Francia y el neoabsolutismo ilustrado

La cohabitación Macron-Barnier será objetivamente más sencilla que una hipotética cohabitación Macron-Castets en la que el presidente se habría visto ampliamente involucrado para detener los proyectos del programa de la izquierda
Emmanuel Macron y Michel Barnier — Alexis Sciard y Julien Mattia / Zuma Press / ContactoPhoto
Emmanuel Macron y Michel Barnier — Alexis Sciard y Julien Mattia / Zuma Press / ContactoPhoto

“¡El caos o yo!”, dijo Macron tras las elecciones europeas del 9 de junio, y convocó inmediatamente elecciones a la Asamblea Nacional. La izquierda, que inteligentemente se había agrupado en el Nuevo Frente Popular para afrontar los atropellados comicios legislativos del 30 de junio, no pareció sentirse interpelada, al menos retóricamente, pues el caos, aparentemente, venía a ser Le Pen. Para Macron, por supuesto, el caos era (y es) todo lo que no sea él (o sus aledaños): la extrema derecha de Agrupación Nacional, sí, pero también la izquierda de Jean-Luc Mélenchon y La Francia Insumisa.

Para el presidente de la República Francesa, este llamado a urnas tenía eminentemente un carácter plebiscitario como consecuencia del bochornoso 15% que cosechó su partido, Ensemble, en aquellas elecciones al Parlamento Europeo y que ubicó a la extrema derecha en primera posición con más del 31% ─la izquierda, cabe señalar, todavía no había dado forma a su particular proceso de unidad electoral.

En aquellas elecciones parlamentarias la izquierda se presentaba en amplia unidad y su estrategia conjunta con la derecha de Macron posibilitó una correlación de fuerzas no tan crítica como vaticinaban las encuestas: el Nuevo Frente Popular emergió como la primera fuerza de la cámara, seguida de Ensemble y, en tercer lugar, la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, que aunque superó el 30% en votos totales, no fue capaz de superar ni a Macron ni a Mélenchon en bancadas (para sorpresa de su militancia).

Sin embargo, es necesario recordar que el debilitamiento relativo de Agrupación Nacional entre las europeas y las legislativas fue logrado gracias a una alianza táctica y, en cierta medida, “contra natura”, entre el Nuevo Frente Popular y el partido de Macron. En la primera vuelta, la extrema derecha logró el 37% de los sufragios, el macronismo el 25% y la izquierda un 26%. Para numerosos ballotages en decenas de circunscripciones, el pacto fue decisivo: el Nuevo Frente Popular se haría a un lado en aquellos lugares en los que Ensemble había sido segunda fuerza, y viceversa.

El único objetivo declarado del pacto era derrotar a la extrema derecha; no obstante, para Macron esta fase era apenas la primera parte de su hoja de ruta. Pausado temporalmente el auge de Agrupación Nacional, restaba resistir el envite del “otro caos”, la izquierda, en este caso en la Asamblea Nacional, donde el Nuevo Frente Popular y, muy en particular, La Francia Insumisa, presionaban a Macron para que nombrase una primera ministra (Lucie Castets) que aplicase el programa de la izquierda. En última instancia, se le ofrecía al macronismo una “cohabitación” que sellase el pacto, tras haberle ayudado a salvar la bala electoral de junio.

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Claro que Macron tenía otros planes y no pretendió en ningún momento facilitar la llegada de un primer ministro de las izquierdas. El poder ejecutivo francés se divide entre el presidente, a priori con un mayor foco en la política exterior, y el primer ministro, inicialmente encargado de la constitución del gobierno y la gestión de la política interna. Desde una perspectiva constitucionalista, lo cierto es que un presidente puede elegir a cualquier perfil para ser su primer ministro, algo sencillo si su propio partido ostenta la mayoría en la Asamblea Nacional, pero harto complicado si esto no ocurre.

