y, por consiguiente, el cuadro se remite de modo creciente a una cuestión de probabilidad». Los círculos económicos franceses han hecho saber tras las elecciones legislativas pasadas, que quieren «estabilidad y visibilidad», es decir, orden, orden, orden. Su opción será la de quien mejor se lo asegure. La cita anterior, que corresponde al presidente Mao, es sin duda una reflexión sobre un texto de Clausewitz, que vale la pena citar, porque nos ofrece una imagen útil de lo que es la crisis en curso que vivimos desde que se lanzó la contrarrevolución a principios de la década de 1970, cuya consigna, que se precisó gradualmente, ha sido «no hay mediación», lo cual implica una lógica de guerra (civil).

La guerra es el dominio del azar. Ninguna otra esfera de la actividad humana se halla en contacto tan permanente con el «azar». Éste acentúa la incertidumbre en todas las circunstancias y entorpece el curso de los acontecimientos. A causa de la incertidumbre de toda información, de la falta de base sólida y de las intervenciones constantes del azar, el sujeto que actúa se encuentra continuamente ante realidades diferentes de las que esperaba [...] las tres cuartas partes de los elementos en los que se basa la acción permanecen en la niebla de una incertidumbre más o menos grande.

En esta situación que hace imposible la facultad de calcular (desde innumerables puntos de vista, pero también del punto de vista económico y político), los «gobiernos democráticos» muestran todos sus límites y entonces la policía y los fascistas se vuelven indispensables. La relación entre Estado y fascismo, entre Estado y dictadura, está inscrita en el funcionamiento del primero. Para comprenderlo, quizá sea útil remitirse a la teoría del «doble Estado» de Ernst Fraenkel, elaborada a partir del funcionamiento del Estado nazi. El nazismo no se limitó a introducir y perpetuar el estado de excepción, como parece creer Agamben, que deja de lado por completo el poder y el papel que desempeñó el capitalismo durante este periodo. Junto al estado de excepción siguió funcionando lo que Ernst Fraenkel denomina el «Estado normativo», el Estado de las leyes. La teoría de Fraenkel puede resumirse diciendo que en el seno del Estado coexisten varios Estados. El Estado nazi funcionaba sobre la base de dos regímenes político-jurídicos diferentes: un régimen «normativo», que garantizaba la regulación jurídica de los contratos, las inversiones, la propiedad privada, al tiempo que aseguraba la prestación de servicios de todo tipo a la población alemana, y un régimen caracterizado por la discrecionalidad y el excepcionalismo, un poder arbitrario capaz de desplegar una gran violencia, que privaba de sus derechos a una parte de la población (judíos, socialistas, comunistas, sindicalistas revolucionarios, personas con diversidad funcional, homosexuales, etcétera). Esta doble organización del Estado (Estado administrativo y Estado soberano) nunca fue característica únicamente del Estado nazi. La Constitución francesa está construida de acuerdo con este modelo, otorgando un gran espacio a la decisión incuestionable del monarca republicano. Desde sus orígenes, el Estado occidental se ha organizado según este dualismo. Durante mucho tiempo, el régimen soberano con todas sus prerrogativas (el rey tiene la «prerrogativa» de poder actuar contra la ley vigente) se ejerció, en su forma más pura, en las colonias y el régimen reglamentario en la Francia metropolitana. Durante la insurrección de 1848 la violencia soberana se trasladó de las colonias, donde se ejercía sin límites, a la metrópoli, para sofocar (¡cometiendo una masacre!) la revuelta gracias al ejército colonial. Toda la tradición liberal considera que el Estado de derecho sólo puede existir y fundarse en este poder soberano absoluto (Tocqueville, por ejemplo, consideraba necesarias la dictadura para los musulmanes de Argelia y la democracia para los franceses, pero la segunda no podía existir sin la primera). En la Constitución francesa, estos dos regímenes están claramente enunciados. El Artículo 16, mencionado durante la campaña electoral, que otorga plenos poderes al presidente (copia exacta del Artículo 48 de la Constitución de la República de Weimar) afirma el fundamento no democrático del poder. El Estado contiene en sí mismo la realidad de la dictadura, de la arbitrariedad, del despotismo, no debe buscarlos fuera de sí mismo. (El Tribunal Supremo de Estados Unidos afirmó recientemente esta verdad: el presidente está por encima de las leyes).

