Dejando huella

El infinito, fabuloso e inasible universo de las pinturas rupestres en Cantabria y Asturias

Bisontes en la cueva de Altamira
Bisontes en la cueva de Altamira

Recorremos la cueva de Covalanas, en Cantabria. Hace más de veinticinco mil años el interior de la cueva era el lecho de un río. Una vez seco el cauce, la cavidad sin duda habrá servido de refugio a infinidad de animales amenazados por predadores o necesitados de abrigo durante fuertes tormentas. Serían siempre animales pequeños, porque el lecho solidificado dejó una boca de entrada muy estrecha por la cual no podían pasar ni caballos, ni ciervos, ni uros. La única especie de mayor tamaño que consiguió entrar, arrastrándose por la obertura, fueron los seres humanos. Seres humanos que no vivían exactamente allí (para ello había cuevas más amplias y cómodas), pero que cada tanto (ignoramos con qué frecuencia) ingresaban provistos de recipientes llenos de tinturas y pintaban con sus dedos figuras en las paredes de piedra.

Vamos con nuestro pequeño Bruno, de siete años, a quien previamente hemos cacheado con detenimiento en busca de bolígrafos, rotuladores o crayones, no vaya a ser que se le ocurra sumar a los muros siluetas de gatos, ventiladores o payasos que antes no estaban allí, y que quizás sólo serían apreciadas dentro de unos cuantos milenios.

Las pinturas rupestres se encuentran hacia el fondo de la cueva, que en este caso no es muy extensa. Avanzamos alumbrándonos con linternas, y cada tanto el guía nos indica que las apaguemos. Al hacerlo, la oscuridad es total. Entonces él enciende su propia linterna y ahoga la luz con una mano de tal modo que nos envuelve apenas una penumbra. Como mueve la mano, es una penumbra intermitente. "Así veían la cueva quienes realizaron las pinturas, a la luz de sus lámparas de piedra que empleaban tuétano como combustible", nos cuenta, y nos vemos sumergidos en ese centellear que vuelve mágicas nuestras sombras y parece incluso dotar de movimiento a los animales que nos observan desde las paredes. "Aquí habrá tenido lugar algo similar a las primeras funciones de cine", añade el guía. Y probablemente no se equivoque. Las siluetas en la roca parecen contar una historia, y no es difícil imaginar a un narrador recordando (o inventando) sucesos allí ante los ojos y oídos fascinados de sus compañeros, unos veintidós mil años atrás.

Veintidós mil años. Escribo esa cifra pero me resulta imposible concebirla.

El tiempo siempre nos engaña. Veo a mi hijo ahora y no entiendo cómo ha crecido tanto, cómo siete años han podido pasar tan rápido. Cómo es que ya hace más de veinte años que me instalé en Barcelona después de marcharme de Buenos Aires. Si se siente como si hubiese sido ayer.

Nada de esto sería posible sin suscriptores

Una película de hace cien años nos parece antigua. Una de las primeras, filmada en 1895, nos muestra a los empleados de la fábrica Lumière saliendo de sus puestos de trabajo. Observamos sus rostros y no podemos evitar pensar que todas y cada una de esas personas, hombres, mujeres y niños, ya han muerto. Los vemos sonreír, desafiar a la cámara con la mirada, pero nos invade la absoluta certeza de que ninguno de ellos vive ya, ni siquiera el bebé en brazos de su madre.

Nos deslumbran los castillos medievales, las ruinas romanas, las pirámides egipcias y mayas, y todo nos parece muy lejano. Pero al menos, en esos casos, podemos desarrollar un recorrido mental que nos conduce de un período a otro, establecer una cronología, una red de conexiones quizás algo arbitraria, probablemente sesgadas por los prejuicios y la ideología de cada historiador, pero conexiones al fin que nos permiten establecer un lazo de unión entre la Atenas clásica y nosotros. Al fin y al cabo, todavía podemos leer sus libros, conservamos parte de la correspondencia privada de gente común desde la antigua Sumeria (en tablillas de arcilla) hasta la actualidad, poseemos miles de epitafios grabados en tumbas donde se lee aquello que personas desaparecidas hace milenios consideraban esencial que supiéramos sobre ellas.

Al retroceder desde el octavo siglo anterior a nuestra era, sin embargo, todo se difumina. La existencia de la escritura ha logrado que los cinco mil años posteriores nos parezcan poco. Sin perder la perspectiva histórica, leemos los diálogos de Platón o la epopeya de Gilgamesh con el mismo placer e interés que cuando fueron escritos. Pero los cuarenta y cinco mil años previos de la historia de nuestra especie son una nebulosa.