Macron ha roto la tradición con el objetivo de reconstruir la identidad macronista, opuesta por igual al “odio de la extrema derecha” y a la “insensatez de la izquierda”

Hasta ayer, cada vez que un presidente francés había tenido que nombrar un primer ministro encontrándose en una situación de minoría relativa en la Asamblea Nacional, se había inclinado por aquel partido que ostentase la mayoría en la cámara; tales fueron los casos de Mitterrand y Chirac (1986-1988), de Mitterrand y Balladur (1993-1995) y de Chirac y Jospin (1997-2002). En esta ocasión, tal “privilegio” le habría correspondido al Nuevo Frente Popular.

No obstante, y como podía vaticinarse, Macron ha roto la tradición con el objetivo ─probablemente lógico desde una mirada electoralista que pone el foco en las presidenciales de 2027─ de reconstruir la identidad macronista, opuesta por igual al “odio de la extrema derecha” y a la “insensatez de la izquierda”.

Su elección ha sido Michel Barnier, integrante de Los Republicanos, la cuarta fuerza en términos de representación en la Asamblea Nacional. Gaullista desde la adolescencia, este político conservador cuenta con el aval de Ensemble, de Macron y, todavía más importante, de una Agrupación Nacional que ya ha aceptado su débil posición para poner un primer ministro propio, pero que debe mostrar cierta gobernabilidad y altura de estado para competir nuevamente en 2027.

La izquierda, claro, es la principal damnificada. La agenda de gobierno del presidente Macron dista enormemente de la del Nuevo Frente Popular, más de lo que lo hace con la de Marine Le Pen y mucho más de lo que lo hace con la derecha de Los Republicanos. La cohabitación Macron-Barnier será objetivamente más sencilla que una hipotética cohabitación Macron-Castets en la que el presidente se habría visto ampliamente involucrado para detener los proyectos del programa de la izquierda.

La trampa macronista ha sido exitosa y sus movimientos políticos tras la hecatombe de las elecciones europeas pueden valorarse en un notable alto

La estrategia antifascista que el Nuevo Frente Popular trazó para la segunda vuelta de las legislativas fue un acierto táctico (qué duda cabe), pero también un chantaje de Macron ante el acorralamiento que sufría por aquel entonces su propio liderazgo político. La izquierda, probablemente consciente de esta posibilidad, pero conocedora de la paradoja ante la que se encontraba, tomó una decisión con aristas: si negaban el pacto con Ensemble, ponían la alfombra roja para una mayoría contundente de la extrema derecha en la Asamblea Nacional; si aceptaban, facilitaban el renacimiento del macronismo como identidad política. Por supuesto, en la realpolitik a veces no hay “opción buena”.

La trampa macronista ha sido exitosa y sus movimientos políticos tras la hecatombe de las elecciones europeas pueden valorarse en un notable alto: la extrema derecha, que se auto proyectaba al alza, es la tercera fuerza en el poder legislativo; el Primer Ministro, si bien no es de Ensemble, sin duda forma parte de una tradición ideológica con la que el presidente debería poder fraguar sinergias hasta 2027; y Macron, ya pasado el huracán, ha sobrevivido a su particular plebiscito con la segunda posición en la Asamblea Nacional y una identidad “anti extremos” con cierta implantación y con la capacidad de reafirmarse en las próximas presidenciales.

La Francia Insumisa y el Nuevo Frente Popular se hallan, no obstante, frente a una oportunidad. Son, de facto, la única oposición real y de peso al gobierno Ensemble-Republicanos que, formal y prácticamente, cuenta con el respaldo de la extrema derecha. El discurso de Mélenchon, condenando que el presidente “ha negado el resultado de las elecciones legislativas [y] ha robado las elecciones al pueblo francés” sienta las bases de una crítica orgánica a la acción del ejecutivo dual hasta 2027 que, de mantenerse la unidad del bloque, podría ser decisivo en las presidenciales.