El día que Saramago nos llevó a conocer el mar

He venido a hablar de un amigo. De esos con los que te ves envejeciendo, hablando de la Divina Comedia o de la última de los hermanos Coen mirando al mar o pescando en un río

Esta vez no voy a hablar de Gaza, ni de las oportunidades perdidas como civilización, ni siquiera del engañabobos que es el PSOE, tampoco del marcapasos de Biden o de las cunetas que nos sitúan a la cabeza en Eurovisión y segundos en Miss Universo de las fosas.

He venido a hablar de amistad. He venido a hablar de un amigo. De esos con los que te ves envejeciendo, hablando de la Divina Comedia o de la última de los hermanos Coen mirando al mar o pescando en un río.

Decir amigo.

Yo siempre me fijo en las madres y padres de las personas que se asoman y hacen el amago de quedarse (de una manera u otra) en mi vida.

El padre de este amigo jugó de central en Boca Juniors. El mío podría haber jugado de wing derecho en el Huracán del 73. Se podrían haber enfrentado en La Bombonera o en El Palacio. Y al final del partido seguro que se hubieran intercambiado la remera (la camiseta).

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Cada vez que hablamos de nuestros padres nos reconocemos en ellos. Y os podría decir incluso que me reconozco en cosas que hacía el padre de mi amigo. Le llamaban Pino, Pinocho. Debió ser alguien muy excepcional.

Y estoy seguro que era más fácil hacer planes con él que con su hijo.

—Igual puedo ir, todavía no lo sé, mañana te digo algo—, te responde cuando le invitas a asar unos corderos.

Y mañana antes del pitido final aparecerá ufano por la banda para decir mientras se ajusta una vez más las gafas (los lentes, los anteojos) : —Al final no puedo ir convocado, gracias.

Pero le quieres igual.

Nuestros padres eran libros abiertos, gente generosa por naturaleza. De esos que tenían las puertas de casa abiertas de par en par para compartir un asado, una sardinada, una chuletada o simplemente una partida de truco (o mus).

Charlar hasta las tantas para intentar arreglar el mundo. ¡Qué menos!

Mi amigo y yo nos acordamos también de nuestras madres. Otras dos cracks.

Nunca hubieran desafinado en la Filarmónica de Berlín. Eran y son pura poesía andante. Desde Rosario a La Costanilla de los Ángeles.

La noche que mi madre estaba entrando en paliativos, la noche que se estaba apagando como la vela de su barco, mi amigo me hizo una acuarela de alguien muy especial.

Yo no sabía quién era. No me lo dijo. Yo pensé que ojalá fuera una de esas personas que te mueven el corazón. Pero sería demasiada casualidad y en la vida como siempre decimos los dos… “no hay casualidades”.

Llegué a casa de mi amigo desde la residencia, después de despedirme por penúltima vez de mi madre y darle las gracias por tanto, por la vida y mucho más.  Mi amigo me tenía preparada una pizza fugazetta y una acuarela de Durruti. Acerté.

—No me ha dado tiempo a terminarla del todo—, me dijo. A mi me parecía, y me parece, que estaba perfecta.

También me regaló una cajita de música con una manivela, con la música de La Internacional. Le dije que había perdido la mía y tardó medio segundo en regalarme la suya, con una sonrisa gigante, mientras se ajustaba una vez más sus destartaladas gafas, o lentes, o anteojos.

Era una de las peores noches de su vida (y por eso fui) y también de la mía.

Un transatlántico le había dado de lleno en la línea de flotación, en la espina dorsal de su barquito de cáscara de nuez. Oh capitán, mi capitán.

Adiós a 17 años de vida compartida. Adiós parcial a dos grumetes que ahora tendrían que incorporarse a filas de manera inmediata. Demasiado pequeños, demasiado pronto. Su pequeña Gaza.

La Quinta del Biberón, la leva del 41. Hola a las armas. Adiós al hogar, dulce hogar.

No fue lo que pasó sino cómo paso. El grado de crueldad impuesto durante el proceso de adiós a su vida anterior. El impacto fue brutal. Sin aviso previo. Sin paños calientes. Sin humanidad. Esto es lo que hay. Lo tomas o lo tomas.