Del mismo modo, la economía capitalista tiene la tendencia irresistible a deshacerse de la democracia. Hans Jünger Krahl, conocido en Italia no por su contribución política mayor, precisa la diferencia entre el capitalismo contemporáneo y el capitalismo del siglo XIX: «La tendencia señalada por Marx de un desarrollo capitalista favorable al socialismo era válida para el capitalismo competitivo». El capital monopolista y el imperialismo ya no desarrollan «una tendencia al socialismo, sino, en todo caso, a la barbarie fascista». Razones estructurales presiden la complicidad del capitalismo, el fascismo y la guerra. La configuración del voto ha mostrado una fuerte resistencia contra el fascismo, pero también contra el macronismo. La intensificación de la crisis, el choque bélico en curso, la profundización del racismo, el sexismo, la probable estabilización de RN como primer partido («popular» al fin y al cabo), serán el telón de fondo de la lucha institucional durante los próximos meses. La gran determinación mostrada por las luchas de los últimos años y el vigor mostrado por las mismas durante este último mes en el terreno electoral, también deja el camino abierto para la intensificación de la «guerra civil», que Macron ha practicado sin escrúpulos desde el inicio de su mandato en un impresionante crescendo.

3. Más allá del concepto de desigualdad

La estrategia de concentración de la riqueza en manos de unos pocos y del empobrecimiento de la mayoría continúa y con las guerras se profundiza de modo todavía más intenso. La situación ya no puede caracterizarse por el concepto «desigualdad», ¡porque el sistema se desliza más allá del mismo! El Estado de derecho y la democracia se muestran impotentes ante esta mutación ulterior del capitalismo y construyen, por el contrario, obstáculos que hay que eliminar. La democracia, el Estado de derecho, contrariamente a la ideología dominante, parecen cada vez menos compatibles con el capitalismo. En esta actualidad ocupada por las guerras, por el genocidio y por el fascismo, una noticia parece haber escapado a la atención de la mayoría, si bien constituye, por el contrario, un síntoma importante de la evolución del capitalismo, la otra cara en realidad de la situación de enorme violencia que estamos viviendo. Un empresario, Elon Musk, director general de Tesla, exigió y recibió una remuneración anual de 56 millardos de dólares. En el viejo capitalismo industrial, que todavía regía en la década de 1950, la relación entre el salario de un obrero y la remuneración del propietario de la empresa conocía un ratio máximo de 1 a 20. En la década de 1980, de 1 a 42. En la década de 2000, el ratio había alcanzado la proporción de 1 a 120, y así sucesivamente hasta llegar a los 56 millardos actuales percibidos por Elon Musk. En este caso, sin embargo, la diferencia es asombrosa, la cantidad se convierte en calidad. Las dos realidades son inconmensurables. Los términos de la relación no determinan ninguna relación, ni siquiera se trata de la misma humanidad a ambos lados de esta, se trata de dos «razas» diferentes, de seres humanos heterogéneos. La relación no tiene sentido, no responde a ninguna «racionalidad» económica, como todavía pretendía el capitalismo de hace cincuenta años al optar por su horquilla de retribuciones. La «no relación» es lo que siempre ha definido la situación colonial. Esta relación, que carece de toda legitimidad económica, que constituye una pura relación de poder, se ha instalado también en los países del Norte global.

Cabría preguntarse si esto sigue siendo capitalismo o si en realidad estamos en presencia de un nuevo tipo de aristocracia, que impone el pago de rentas a los señores, cuya legitimidad radica únicamente en la arbitrariedad de un poder absoluto, que no necesita la ridícula legitimidad avanzada por el presidente de Tesla, Robyn Denholm. En una carta dirigida a los accionistas de la compañía, explicaba que el «sueldo» percibido por Elon sirve «para mantener su atención y motivarle para que se centre en lograr un crecimiento asombroso para nuestra empresa». Musk «no es un directivo típico» y para motivarle «se necesita algo diferente». 56 millardos de dólares es una simple renta, que implica una concepción de la sociedad donde una minúscula aristocracia reina sobre una masa (¿plebe? ¿populacho? ¿turba?), que comparte la miseria, produciendo una sobreabundancia de jerarquías entre los pobres. Lo que parece una extraña excepción de un empresario estrafalario se está encarnando ahora en Argentina, donde Milei tiene como punto de referencia a este capitalismo y a estos capitalistas. Allí donde nació el neoliberalismo en la década de 1970, el capitalismo sufre una nueva mutación: la voluntad política es imponer la dictadura incondicional de la propiedad privada, la privatización de la totalidad de las relaciones sociales. Distopía que ya ni siquiera precisa del terror del golpe de Estado. Las correlaciones de fuerza que la composición de clase actual logra imponer son tan débiles, tan desequilibradas a favor del «capital», que basta con exhibir una motosierra y actuar en algunos conciertos, para imponerse electoralmente y llegar al poder. Cuando Milei grita «libertad, libertad», la explicación de este eslogan hay que buscarla en Peter Thiel, multimillonario y cofundador de PayPal: «Ya no creo que libertad y democracia sean compatibles». La democracia tiene un origen completamente distinto del capitalismo, es la expresión de la irrupción de las masas en la historia y de su deseo de justicia e igualdad. Únicamente la lucha de clases civiliza el capitalismo, que de por sí no tiene nada de democrático ni de progresista. El poder que se ejerce en la empresa, que constituye su modelo de poder, es despótico a pesar de todas las teorías de gestión, que intentan disfrazarlo presumiendo de «participación».

