Ekpyrosis. Ninguna política puede renunciar al don del fuego y el mundo arde

Foto: NASA
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La ola negra que está trastrocando la política es la reacción de los depredadores que han colonizado y contaminado el planeta desde hace cinco siglos y que no tienen ninguna intención de compartir su peligroso privilegio

Günther Anders lo llama la vergüenza prometeica. El titán no previó lo que la humanidad iba a hacer con el don del fuego. No previó que el fuego, transportado por el carro del sol hasta la tierra, se convertiría en un enorme incendio, que consumiría el mundo en una miríada de hornos. (Peter Sloterdijk, Il rimorso di Prometeo, Venecia, Marsilio, 2024, p. 39.)

Desde hace un mes el calor se prolonga de modo ininterrumpido, día y noche, con picos de 38ºC. Recuerdo que a veces, cuando era niño, la temperatura alcanzaba los 40ºC, tengo un recuerdo borroso de ello. Pero ocurría durante uno o dos días. Ahora el verdadero problema es la tétrica persistencia de este sol inmóvil, de este bochorno que se cierne sobre la ciudad y parece eterno.

Estoy tumbado en la cama o bien me arrellano en este sillón con el deshumidificador encendido. Y leo. Estos días, tal vez para hacerme daño, he estado leyendo un poco sobre el calentamiento global, o el colapso climático, elegid a vuestro gusto. Tal vez se trate de la ekpyrosis, la disolución del mundo en el fuego, como la llamaba Heráclito, el filósofo que pensó el mundo como una transformación ininterrumpida. Así que leo Falso allarme (Falso allarme, Roma, Fazi Editore, 2024; False Alarm: How Climate Change Panic Costs Us Trillions, Hurts the Poor, and Fails to Fix the Planet, 2020; Falsa alarma, 2021), el libro de Bjorn Lomborg, un danés que dirige el Copenhagen Consensus Center y es investigador de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford, que intenta convencerme de que no existe problema alguno al respecto. Yo jadeo, pero él me asegura que todo va bien, que es mejor no hacer caso de las alarmas. Puede que el clima allí en Copenhague sea diferente al de Bolonia, pero al principio pensé que Lomborg era simplemente un imbécil. No lo es.

La tesis de Falsa allarme es sensata: Lomborg no niega el calentamiento global, aunque desaconseja llamarlo colapso climático, para evitar dramatismos. Tampoco niega que sea un efecto de la acción humana. Su tesis, sin embargo, es que el fenómeno es controlable, aunque forzosamente causará algunos daños, pero nada comparable a los enormes beneficios económicos y sanitarios, que nos ha traído la modernidad. Lo que hay que hacer es sencillo: invertir recursos en geoingeniería capaz de contener el calentamiento con lluvias artificiales de agua de mar e iniciativas similares. Intento hacer caso omiso de mi estado jadeante, que me impulsaría a arrojar el libro por la ventana, que además está estrictamente cerrada para evitar que el aire incandescente penetre en la penumbra de mi habitación. En la primera parte del libro Lomborg explica que los incendios no han aumentado en absoluto durante el último siglo, tan solo se han vuelto más desastrosos, porque la población ha aumentado y en las zonas urbanas los daños se multiplican. Id y explicad a los atenienses que han luchado estos días contra las llamas que ellos tienen la culpa, porque no tenían que aglomerarse en un solo lugar. Pero la parte más interesante (y desgraciadamente compartible) es la dedicada a la inutilidad de las energías renovables y de las políticas de transición energética en general.

Nos importa un bledo la catástrofe, porque pretendemos seguir consumiendo cuatro veces más electricidad que la media planetaria

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A pesar de los enormes gastos, las energías renovables proporcionan conjuntamente tan solo el 1 por 00 de las necesidades energéticas mundiales [...]. Acabar con la dependencia de los combustibles fósiles costará cientos de billones de dólares. Los países que intenten hacer frente a semejante volumen de gasto se enfrentarían a enormes convulsiones políticas y por eso se contentan con gastar meramente cientos de miles de millones de dólares en proyectos de energía solar y eólica sin conseguir en consecuencia gran cosa. Los países pobres no tienen miles de millones de dólares para gastar. Para ellos la perspectiva de obtener energía mediante combustibles fósiles sigue siendo mucho más atractiva (p. 148 de la edición italiana).

Es difícil negar que los intentos políticos de ralentizar la ekpirosis han sido en su conjunto ineficaces y ello hasta el punto de que toda la maquinaria política parece cada día más impotente para hacer frente al mayor de los problemas de la humanidad. Pero hay que remontarse a la raíz de la impotencia actual: cuando se celebró la primera cumbre mundial sobre el clima en 1992, el presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, pronunció una frase que lo explica todo: «El nivel de vida de los estadounidenses no es negociable», lo cual significa lo siguiente: nos importa un bledo la catástrofe, porque pretendemos seguir consumiendo cuatro veces más electricidad que la media planetaria. Como sabemos, los estadounidenses no han cambiado de opinión y puede que pronto tengan un presidente al que el global warming le parece una broma estúpida, porque los estadounidenses quieren seguir comiendo hamburguesas. Al igual que George H. W. Bush, al igual que Donald Trump, Lomberg tampoco considera el hecho de que el consumo de energía fósil no puede reducirse sin un abandono del modelo económico existente, basado en la acumulación de capital y la expansión constante del consumo. Lomberg no oculta, sin embargo, que el calentamiento es aterrador e inminente. Y tras desmontar todo el castillo de los Acuerdos de París y demostrar que «la totalidad de los grandes países industriales no cumplen sus compromisos de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero», concluye que «el siglo XXI verá cómo el planeta se calienta 4,1ºC» (p. 170). Por esta razón es necesario invertir en geoingeniería, en tecnologías que permitan sobrevivir en un planeta recalentado, mientras los procesos que provocan el calentamiento continúan sin cambios: cada vez más petróleo, cada vez más mercancías, cada vez más guerras. Y una llovizna artificial para proteger alguna zona privilegiada de la Tierra.

También Gaia Vince (el nombre suena como un seudónimo feliz, pero en realidad es el nombre real de una periodista británica especializada en cuestiones climáticas) también propone una diagnóstico, si no exactamente optimista, sí al menos tranquilizador a su manera. La humanidad sorteará la crisis climática, dice Gaia en un libro titulado Il secolo nomade (Il secolo nomade, Turín, Bollati Boringhieri, 2023; Nomad Century: How to Survive the Climate Upheaval, 2022; El siglo nómada, 2024), gracias a las grandes migraciones, que concentrarán la población planetaria en torno a Londres y Edimburgo. En la primera parte del libro, la autora describe el efecto devastador del cambio climático en las áreas tropicales del planeta y anuncia que durante los próximos cincuenta años el aumento de las temperaturas, combinado con una humedad más intensa, hará imposible que tres mil quinientos millones de seres humanos sobrevivan en las zonas donde habitan en la actualidad. Huyendo de los trópicos, de las zonas costeras y de las tierras antes cultivables, enormes masas de población tendrán que buscar nuevos lugares donde vivir. Como los seres humanos somos una especie nómada, explica Gaia, podremos evitar el apocalipsis trasladándonos todos por encima del paralelo 45, es decir, para entendernos, por encima del río Po. Todos en Lombardía, pues.

El delicado equilibrio climático que ha permitido sobrevivir a la especie humana ha sido destruido por el efecto de unas pocas décadas de uso intensivo de los combustibles fósiles y no existe ningún programa realista capaz de dar marcha atrás

El delicado equilibrio climático que ha permitido sobrevivir a la especie humana ha sido destruido por el efecto de unas pocas décadas de uso intensivo de los combustibles fósiles y no existe ningún programa realista capaz de dar marcha atrás. Tanto es así que el sistema productivo ni siquiera insinúa reducir el uso de combustibles fósiles y, a fin d cuentas, tal y como están las cosas, mejor disfrutar de todo el petróleo disponible en el momento presente. ¿Y entonces? La solución propuesta por Gaia Vince sería genial, si no fuera completamente irreal, como demuestra la experiencia de los últimos años. Tres mil quinientos millones de migrantes desplazándose de los trópicos al Polo Norte, dice la ingeniosa periodista. Por desgracia, como sabemos, han bastado unas decenas de millones de migrantes para provocar una violenta reacción de xenofobia a lo largo de la línea del paralelo 45.

La ola negra que está trastrocando la política es la reacción de los depredadores que han colonizado y contaminado el planeta desde hace cinco siglos y que no tienen ninguna intención de compartir su peligroso privilegio. El genocidio que tiene lugar a lo largo de la línea divisoria que corre entre el Norte y el Sur globales – campos de concentración para migrantes, ahogamientos masivos en el Mediterráneo, encarcelamientos­– es la prueba de que las hipótesis y conjeturas planteadas por Gaia Vince son una utopía. La gran migración sobre la que Vince delira se está sin duda produciendo y continuará produciéndose, pero la misma coincide con una guerra mundial librada entre los blancos ricos y superarmados y una inmensa población desarmada e imparable, que debe huir de lugares ahora convertidos en desiertos y por ende inhabitables.

Para volver a la realidad, después de las fantasías de geoingeniería de Lomberg y de los delirios geomigratorios de Vince, basta con leer Fire Weather: A True Story from a Hotter World, 2023 (L’età del fuoco, Milán, Iperborea, 2024), del canadiense John Vaillant, que relata el mastodóntico incendio que asoló en 2016 la ciudad canadiense de Fort McMurray, centro de producción de petróleo bituminoso. «El incendio de Fort McMurray, el desastre natural más costoso de la historia de Canadá, no se extinguió al cabo de días, sino de meses» (p. 17 de la edición italiana). El libro de Vaillant relata, como si fuera una novela, los días en que miles de bomberos, llegados a Fort McMurray provenientes de todo el país, intentaron contener el fuego, consiguiendo salvar a sus habitantes, pero no la ciudad. Pero no se trata de una novela, porque la fantasía no tiene nada que ver con lo aquí contado. Con independencia de lo que diga el negligente Lomberg, en cuya opinión el volumen de incendios ha disminuido en el último siglo, aunque hayan subido las temperaturas, lo que afirma Vaillant es más convincente, porque corresponde a la experiencia contemporánea (mientras escribo a mediados de agosto el cielo de Atenas está oscurecido por los gigantescos incendios que rodean la metrópoli). Fort McMurray es uno de los centros de producción petrolífera más importantes de Canadá, lo cual explica que el petróleo invadiera la totalidad de los espacios de la propia ciudad, lo cual dificultó las labores de extinción, ya que las casas de los empleados del sector estaban hechas de derivados del petróleo.

Las tejas eran de alquitrán, que también estaba presente en los revestimientos exteriores, las ventanas eran de vinilo, la madera se hallaba impregnada de colas y resinas, los suelos contenían linóleo, las tapicerías eran de polipropileno, los laminados estaban recubiertos de esmaltes y de lacas inflamables, a lo que se añadían además los electrodomésticos, la ropa, el mobiliario, los muebles de jardín, las mantas y los colchones y los envases de los alimentos, en resumen, todo procedía prácticamente del petróleo (p. 197).

Vaillant habla del Petroceno y explica lo siguiente:

En 2019 el PIB mundial ascendió a 90 billones de dólares y obtuvo prácticamente toda su energía (84 por 100) de los combustibles fósiles. Estamos utilizando este fondo fiduciario de energía como si nunca fuera a acabarse: cada día los seres humanos consumen en torno a 100 millones de barriles de crudo y mueven 40 millones de ellos por todo el planeta. Más de un tercio del transporte global total es petróleo (p. 90).

En consecuencia, hay pocas esperanzas de detener el incendio.

El planeta ha tardado millones de años en acumular la energía fósil que hemos aprovechado durante el último siglo y medio. Haberla quemado en tan solo unas décadas está causando y causará consecuencias dramáticas […] el enfrentamiento entre el dióxido de carbono y los seres humanos solo está dando sus primeros pasos y constituirá una carga más pesada para las generaciones futuras que para nosotros […]. El castigo recaerá sobre todos y cada uno de nosotros, pero especialmente sobre los jóvenes, los inocentes, los no nacidos. Mientras tanto, la vida seguirá […] (p. 470).

La resiliencia aparece aquí como lo que es: una maldición de la que sólo hay una forma de escapar: suspendiendo la reproducción de la raza humana, que parece condenada por lo que Peter Sloterdijk llama el «nihilismo extractivo».

Los bosques primordiales de un pasado lejanísimo, fosilizados y licuados, han sido devueltos al tiempo histórico y actualizados en el momento presente de la era industrial por innumerables incendios generados por máquinas. Lo que consideramos civilizaciones modernas son en realidad los efectos de los incendios forestales, que nuestro presente provoca en las reliquias de la antigüedad de la Tierra. La humanidad moderna es un grupo de pirómanos que prenden fuego a bosques y brezales subterráneos (P. Sloterdijk: Il rimorso di Prometeo, cit., p. 27),

En su opúsculo, Sloterdijk reconstruye la génesis del Petroceno en términos marxianos: el aumento de la composición orgánica del capital (la introducción de máquinas que reducen el peso relativo del trabajo humano en la producción de mercancías) ha sido posible gracias a la revolución técnica de la que la electricidad y el petróleo son los instrumentos esenciales. «El resultado [de la aplicación de estas tecnologías] para cada individuo adulto corresponde a la capacidad que habría obtenido de un contingente de entre veinte y cincuenta esclavos domésticos y en algunos casos de un grupo mucho más numeroso» (p. 60). Por ello ninguna política puede inducir a los ciudadanos del mundo contemporáneo a renunciar al don del fuego o, al menos, a limitarlo de forma compatible con la salvaguarda de un clima habitable: no hay, pues, ninguna posibilidad «política» de detener la autodestrucción, que Sloterdijk define, citando a Heráclito, como ekpyrosis (disolución del mundo en el fuego).

Probablemente tan solo una tecnología hoy inimaginable (tal vez la nanotecnología) podría interrumpir esta carrera, pero es improbable, si no imposible, que alguien sea capaz de invertir los recursos necesarios para acometer esta reconversión, máxime cuando la ekpyrosis ya está en marcha y los recursos de que disponemos se están invirtiendo en apagar incendios forestales y en encender siempre nuevos fuegos de una guerra que los humanos, presas del pánico, están iniciando en todos y cada uno de los puntos del planeta.


Recomendamos leer Miri Davidson, «Mar y tierra. Imaginarios de la extrema derecha», El Salto; y Decrecimiento vs Green New Deal, Madrid, Traficantes de Sueños, 2019.

Artículo aparecido originalmente en Il disertore y publicado en Diario Red con permiso expreso del autor.