El hombre orquesta despedido de la orquesta por no desafinar.

La mujer no orquesta contratada para desafinar en un nuevo páramo. Tierra quemada. Ha caducado la concesión centenaria pero siguen ahí.

El recordatorio constante y en tu puta cara de que lo de ahora es mejor que lo que tú le diste. Crueldad gratuita. Pon la otra mejilla y lo que yo te diga. Ojo por no ojo. No mandaste tu barquito a luchar contra los elementos, el elemento.

Amigos haciéndose cruces porque su vida ya no iba a ser igual. La vida de ellos, no la de él. El náufrago en aguas internacionales. La balsa de piedra. Hay que mirar al sur y decir: —Ahora entiendo todo—.

Le dijeron los expertos y los enterados en la materia del amor y la vida que pasara página pronto. Que no merecía la pena fustigarse con la tragedia recién ocurrida. ¿Cómo te llamas? Me llamo Toby. Pues eso.

Pero Kunta Kinte, el dueño del libro, es el que pasa página cuando así lo estima oportuno. Faltaría más. Recibes la hostia por la espalda, se recochinea de ti el brazo ejecutor y encima se te tiene que pasar el dolor cuando te lo digan los que no han sufrido el impacto ni se enteran por dónde les viene el aire.

Poneos en sus putos zapatos. No es tan difícil.

Las heridas se cierran bien o no se cierran. No hay que dejar heridos por el camino, siempre vuelven. Hay que dejar muertos. Cerrado y bien cerrado. En tiempo y forma. Su tiempo, su forma.

Es un proceso. Un duelo, no al amanecer, simplemente un duelo.

Los que hemos mordido el polvo una y otra vez, con la complicidad de los más cercanos, lo sabemos.

Para entenderlo métanse un chute de inteligencia emocional. Estamos en el siglo XXI, no en la Edad Media, lo dispensan en alguna botica del barrio.

Agota escuchar las quejas del accidentado (o del finado, según el día) una y otra vez. Lo que pudo haber sido y no fue.

—¿Por qué a mi?. Nunca lo vi venir.

Era un disco rayado. Pero era el disco rayado de tu amigo. Tu amigo.

Sin cara B.

Me dieron varias veces ganas de hacer como Mary, la mujer de George Bailey en “Qué bello es vivir” y destrozar el disco de pizarra, o el gramófono de un manotazo.

Yo también tenía mi duelo. La madre de todos los duelos.

Pero la amistad es precisamente lo contrario. Esperar a que deje de rayarse el disco. Y estar ahí para ir a Madrid Rock a comprar un nuevo disco. El último de Mercedes Sosa, algo de Johan Strauss o Bill Evans. O meterte una tarde en los cines Golem y que te tengan que sacar los GEO.

No puedes esperar el resultado que a ti te gustaría. Ni los plazos que a ti te gustarían. No es tu disco, no es tu libro, no es tu hostia. No es tu vida.

Respetando el timing, el feeling, el flow, y el swing. Tocando de oído, una vez más. Pero tocando, creciendo, saliendo del pozo.

Acariciando con las yemas de los dedos el paraíso de Dante. Saliendo del infierno por la salida de emergencia.

Hay días que te cagas de risa, hay días que te vas a dormir pensando que igual ha cogido una soga y se ha colgado del alcornoque de su jardín y hay días que sabes con certeza que saldremos airosos de la orilla en la que remamos y nos alegraremos de la tormenta que ya no está, del transatlántico que la parió y de la cáscara de nuez que se hundió para siempre. Ya somos alérgicos a los frutos secos. A la gente seca.

Pero hay que pasarlo. A tu ritmo, como el tren de San Fernando (un rato a pie y otro andando). Sin pausa pero sin prisa. Vístete despacio…

Mi amigo es de estas personas que te obligan a llevar un cuaderno a mano para apuntar sus frases ingeniosas.

La última: —La realidad no es suficiente.

Y yo añadiría esa frase de Chaplin que decía: —La vida en primer plano es una tragedia pero en el plano general es una comedia.

Caminamos por el abismo, sin red, pero con cuatro ojos.

Mi amigo no es un atorrante, es un repartidor de generosidad sin fecha de caducidad.