Además de Musk, otros multimillonarios (Murdoch, por ejemplo, y el propio Thiel) están financiando y haciendo campaña activa para la reelección de Trump. Aquí encontramos otra razón para la existencia del fascismo, económica esta vez, una verdad confirmada por el funcionamiento de una economía contraria a la clase obrera durante las dictaduras de Mussolini o Hitler. Después de todo, la agenda de la contrarrevolución ya había sido escrita en la década de 1970 por la crítica de la democracia llevada a cabo por la Comisión Trilateral. Lo que quiere Milei (pero es exactamente el proyecto de Macron, de Draghi, de la Unión Europea, etcétera) está muy bien expresado por estos multimillonarios trumpianos: volver a antes del New Deal, a antes del Estado del bienestar, es decir, a antes de la Revolución Soviética, pero también antes de la Revolución Francesa (un sueño de los ordoliberales alemanes, nostalgia de cuando regía el «orden» de los estamentos). En efecto, prosigue Thiel: «La década de 1920 fue la última década de la historia estadounidense en la que se podía ser realmente optimista en política. Desde 1920, el gran aumento de los beneficiarios de las políticas de bienestar social y la extensión del derecho de voto a las mujeres han convertido la noción de “democracia capitalista” en un oxímoron».

En Francia, el Estado, en lugar de ser el principal enemigo del mercado, proporciona una auténtica renta a las empresas a través del sistema fiscal, pero sobre todo a través de las ayudas públicas concedidas a las mismas: 230 millardos anuales de los que no tienen que rendir cuentas, un privilegio concedido por el «monarca republicano». La destrucción del modelo social tiene como objetivo fundamental transferir los recursos de los hospitales, las escuelas, los seguros sociales, etcétera, a los ricos y a los nuevos empresarios/rentistas.

En Italia se ha votado la Ley sobre la «autonomía diferenciada», que prevé un tratamiento diferenciado de los servicios públicos prestados a los ciudadanos italianos según residan en una región rica o en una región pobre, lo cual se consigue mediante la introducción de regímenes fiscales y de financiación diferenciados, precisamente. Lo que está garantizado para todos es lo «esencial», es decir, la prestación de unos servicios públicos cada vez más mediocres y una salud de «excelencia», por ejemplo, en las regiones ricas, asegurada por el sector privado. La igualdad está siempre ligada a la lucha de clases, a la revolución, mientras que el liberalismo se basa en la «diferencia» (de riqueza y de propiedad). Todos estos comportamientos no pueden explicarse aduciendo el funcionamiento de los dispositivos biopolíticos más sofisticados, porque estos últimos separan el poder del capital, la apropiación de la propiedad privada, la dominación del «trabajo», lo cual es imposible y suicida en el capitalismo. Es imposible separar las relaciones de producción de las relaciones de poder y éstas últimas parecen indiferentes a la modernidad y al progreso, al avance de la ciencia y de la tecnología. La fantasmagórica y fantasmática narración de los nuevos capitalismos (cognitivo, bio, neuronal, etcétera) termina en el negro-marrón del fascismo, de la guerra y del genocidio. Es preciso tomarse muy en serio este fenómeno «argentino»/Silicon Valley, porque se trata de la nueva cara del fascismo contemporáneo. No proviene del fascismo histórico, como sucede en los casos de Meloni en Italia o de Le Pen en Francia, sino de las vanguardias más avanzadas de la investigación tecnológica y de las tecnologías financieras.