Cuando en 1868 Marcelino Sanz de Sautuola y su hija María descubrieron pinturas rupestres en la cueva de Altamira, no muy lejos de la de Covalanas, el mundo científico se negó a aceptar su antigüedad. Una cosa era aceptar que las personas del Paleolítico tallasen la piedra o el hueso y realizasen modestas estatuillas, pero resultaba inconcebible asumir que, tanto tiempo antes de iniciada nuestra "historia", los seres humanos ya fueran capaces de crear arte de semejante magnitud. Por entonces Francia albergaba el epicentro de los estudios arqueológicos y antropológicos, y España no gozaba de demasiado prestigio en la materia. Sautuolo fue acusado de pintar él mismo las paredes de Altamira o, en el mejor de los casos, de haber sido engañado en su buena fe por algún pintor de la zona. Hubo que esperar más de veinticinco años hasta que, hacia 1895 y muerto ya Sautuola, hallazgos paralelos de pinturas en varias cuevas francesas desbaratasen cualquier duda. Análisis posteriores realizados con carbono-14 demostrarían, por ejemplo, que la cueva de Altamira fue habitada sucesivamente por distintas poblaciones durante veintidós mil años, desde hace 36.500 años hasta hace 13.000 años, cuando un derrumbe selló el acceso.

Las pinturas y grabados rupestres, preservados azarosamente por el ambiente hermético de las cuevas naturales, constituyen el testimonio único de miles y miles de años de arte humano

Una vez legitimadas las pinturas rupestres, se inició entonces una carrera por explorar todas las cuevas posibles. Salvo por aquellas cuya entrada estaba oculta, antes de convertirse en sitios de turismo y de investigación arqueológica las cuevas habían sido, durante siglos, reductos donde los pastores reunían a sus rebaños en caso de lluvia y otras inclemencias. Mientras que para los arqueólogos el terreno era un galimatías, los pastores conocían todas las cuevas y, con paso firme, los guiaron hacia ellas. Algunos, incluso, sabían de la existencia de las pinturas, y no dudo que las habrán admirado tal como nosotros aunque no fuese su misión datarlas ni interpretarlas.

En Covalanas, siempre en tintura roja, hay figuras de ciervos (casi siempre hembras), caballos y un uro, todos pintados de memoria, pues la estrechez de la entrada impedía trasladar allí modelos vivos o muertos. Sorprende la maestría de los artistas, que aprovecharon el relieve y las formas naturales de las propias paredes de la cueva para dar mayor realismo a los animales. Algunos hasta fueron pintados en perspectiva para ser vistos desde cierta distancia.

A veces creaban las siluetas gracias a una secuencia de huellas de dedos separadas entre sí, como si fueran líneas de puntos (nos contó el guía que, en una visita anterior, un niño, combinando ingenuidad e ingenio, propuso llevar las huellas digitales a la policía para identificar a los autores de las pinturas). En otras ocasiones las marcas de las huellas no dejan espacio entre sí y crean líneas uniformes. Con la tenue luz de la linterna, esos caballos, ciervos y uros que nunca pudieron visitar la cueva, lo hacen gracias a la representación artística. Aunque las especies se repitan, los animales distan de ser iguales: los hay machos y hembras; algunos son adultos, otros crías; algunos miran hacia adelante, otros giran el cuello con la vista puesta hacia atrás, como presintiendo una amenaza; una de las ciervas está claramente embarazada.

Caballo y ciervas en la cueva de Covalanas
Caballo y ciervas en la cueva de Covalanas

En Altamira hay pinturas rojas, negras y ocres, e impresionantes figuras de bisontes, ciervos, jabalíes y caballos. Y también manos, manos de hombres, mujeres y niños plasmadas en la roca, bien en negativo (colocando la palma sobre la pared y luego soplando el pigmento a través de pajas de óxido de hierro), bien en positivo (impregnando la palma con pigmento y luego estampándola contra el muro).

Las manos y los animales más diversos también abundan en la cueva cantábrica de El Castillo, que contiene más de 250 pinturas y grabados en la roca de hace más de 40.000 años. O en la de Tito Bustillo, en Asturias, con pinturas en negro, rojo y violeta que tienen entre 33.000 y 10.000 años de antigüedad, e incluyen tanto animales como figuras antropomórficas, así como un rincón con representaciones de varias vulvas humanas.