Tiene un hijo que también podría jugar de central en Boca y otro que podría ser pianista del Colón o poeta en Manhattan. Nunca tabernero en Dublín.

El hermano de mi amigo, entre otras cosas, hace helados a miles de kilómetros de aquí. Un día compitió en una olimpíada otro día en otra, nadando, guardando la ropa. Cruzó de Malta a Sicilia a nado, de noche. Mi amigo le iluminaba con un reflector. Aparecían los delfines. Faltaba Saramago.

Escucho con envidia cuando habla de sus hermanos. ¡Qué hermanos!

—Mi hermano te cargaría el helado hasta arriba y luego te escucharía contar tus historias, me dice siempre.

Las historias de los coches de choque. Momentos de tu vida en los que no das pie con bola y los buitres aparecen en cuestión de segundos.

La crisis de 2008, el jefe avaro, el jefe imbécil, el familiar que no entiende nada y te hunde más, el amigo con cero inteligencia emocional que te deja encerrado en la fosa común. Malos tiempos para ser quien siempre fuiste.

Generando socios, suscriptores, pero a ti te terminan echando del club por ponerle a todo demasiado corazón. Por suerte estaba tu madre, que era como la madre de Machado. Siempre de la mano. De camino a Francia pensando que volvía a su Sevilla natal. Ítaca qué lejos estás. Pero llegaremos. Cuatro ojos ven más que dos.

Cuando mi amigo y yo volvemos a hablar de nuestros padres pienso en lo parecidos que eran sin haberse nunca conocido.

El central espigado y la diestra de oro, mano a mano. Me los imagino jugando la final de un Mundial, en la misma selección. Y nosotros en la grada comiéndonos un helado, o dos. O una bolsa de pipas con La Tanqueta de la Corredera. Una amiga que es también es todo corazón. Pero eso merece un capítulo aparte.

Me imagino celebrando ese momento en el que todo estaba perdido y su padre cabeceó un balón al costado derecho del campo. Allí estaba mi padre, sonriente, con sus ojos rasgados, bajando el balón con el pecho y pensando con rapidez qué hacer.

Entonces de la nada apareció El Diego y a gritos le dijo: —Gallego, ponémela donde pastan las vacas.

Y mi padre dibujó un pase imposible allí donde pastan las vacas tudancas, allí donde las vacas se hubieran quedado mirando al tren de vía estrecha (si hubiera sido posible). El Diego sonrió también, pícaro. Porque ya sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. Saramago en su isla.

Ahí mismo le rompió la cintura a Shilton y marcó el gol de nuestras vidas. Ese que certifica una amistad.

Los tres se abrazaron y El Diego les dijo: —Para ser la primera vez que juegan juntos parecen la Filarmónica de Corrientes ustedes dos, ¿eh?.

Todo el equipo nos firmó a mi amigo y a mi el Tango Adidas con el que se jugó ese gran partido. Aún lo conservamos en el desván de nuestra imaginación desbordante. Junto a la caña de pescar y la bicicleta de El Trinche.

Por cierto estos días hablamos mucho del Flaco Menotti, de los eurodiputados que sacará Podemos y de una peli que le he recomendado: “Siempre nos quedará mañana”. Italiana, deliciosa. También habla sobre la amistad y la sororidad.

Muchas veces charlamos sobre la necesidad de volar, de buscar nuevos horizontes. De salir de una ciudad que tiene un cartel junto a un raquítico río que pone “San Pol de Mar”. ¿Qué mar?. Marinero en tierra.

Queremos vivir junto al mar. Aprender a mirar el mar como solo saben hacerlo los viejos lobos, de mar. ¡Qué viene el lobo! El lobo eres tú.

Hoy volviendo a casa de madrugada le he dejado callado durante veinte minutos (tiempo récord). Le he contado lo que me sucedió durante los peores años de mi vida. No sabía cómo reaccionar. Se quedó varado. Ahora me entiende mejor. Remar en la orilla, achicar agua. Hay que salir del atolladero.

Escuchar, no juzgar, cuidar, dejarse cuidar. Ser persona, ser amigo.

No colgar adjetivos sin ton ni son a nadie. Ni al gafotas, ni al gordo, ni al que llora, ni al que lucha por ti.