Frente a la hipermodernidad, debemos seguir utilizando el «viejo» análisis de Marx contenido en el Manifiesto comunista. El problema político sigue siendo la propiedad privada y el objetivo revolucionario continúa siendo su abolición. En torno a su conservación y a la lucha contra su abolición cristalizan todos los fascismos, todas las reacciones, todas las guerras y todos los genocidios. Cualquiera que sea el centro de la acción política privilegiada, sea este la ecología, el feminismo o el racismo, pensar en iniciar el camino de liberación, de ruptura, de resistencia, sin cuestionar la propiedad es una ingenuidad, que se mide por la gran violencia que el poder ejerce cuando sus privilegios se ponen en tela de juicio. Y el privilegio de los privilegios es la propiedad (del trabajo de otro o de otra, de la naturaleza, de otros seres humanos). Un pálido sustituto de la lucha marxiana por la abolición de la propiedad privada se encuentra en la inofensiva teoría de los «comunes», que parece ignorar que su condición de practicabilidad es la violenta «expropiación de los expropiadores». No nos hemos movido un centímetro desde el Manifiesto comunista. O dicho con mayor exactitud, el capitalismo sigue siendo fiel al primer «derecho humano» que reconoce: el derecho de ser propietario. El racismo clásico, que constituye uno los fundamentos del fascismo, ha mutado en un fascismo cultural, que se alía a la perfección con el racismo del darwinismo social de los fascio-capitalistas de Silicon Valley. Conjuntamente, ellos hacen la democracia superflua.

4. Lucha de clases sin clase, lucha de clases sin revolución

El proceso principal, del que dependerá el resultado del actual choque institucional, sigue siendo la lucha de clases. Mucho dependerá de la capacidad de darle continuidad y radicalidad. Francia ha vivido una sucesión de luchas impresionantes durante el mandato de Macron, como hemos mencionado, cuyo objetivo era oponerse a las reformas que, en la cabeza de Júpiter, debían concluir la expropiación de los salarios y las rentas conquistadas en el siglo anterior, transfiriendo enormes riquezas de muchos a pocos. Todas estas luchas fueron, más o menos derrotadas, mientras que el poder neocolonial francés fue derrotado repetidamente en África y tuvo que recurrir a la violencia para mantenerse en Kanakie/Nueva Caledonia. Sobre las causas de la derrota de estas luchas, que se perpetúa desde hace décadas, sobre el sentimiento de impotencia que ello provoca, pero también sobre las victorias que por el momento toman la forma de crisis institucional y éxito electoral, sería necesario abrir un debate. La coyuntura actual parece asemejarse, con las debidas diferencias, a la situación que se determinó al final del capitalismo competitivo, que desembocó en la Primera Guerra Mundial: guerra, guerra civil, lucha de clases y revolución. Lo que falta hoy en comparación con lo sucedido hace un siglo son la clase y la revolución. El debate sobre la debilidad (pero también sobre sus raros momentos de fuerza) de la actual composición de clase, carente de estas dos armas, debe abordar cuestiones difíciles pero decisivas: cuáles podrían ser hoy los conceptos de clase y de revolución.

Está claro que sólo una consolidación de la lucha de clases expresada a través de la organización de su fuerza, solo la capacidad de determinar líneas de fractura radicales, podrá eliminar la «sursis», que aún nos amenaza, y derrotar la alianza siempre presente entre liberales, capitalistas y fascistas

Las formidables luchas francesas tuvieron lugar sin la clase, donde por «clase» no entiendo un grupo social homogéneo con intereses comunes que determinan mecánicamente el comportamiento político. La clase no tiene una existencia sociológica, sino política. La clase es el resultado de la lucha de clases.