Siluetas de manos en la cueva de El Castillo, en Cantabria
Siluetas de manos en la cueva de El Castillo, en Cantabria

Teniendo en cuenta sólo Cantabria y Asturias, se han descubierto unas ochenta cuevas con pinturas rupestres, todas diferentes, todas fascinantes. Y en ellas (y en varias otras de diversas regiones de España y de Francia), además de animales, manos y figuras antropomórficas, hay multitud de signos. Signos cuadrados, circulares, que se repiten de forma similar en estas cuevas dando a entender que las distintas poblaciones se conocían, compartían una cultura. Eso sí, más allá de aventuradísimas especulaciones (que siempre las hay), el significado de dichos signos se nos escapa por completo. El código se ha perdido y jamás lo conoceremos.

Las pinturas y grabados rupestres, preservados azarosamente por el ambiente hermético de las cuevas naturales, constituyen el testimonio único de miles y miles de años de arte humano. Pero son también, con seguridad, un ínfimo porcentaje de todas las pinturas realizadas por esas culturas. Muchísimas más, plasmadas en muros al aire libre, sobre madera o sobre pieles, se han perdido para siempre. Nuestro guía en la cueva de Tito Bustillo subrayaba que todas las pinturas que vemos en estas cuevas son obra de artistas consumados, gente que no estaba improvisando y sabía perfectamente lo que hacía: cómo aprovechar el relieve de la roca para dotar a un caballo de volumen, qué rasgos anatómicos exactos hacer para diferenciar a cada especie, cómo delinear contornos precisos con los dedos o con un estilete de hueso. Las cuevas no albergan ninguna silueta que sugiera titubeos ni manos inexpertas. El aprendizaje debía de producirse fuera. Pero salvo por unas escasas muestras de arte rupestre al aire libre, todo lo que se pintase en el exterior se ha perdido. Debemos agradecer a las cuevas su esmero.

Hoy no es posible visitarlas todas. La acumulación de dióxido de carbono como consecuencia de la afluencia de turistas en cuevas que habían estado completamente obstruidas durante milenios, como Altamira o la francesa de Lascaux, han forzado a construir réplicas en las inmediaciones de las grutas reales para recibir al turismo, mientras que las pinturas auténticas reciben visitas limitadísimas. En Altamira se acepta un máximo de cinco visitantes a la semana (260 personas al año), y se accede mediante una lista de espera conformada en 2002, y que se respeta por orden de inscripción. De más está decir que muchas de las personas que se apuntaron hace veintidós años y todavía no han sido convocadas ya han muerto, o no estarán en condiciones de asistir cuando se las llame. Pero hasta que no se complete esa lista no se abrirá una nueva. Espero estar vivo para entonces.

Otras cuevas, como Tito Bustillo, El Castillo o Covalanas, aún pueden visitarse, pero en grupos cada vez más reducidos (las visitas a Covalanas eran en grupos de seis personas hace un año y ahora se han reducido a grupos de cuatro). Tito Bustillo (bautizada en memoria de uno de los jóvenes espeleólogos aficionados que descubrió las pinturas, y que murió a los 18 años en un despeñamiento semanas después del hallazgo) contiene nueve conjuntos pictóricos, pero por motivos de preservación y accesibilidad sólo puede visitarse el panel principal. En todo caso, el recorrido vale la pena: la cueva en sí misma es imponente, y en ese panel se superponen impresionantes pinturas de animales realizadas por distintos grupos humanos que recorrieron o habitaron el espacio en un lapso de veinte mil años.

A la acción nociva de la presencia de turistas sobre las pinturas se suman factores ambientales como consecuencia del cambio climático, que poco a poco (o no tan poco a poco) han modificado el microclima interno reduciendo la humedad. Y también otros factores propios del apresuramiento o la impericia, como la inadecuada construcción de pasarelas para facilitar el acceso de los visitantes, realizadas a veces sin escuchar el consejo de los especialistas. Puesto que el acceso a la cueva de Covalanas era demasiado estrecho, por ejemplo, fueron removidos sin contemplaciones con pico y pala todos los sedimentos del antiguo lecho del río, y con ellos desaparecieron para siempre restos arqueológicos que hubieran aportado datos insustituibles sobre el uso prehistórico del lugar.

