Los surcos del azahar

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Cartel de la película "La Casa" — Cines Golem

Mientras se me caían dos lagrimones pensando en mi padre, en lo parecido que era al personaje troncal de la película, del cómic de Paco Roca, vi desfilar momentos que yo mismo hubiera firmado, y filmado. Peticiones de perdón, ganas de recuperar el tiempo perdido, reconocer que vienes de donde vienes porque… fueron, somos

En Diario.Red tenemos al mejor crítico de cine de este país. No lo digo porque sea mi amigo, no lo digo porque sea también el mejor crítico de la vida diaria que conozco. Lo digo porque solo es comparable a Carlos Pumares y Rafa Fernández. Dos genios también.

Menciono así de saque a mi querido Iván Reguera porque hoy he venido a hablar de una película, de un libro. La Casa de Alex Montoya y La Casa sobre todo de Paco Roca, que es la misma, que debería ser la nuestra.

Esta película (no he leído todavía el cómic) me ha permitido confirmar que veo la vida como la ve Paco Roca. Él con sus ojos azules mediterráneo, yo con mis ojos color miel abeja Willy, de la bahía de Puget Sound.

La premisa de la historia es sencilla, como debería serlo todo.

Una casa de campo, un padre que parece salido de una novela de Blasco Ibáñez, una madre en la sombra, unos hijos dispares, unas nietas que entienden todo mejor.

Nada de esto sería posible sin suscriptores

Recuerdos de posguerra, de hambre, de una higuera que no era tuya pero que conquistabas furtivo para no aumentar la deuda familiar.

El sueño de construir una casita en el campo para que tus hijos vengan a verte, vengan a disfrutarla. Para que tuvieran lo que tú nunca tuviste.

El eterno anhelo de los que sufrieron la república que no pudo ser.

El naranjo fumigado para evitar el pulgón, la pérgola de madera para dar sombra a las sobremesas venideras.

El vecino amable que se apunta a un bombardeo y siempre está solícito para echar un cable. El que te escucha.

La parra que no agarra. Pájaros de dos patas que se llevan las uvas como si no hubiera mañana.

La petanca.

Hijos que no se llevan del todo bien. El diferente siempre puesto en cuestión. El escritor que se va fuera del país a vivir.

Los que se quedan. Más grises pero a su manera están, aunque no les esperes.

El padre con la casa de campo entre ceja y ceja. La construye con sus propias manos prácticamente, verso a verso. Ante la atenta mirada de su mujer, sus hijos que son pequeños, y ese cielo de Machado en Rocafort.

Su mujer prefiere la pequeña ciudad junto al Mediterráneo. Todo sea por evitar meterse a duras penas en el viejo Ford Fiesta color champán, en las sinuosas carreteras de un solo sentido. El trajín de los armarios, de la comida, de la compra. El retortero abriéndose paso con un machete.

Él prefiere ver desde su ventana el campo, el mar de fondo. Marinero en tierra.

Lejos queda el puerto de Alicante, la gente apelotonada para huir en un barco hacia Inglaterra, Chile o Veracruz.

Los que se quedan. Los campos de concentración. Albatera esquina Gusen.

El padre quiere que la ventana de la habitación de matrimonio, su matrimonio, tenga vistas al jardín. Y así lo hace. En el fondo sabe que nadie va a ir a esa casa tanto como él. Pero no por eso va a dejar de añorar las visitas que no llegan.

Si hubiera una tienda en el pueblo donde vendieran cupones para visitas familiares los compraría todos.

Cómo disfruta con el aletear de los carboneros, el canto de los petirrojos, el zumbido de las abejas, de la vida. Ahora la cigarra es él.

La eterna espera para que sus hijos decidan dejar un rato de lado la vida gris de la gran ciudad, esa que les ahoga, que nos ahoga, que los despista, que nos despista. La plaza de garaje a 200€. Las lechugas metidas en ataúdes de plástico. Florette y un señor de Murcia.

Su única misión en la vida es que sus hijos e hijas vayan a verles, a la casa, al  campo. Con todas las consecuencias. Las consecuencias del amor. La grande bellezza. Sorrentino se quedaría a vivir aquí también.

Un vinito, unos filetes empanados, un café de cafetera italiana con solera, un flan en molde rojo rebosando caramelo por los cuatro costados y una botella de mistela para el final, que nunca es el final.

Esa era la idea. Pero no llega. Nadie viene.

De repente: —Papá ha muerto, mamá ha muerto.

La casa se cae.

¿La vendemos? ¿Se la queda alguien?

Reunión familiar urgente de fin de semana para limar asperezas y ver qué hacemos con la casa, con la vida.

Se les nubla la vista, al mar, al monte.

La casa. Inmobiliaria Montoya & Roca. Se vende.

Lo que ocurre alrededor de esa casa esos tres días (si el hijo se llamara Pedro se hubiera cogido cinco) es pura magia. Es lo que pudo ser y no fue pero puede que sea. De ellos depende. Son sus urnas, sus elecciones europeas, sus opciones de vida.

Mientras se me caían dos lagrimones pensando en mi padre, en lo parecido que era al personaje troncal de la película, del cómic de Paco Roca, vi desfilar momentos que yo mismo hubiera firmado, y filmado.

Peticiones de perdón, ganas de recuperar el tiempo perdido, reconocer que vienes de donde vienes porque… fueron, somos.

Gambas a la plancha, sardinas a la plancha, limón, servilletas de papel a tutiplén, concordia, amor.

Memoria sin rencor. El campo como pegamento. Los partidos de fútbol junto a una charca llena de renacuajos. El viejo almendro con los nombres grabados dentro de un corazón que ya no late. Las bicicletas, que son para el verano, y para la primavera también aunque cada vez sea más fugaz y escurridiza.

La línea del horizonte. El pinar, las trincheras de la guerra que perdimos, los nidos de ametralladoras de la guerra que perdimos. La merienda. Fanta de limón y bocadillo de mantequilla con azúcar. Abejas que nos saludan desde la distancia.

El balón de fútbol destrozado, las porterías con piedras que nunca devolvíamos a su sitio.

Alguien desde la lejanía grita: —A cenar.

Alguien a su lado dice entre dientes: —Cómo pueden ver algo si es prácticamente de noche, estos niños…

Y siempre ahí la casa de campo, mirándote, vigía. Diciéndote: —No te vayas, eres de los míos, te necesito, me necesitas. Sácate el carnet de conducir y seré tuya.

Las pantuflas de tu padre a pie de cama. Las ganas de dormir con él toda la noche, abrir los ojos y ver que todavía sigue ahí, para mecerte, para aconsejarte, para darte un abrazo de esos que te parte la espina dorsal y te llena de mariposas el cuerpo entero.

Pero ya no está. Ni él ni sus pantuflas, ni su sonrisa, ni su compromiso diario contigo, con el resto de la banda. Los valores, sus dichosos valores que pusieron el listón tan alto que ahora te da la impresión de que estás rodeado de narcisistas o picaflores.

Deseas que tu hermano se lea el libro que escribiste, que le guste. Deseas que respeten tus decisiones de vida como tú siempre respetaste y alentaste las suyas aunque no las entendieras.

Hacer la mesa bajo la pérgola más larga para que quepa más gente. Los hijos, las nietas, los amigos que acaban de aterrizar en tu vida. La novia que para cuando aparezca será ya la viuda.

Que alguien te entregue un sacacorchos cuando tú llevas media hora intentando abrir la botella con un clavo y un martillo. Que el Trinaranjus vuelva a venir en botellas de vidrio.

La mesa de ping pong, el viejo Mini azul, la manguera que gotea, la piscina que se hiela en invierno pero es salvada por un madero enorme que hace de rompehielos. Tú colocas unos clicks de Famobil del ejército japonés para salvaguardar la nave.

El garaje lleno de recuerdos. Los juegos reunidos Geyper, el disco de Orzowei, el disco de The Eagles, el coche teledirigido de Rico, el Scalextric con el Tyrell P34 de seis ruedas, la entrada para el concierto de Serrat en el pueblo.

La leña colocada perfectamente en la leñera. Las herramientas perfectamente colocadas con su silueta a lápiz, en la pared. El 1400 negro que toca el claxon y se para en la puerta de tu casa de campo para ofrecerte el rico bombón helado que sale de una caja de corcho del maletero, una caja que despide un humo frío que te fascina.

Tu padre siempre pide dos bombones helados. El primero que abre siempre te lo da a ti. Por eso los lagrimones, la herida en el alma. La puñetera ausencia.

La parra que sigue sin agarrar. El naranjo que da naranjas que no saben a naranja, pero es el naranjo de tu padre.

El lagarto de especie protegida que asoma por el jardín curioso, deseando que te quedes también todo el año para tener más situaciones que contarle a sus hijas, a sus nietos.

—Eres de los nuestros, la vida está aquí.

La higuera que siempre quisiste tener (porque en la posguerra te salvó la vida) tampoco da frutos. El campo es así de caprichoso.

Sueños de pobre. Pero son tus sueños, es tu casa, es tu familia. Ya no eres un conductor frustrado de tranvía, ahora conduces una casa, de campo. Nadie pica boleto, nadie se cuela, aunque les dejarías que se colaran. Con tal de verles, de disfrutarles. Porque la hiciste por ellos.

Y un día te mueres y nadie entiende nada, porque pensaban que eras inmortal.

Porque gente como tú debería ser inmortal. Claro que hay gente imprescindible en la vida. Que no te engañen.

Como decía Garci (cuando era Garci) en “Las verdes praderas”.

—Toda la vida trabajando para La Confianza, quién te mandaría meterte a trabajar ahí.

—Toda la vida esperando destino. Porque iba a llegar tu vida, tu verdadera vida. Lejos de la cola de espera.

—Y la vida que llega no te gusta. Un día te mueres y se te queda esa carita de gilipollas.

—Te han llevado al huerto toda la vida.

—Te das cuenta que has vivido para Seat, para Philips, para Zanussi, para Banús, para El Corte Inglés para La Confianza y su puta madre.

Por eso hay que seguir regando la parra, el naranjo y la higuera.

Regar de gasolina el chalet y quemarlo a lo bonzo pero la casa de campo dejarla intacta, llenarla de gente, de tu gente.

Conseguir una vez que te has ido que tus hijos abandonen la gran ciudad, el BUS-VAO y acicalen la casa. Cemento, nivel y llana. Que no parezca ya más una réplica del seminario de Belchite.

El páramo en llamas.

Que ya no la quieran vender. Que el escritor, el proscrito, el envidiado, decida comprar la casa y dejar que sus hermanos y sus sobrinas la disfruten cuando quieran. No la quemes, no te quemes.

Deseo del jefe, allá donde esté. Con sus pantuflas, su pelo a lo Alfredo Landa, sus gafas de metal.

En el fondo eso es la vida. Descolgar el teléfono y decir: —Voy para allá, ¿llevo pan?

Alargar las sobremesas sin levantar la voz y permitiendo que todo el mundo hable para seguir tejiendo.

Escuchar para que no tengan que decirte un día: —Es que nunca me dejaste hablar, no sabes nada de mí.

No dar la chapa, escuchar. Ponerse en la piel del otro, en los zapatos, en las cholas.

Querer al que escribe sin desearle que le vaya mal porque tu vida sea gris y trabajes apretando un botón en la Central Nuclear de Springfield o aprietes tornillos en Almussafes.

Querer y cuidar al diferente. Al que lleva remando en la orilla toda la vida. Su patera es la tuya.

Esa casa de campo de Paco Roca, que tiene roca, que tiene ladrillo y que tiene teja representa para mí el único lugar posible para cobijarse en estos tiempos de tanto despiste generalizado y tanta crueldad gratuita.

Raise high the roof beam, carpenters. Novela de Salinger. Levantad la viga del techo, carpinteros.

Debe ser una casa a prueba de bombas, a prueba de mentiras, a prueba de vendedores de humo.

Una casa a prueba de los que se quedan con lo que quieren y no ven la fotografía entera. The big picture.

Una casa donde haya un altar a la inteligencia emocional y a las pantuflas del que se ha levantado de muchas hostias que no venían a cuento.

Mi casa es tu casa. Es de roca, tiene arrugas, tiene surcos, tiene azar y azahar.

Welcome home.