El historiador marxista E. P. Thompson plantea correctamente los términos de la cuestión utilizando la metáfora de la máquina y sugiriendo, entre otras cosas, que la clase, incluso la clase obrera, siempre ha sido no identidad, sino multiplicidad:

Los sociólogos que han parado la máquina del tiempo y han bajado a la sala de máquinas a observar cómo estaban las cosas, nos dicen que no han conseguido identificar y clasificar una clase. Solo encuentran una multitud de personas con diferentes ocupaciones, ingresos, jerarquías de estatus y demás factores. Por supuesto que tienen razón al respecto, porque la clase no es esta o aquella parte de la máquina, sino la forma en que la máquina funciona una vez que se pone en marcha, no este o aquel interés, sino la fricción de intereses, el movimiento en sí, el calor, el ruido atronador. La clase es una formación social y cultural (que a menudo encuentra una expresión institucional), que no puede definirse de forma abstracta o aislada, sino sólo en términos de su relación con otras clases; y, en última instancia, sólo puede definirse a lo largo del tiempo, es decir, acción y reacción, cambio y conflicto. Cuando hablamos de una clase, estamos pensando en un conjunto de personas definidas de forma muy vaga que comparten el mismo conjunto de intereses, de experiencias sociales, de tradiciones y de sistemas de valores, que tienen la predisposición a comportarse como una clase, a definirse en sus acciones y conciencia en relación con otros grupos de personas de modo clasista. But class itself is not a thing, it is a happening.

¿Cómo traducir esta última frase? Pero, ¿la clase en sí no es una cosa, es un acontecimiento? ¿Lo que sucede? ¿Lo que se hace a lo largo del tiempo? ¿Lo que se construye a través de estrategias, que surgen del enfrentamiento con el enemigo? La clase no debe interpretarse como un proceso de totalización, ni como un dispositivo de reducción de la multiplicidad. La clase tampoco es la representación política de un grupo sociológicamente definido (los trabajadores). La clase es la organización, siempre provisional, siempre en formación, siempre en devenir, de una multiplicidad que en la polarización inventa las armas (organización y formas de lucha) para defenderse y atacar al enemigo común. Si la multiplicidad, hoy como ayer, es una realidad ineludible de la acción política, igualmente lo es el dualismo.
El fascismo nos obliga a reconocer que el problema no puede eludirse, ni siquiera electoralmente. Para oponerse al inminente peligro fascista, se ha producido una carrera hacia el «frente», es decir, hacia una polarización en torno a la cual pueden componerse diferentes puntos de vista: una multiplicidad de partidos actúa dentro de la polarización expresada en el sistema de la constitución formal. La multiplicidad/dualismo de movimientos que actúan en la constitución material del capitalismo es una ecuación más difícil de resolver. No debemos hacernos ilusiones: no hay alternativa a la polarización, porque el poder, él sí, es excluyente y totalizador. Éxodo, fuga, deserción, cerco, etcétera son palabras que no muerden lo real, que no determinan las relaciones de poder. La clase, o como se la quiera llamar, no es una convergencia genérica de luchas o una intersección irénica de movimientos, ni una colección de formas de vida, ni un ensamblaje acumulativo de relaciones consigo misma. La clase se forma en la relación/conflicto con otras clases, con el Estado, pero hoy, también en la relación con la guerra, con la guerra civil, con el genocidio, con el nuevo fascismo. Es el resultado de la acción estratégica: «acción y reacción», que se producen a lo largo del tiempo y en las que se trata de aprovechar la «oportunidad» presente en el seno de las situaciones determinadas por el «azar de las luchas» para atacar o defenderse.

El capitalismo (Estado/capital) ha ganado y sigue ganando, porque siempre ha practicado la lucha de clases, es decir, porque siempre impone dualismos (de explotación, dominación, propiedad) a los que la multiplicidad de movimientos no logra oponer una fuerza adecuada, porque en lugar de imponer polarizaciones (rupturas, revoluciones) capaces de definir al enemigo (a lo que se ve obligado cuando está a las puertas del poder, con prisas), las sufre. La clase se constituye y actúa en un marco determinado por las relaciones de fuerza. Hoy el marco se llama guerra, guerra civil, fascismo. Sólo en el seno de estas relaciones puede construirse una fuerza política. La clase no tiene una identidad definida de una vez por todas, evoluciona a medida que cambia la situación. Todo cambio registrado en las relaciones de fuerza la reconfigura. Léase «movimientos» en lugar de «grupos» en esta otra lúcida afirmación de Thompson.

Pero en términos de tamaño y fuerza estos grupos siempre están creciendo o decreciendo, su conciencia de la identidad de clase es resplandeciente o apenas visible, sus instituciones son agresivas o simplemente se mantienen por costumbre [...]. La política a menudo se ocupa precisamente de esto: ¿cómo se producirá la división en clases, dónde se trazará la línea? Y su trazado no es (como el pronombre impersonal incita a la mente a aceptar) una cuestión de voluntad consciente –o incluso inconsciente– de «eso» (la clase), sino el resultado de habilidades políticas y culturales. Reducir la clase a una identidad es olvidar exactamente dónde reside la acción, que no es en la clase, sino en los seres humanos.

Estos hombres y mujeres han sido los revolucionarios durante el último siglo y medio, porque fueron capaces de «trazar líneas de demarcación». Sin embargo, desde finales de la década de 1970, el pensamiento crítico nos ha incitado a abandonar el dualismo de la lucha de clases, separándola de las acciones micropolíticas, privilegiando la producción de subjetividad, la relación con uno mismo, las formas de vida, de modo que ya no somos capaces de anticipar o combatir los dualismos de la guerra, de la guerra civil, del genocidio y de los nuevos fascismos. Esperemos que el peligro fascista haya hecho comprender a todo el mundo que las diferencias, las multiplicidades, en cuanto tales son impotentes si no pueden determinar instrumentos para actuar en el seno de la lucha de clases, es decir, en el choque macropolítico. El término clase puede cambiarse, lo que es importante mantener es el rechazo a cerrar su proceso de composición, es el rechazo a imponerle una identidad (¡qué es lo que le ha sucedido a la clase obrera!). El proceso de su formación depende de la evolución de su composición y de sus luchas, pero también de acontecimientos «externos» como la guerra. Esta ha sido un momento dirimente desde que el capitalismo se convirtió en imperialismo y monopolio. El voto a favor de los créditos de guerra de la socialdemocracia alemana y europea en 1914 la situó para siempre del lado del Estado y del capital y provocó un profundo cambio en el concepto de clase. La revolución ha actuado del mismo modo, discriminando dentro del proletariado, esculpiendo nuevos contornos a las clases. Ahora la revolución parece haber desaparecido, pero esto no es nada nuevo. Durante mucho tiempo la lucha de clases tuvo lugar sin clase y sin revolución. Revueltas heroicas, pero las primeras victorias proletarias, las primeras insurrecciones que no fueron seguidas de la masacre de los insurrectos, se produjeron cuando la lucha de clases pasó de la guerra civil «lenta» a la organización del choque concentrado en el tiempo y en el espacio, es decir, a la revolución. Todas las conquistas de los últimos ciento cincuenta años son el resultado de la amenaza de la revolución, que pende como la espada de Damocles sobre las cabezas de las clases dominantes, que sólo entienden de relaciones de fuerza, que sólo se doblegan ante el uso de una fuerza comparable a la suya o superior. Incluso la socialdemocracia sólo es posible cuando la revolución está en marcha o es factible. Está claro que sólo una consolidación de la lucha de clases expresada a través de la organización de su fuerza, solo la capacidad de determinar líneas de fractura radicales, podrá eliminar la «sursis», que aún nos amenaza, y derrotar la alianza siempre presente entre liberales, capitalistas y fascistas.


[1] Pierre Dardot y Christian Laval, después de haber escrito 500 páginas sobre el neoliberalismo siguiendo completamente las indicaciones de Foucault (La nouvelle raison du monde: Essai sur la société néolibérale, 2009; La nueva razón del mundo, 2013), fueron reprochados por el primer latinoamericano con el que se cruzaron por haber cancelado del nacimiento de aquel las sangrientas guerras civiles que le acompañaron. Al igual que su maestro Foucault, no sólo adoptaron un punto de vista eurocéntrico, sino que sembraron la confusión, aún hoy vigente, al identificar capitalismo y neoliberalismo. En su libro Le choix de la guerre civile: Une autre histoire du néolibéralisme (2021) intentan poner un parche, que es llamativamente peor que el agujero, ya que rechazan el «concepto de guerra civil mundial», que es la diferencia específica que introduce el imperialismo del siglo XX. Una vez más siguen a Foucault, cuya definición de guerra civil se limita al siglo XIX e ignora el salto dado por el capitalismo, el Estado (guerra mundial total e imperialismo) y la lucha de clases (guerra civil mundial). Siguen hablando de neoliberalismo, cuando la gobernanza se ha vuelto «fascista» y de guerra.

Recomendamos leer: Martin Barnay, «¿Gaucho-lepenisme?»; Serge Halimi, «Victoria aplazada de la izquierda francesa», Sidecar/El Salto, y «La situación de Francia», NLR 144; y Sandro Mezzadra, Carlo Vercellone et al., «Sin luchas no hay Frete Popular», Diario Red.