En otros casos, los resultados fueron aún más devastadores, como en la cueva cantábrica de la Pila, habitada durante milenios en tiempos paleolíticos, provista de pinturas rupestres, y de cuyo suelo se extrajeron miles de utensilios y piezas de piedra y hueso talladas. La ambición económica y el despecho de una empresa dedicada a la extracción de carbonato cálcico, sumados a la falta de interés del gobierno de entonces por decretar la zona monumento histórico-cultural, permitieron que la cueva entera fuera dinamitada en 1981.

Es probable que quienes pintaron las figuras rojas, negras y ocres en la roca no soñasen ni remotamente que tanto tiempo después sus dibujos serían admirados por otras personas

Aun así, la cuevas que todavía pueden visitarse contienen pinturas maravillosas, y hay que subrayar el esfuerzo de los guías y de aquellos que se esfuerzan por revalorizarlas, conservarlas y difundir su legado.

Es una sensación indescriptible recorrer esos espacios explorados por hombres y mujeres, niños y niñas como nosotros hace tanto tiempo. Observar las mismas formas rocosas que ellos vieron miles de años atrás, y contemplar a la tenue luz de la linterna sus fantásticas figuras de animales, algunas de las cuales retratan con fidelidad especies ya extinguidas.

Pensar que un día concreto como hoy que visitamos Covalanas, un día como este, soleado, nublado o lluvioso, hace varios milenios, estos eximios creadores se pararon exactamente aquí, ocupando este mismísimo espacio, con sus dedos impregnados de tinturas. Y es imposible no imaginar el instante exacto en el que colocaron cada dedo en la roca, o el momento preciso en el que, tras estampar su mano, la retiraron. Los visitantes modernos abrimos la boca de asombro del mismo modo que lo habrán hecho en el pasado los amigos de los artistas al ver las obras terminadas. 

Una cuestión que queda pendiente es por qué estas poblaciones pintaron las paredes y los techos de las cuevas. Siempre que se ignora algo sobre una cultura antigua, suele caerse en el lugar común de los chamanes y la religión. Si aparece un utensilio o una figura tallada de uso desconocido para nosotros, lo usual es afirmar que era un objeto ritual, que si se pintaba un buey era para fomentar la caza, y si se pintaba una vulva era para alentar la fecundidad. Existe por cierto la posibilidad de que así fuera, pero demasiado a menudo analizamos a las culturas antiguas con la reverencia que marca la distancia en el tiempo. Imponemos al arte del pasado una solemnidad que está más en nosotros mismos y en nuestra mirada que en las propias pinturas o esculturas. Y pasamos por alto que en las actividades de toda cultura humana, además de cualquier rito o creencia religiosa, debieron de participar también todo tipo de pasiones similares a las nuestras, y sobre todo ese rasgo tan propio de nuestra especie que, por regla casi general, tendemos a negar (o al menos a no considerar) al referirnos a nuestros antepasados: el humor.

Vulvas humanas en la cueva asturiana de Tito Bustillo_
Vulvas humanas en la cueva asturiana de Tito Bustillo_

Es evidente que las pinturas no eran imprescindibles para la subsistencia de estas poblaciones como podían serlo la caza, la pesca o la recolección de frutos. Sin embargo, el hecho de que las encontremos sistemáticamente de un modo u otro casi desde la aparición de nuestra especie, y que nunca hayamos dejado de pintar, de tocar música, de contar (y luego escribir) historias, revela que estas actividades resultaban casi tan esenciales para los seres humanos de entonces como para los actuales. Religiosas o no, determinaban su conexión con otro mundo, con un mundo espiritual privado que les era (que nos es) propio, y del que estaban exentos los bisontes, los caballos y los ciervos auténticos. Un mundo mágico que nos permite representar el mundo y al mismo tiempo reafirmarnos en él y modificarlo.

Ayer por la tarde, jugando en la playa, mi hijo Bruno pidió que ambos escribiésemos nuestros nombres en la arena, justo al borde del mar. Lo hicimos y esperamos un rato. Entonces una pequeña ola borró los dos nombres y Bruno reflexionó: "Ahora el mar ya nos conoce".

Es probable que quienes pintaron las figuras rojas, negras y ocres en la roca no soñasen ni remotamente que tanto tiempo después sus dibujos serían admirados por otras personas.

Pero quizás, como Bruno, después de hacerlas hayan pensado: "ahora la cueva ya nos conoce". O incluso, fuera cual fuera la imagen que tuviesen del mundo: "ahora el mundo ya nos conoce".