Simplemente estar ahí. Bajar la barandilla del parque de bomberos si hace falta, a la hora que sea. Y si hay que ir a Urgencias… se va.

Mi amigo lo mismo te aconseja que el queso havarti es mejor para la pizza porque suelta menos agua que la mozarella que te descubre cosas de Pedro Páramo que ni tú mismo sabías que sabías. En esa novela está todo.

Hablamos siempre de Pizarnik, de Fontanarrosa, de Nanni Moretti y del Loco Houseman. Por ese orden.

Nos encantaría hacer un programa de radio nocturno, como Dolina. Solos en la madrugada. Es nuestra asignatura pendiente. No pedimos tanto.

Añoramos el doble caño del Trinche Carlovich. El hombre que prefería irse a pescar que entrenar con la selección albiceleste.

Nos gusta imaginarnos todo en escenas de cine o en párrafos de literatura pura y dura.

Siempre nos salva la ficción. Y los padres, las madres.

El va con sus hijos al cole por el campo, contando escarabajos.

Yo escribo delante de unas rejas que dan a un horizonte sin horizonte. Por suerte nos encontramos cada tanto y le damos gracias al barrio más feo de Madrid por habernos juntado. Es Detroit. Dan ganas de tirarse desde ese balcón. Nos salva el menú de Julia.

Esta noche hemos descubierto juntos, juntas… cómo nuestro admirado José Saramago llegó a Lanzarote. Y cómo se quedó para siempre. Cómo esa isla cambió su manera de contar, historias.

Él se ha imaginado a José bañándose en la playa de Famara con sus gafas de bucear, yo con sus gafas de ver, de ver la vida.

De camino al coche entre vallas de obra y andamios no hemos parado de hablar de otra cosa: Saramago, Lanzarote, Saramago, la vida, el horizonte, el escritorio de Saramago, las gafas de Saramago.

Saramago nos ha enseñado a mirar el mar. Ensayo sobre la amistad.

Mi amigo es un hombre blandengue (en términos estúpidamente generales) pero es siete veces más fuerte que tú.

De pequeño se metían con él, y conmigo también.

De mayor también. Los de siempre. Los que tienen manos para dar hostias pero no espaldas para aguantarlas. Esa gente que solo tiene ojo para tasar mierdas.

Donde mucha gente ve una debilidad yo veo una fortaleza. La fortaleza de la alta sensibilidad. HIFI, alta fidelidad también.

Si alguien puede cambiar este planeta será un poeta que sueña con trabajar en una heladería a miles de kilómetros o sueña con escribir la novela de su vida desde el mismo escritorio que Saramago usó para regalarnos “Ensayo para la ceguera”.

Mi amigo es una mezcla de Jerry Lewis, Mohamed Alí, Rodolfo Walsh y el protagonista de “Perfect Days” de Wim Wenders.

Nunca te dejaría en la estacada.

Su hijo pequeño te hace un escáner de tres meses antes de acercarse a ti. Pero el día que te coge la matrícula y se asegura que eres de los suyos… ya no te suelta.

Es pura poesía.

Y el mundo sin poetas se va a la mierda.

El mundo sin gente que sabe citar frases de “El hijo de la novia” o que sabe cómo darle el punto exacto a la lasaña (aunque sea vegana) se va al garete. Por cierto, mi madre hacía una lasaña maravillosa.

El transatlántico al que insulta mi amigo desde la distancia es como el árbol al que ladra el perro despistado. Ya pasará. Hay tiempo para gritar, para curarse, para pasar página y hasta para alegrarse por el accidente que casi te deja sin respiración. Hemos dejado de llamar al 112.

No es rencor, es memoria. Es la vida. Es el mar.

Mi amigo y yo tenemos más gente que nos cuida. Gente sin corazón coraza. Gente que se ha quitado los plásticos.

Porque como decía Gila: —Se está poniendo la guerra que no hay quien vaya.

Y en estos tiempos necesitamos amigos así, de verdad. No candiles de puerta ajena, esos que iluminan a los demás, pero no a los suyos.

Ojalá mi madre le hubiera conocido.

Porque como dijo el gran Dylan Thomas: —La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo.