Tres movimientos

Breve alegoría sobre la esperanza

1

Estás profundamente dormido, soñando con ese viaje a Europa que has ido postergando pero ya tienes decidido hacer sin más dilaciones el próximo verano, cuando te despiertas con cierto sobresalto. No es que la sensación sea del todo nueva. Tampoco que te invada el terror. Tan sólo que, por más que haya ocurrido muchas veces, nunca consigues acostumbrarte del todo, dominar ese relativo desasosiego que te produce el hecho de que tu habitación se balancee un poco, el ventilador de techo se mueva de aquí hacia allá, e incluso tu cama se deslice unos centímetros de izquierda a derecha una y otra vez.

No llegas a inquietarte, pero tampoco puedes seguir durmiendo, a diferencia de tu mujer y de tus hijos, a quienes ningún movimiento sísmico parece capaz de despertar. Ella apenas si cambia ligeramente de posición en la cama cuando fuera empiezan a sonar las alarmas habituales. Pero no mucho más. Enseguida se da vuelta, se arropa en su manta, y segundos después sigue roncando.

Tú, por el contrario, te levantas, vas hacia el comedor y miras por la ventana. Estás en una décima planta y tienes una bonita vista de Tokio. Por lo que lees en el móvil, en la ciudad no parece haber habido demasiados daños. Te quedas allí, desvelado, incluso cuando es evidente que ya pasó todo. Las alarmas han dejado de sonar. En los otros edificios de tu barrio, edificados como el tuyo para resistir este tipo de eventos, las pocas luces que se habían encendido vuelven a apagarse. La noche sigue su curso.

Y después de un rato, cuando parece que nada volverá a ocurrir, regresas a la cama y también tú te sumerges bajo la manta.

2

Tan pronto como recobras la conciencia comprendes que el edificio se ha desplomado por completo. En el último terremoto importante ya te habías salvado por los pelos, pues justo te encontrabas fuera de casa y en una zona con poca edificación, más o menos a salvo de cualquier derrumbe. Pero esta vez te ha sorprendido en medio de la noche y lo único que recuerdas es estar durmiendo y, de repente, un ruido atronador y la sensación indescriptible de caer, de aferrarte instintivamente a los bordes de tu cama, pero sin que eso evite en lo más mínimo la caída. Tu caída, la caída de tu cama, y la caída de tu mujer, quien dormía a tu lado y que ya no sabes dónde está. Gritos, múltiples gritos. Y polvo. Y de pronto un cansancio atroz que en lo más profundo creíste que era la muerte.

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Pero no estás muerto. Curiosamente sigues en tu cama, pero tu habitación ya no existe, y cuando estiras la mano hacia tu derecha compruebas que tu mujer ya no se encuentra junto a ti. Estás solo, en la más absoluta oscuridad, sobre un colchón que es lo único que te resulta familiar de aquello que te rodea.

Poco a poco vas estirando las manos para discernir la magnitud de tu situación y descubres que ocupas un estrecho hueco que no abarca ni siquiera toda la cama. Hacia arriba, a izquierda y derecha, sólo hay escombros. Puedes mover los dos brazos y una de tus piernas, pero tu pie izquierdo está atrapado y el dolor es insoportable.

Intentas no desesperar. Los terremotos son frecuentes en México y si algo has leído es que las posibilidades de supervivencia son siempre menores si uno desespera. Para empezar, ignoras si el reducto donde se ha formado tu refugio está herméticamente cerrado o si entra oxígeno desde algún sitio. Si lo cierto fuera lo segundo, un ataque de nervios te haría consumir ese oxígeno con mayor velocidad y dificultaría cualquier posibilidad de rescate. Por mucha angustia que sientas, ahora lo que toca es tener paciencia y esperar, sumergir tu mente en los recuerdos más felices que puedas, rememorar tus películas o libros favoritos de principio a fin para que, de ser posible, duren tanto como los originales, y estar muy atento a cualquier ruido que percibas desde el exterior, para no dejar pasar la oportunidad de alertar de tu presencia a cualquier patrulla de rescate. Porque de eso estás seguro, tarde o temprano las patrullas de rescate llegarán, y por eso tienes que resistir y reservar fuerzas para el momento en que sea imperativo gritar.

Durante un período que quizás sean minutos y quizás sean horas, pierdes el conocimiento, y lo recuperas varias veces, y lo vuelves a perder. Cuando por fin despiertas compruebas que la oscuridad no es total. Algo de luz entra por alguna parte. No mucha, pero algo. Ya debe ser de día. Y esa mínima luz ya es en sí misma una esperanza, porque probablemente también entre oxígeno. Estabas en una quinta planta y encima de ti sólo había una más. Es un milagro que hayas sobrevivido a la caída y no entiendes cómo puede haberse derrumbado el edificio sin que ninguna viga se te viniera encima. Pero allí estás, y eso quiere decir que no puede haber tantos escombros arriba, apenas los restos del terrado y de otra planta. Vuelves a pensar en tu mujer, pero no sin dificultad decides aparcar ese dolor por el momento. Ya tendrás tiempo de hacer el duelo si sobrevives, y ahora es importante, esencial, mantener la calma. Mejor pensar que tu mujer se levantó de la cama justo antes de que empezasen los temblores. Que de algún modo quedó ella también atrapada pero ilesa en un hueco. Quizás incluso haya podido salir por su propio pie, o ya haya sido rescatada. Sí, debe de estar esperándote fuera, lejos de esa masa de cemento y hierros retorcidos que ayer era tu hogar. Por ella debes resistir, por el amor que os une.

Tienes los labios resecos y sabes que la sed puede ser tu peor enemiga. Te imaginas teniendo que beber tu propia orina para mantenerte con vida, como sabes que ha debido hacer otra gente en circunstancias igual de desesperadas. Deseas no verte obligado a llegar a tanto. Pero, aunque tienes la vejiga casi llena, por precaución tampoco atinas a orinar, pues de hacerlo perderías sin remedio un combustible que quizás te sea vital en un futuro cercano.

Y de pronto, mientras te entretenías en estos pensamientos y en muchos otros, desde una distancia indeterminada crees escuchar voces. ¿Son realmente voces o será una treta de tu mente agobiada, una mera ilusión?

Pero no hay duda, son voces. Oyes también el ruido inconfundible de maquinarias. La búsqueda de supervivientes ha comenzado y algunos rescatistas parecen estar sobre las ruinas de tu edificio. Todas las fuerzas que creías perdidas parecen volver a ti. Empiezas a gritar y haces ruidos intermitentes con una piedra. Y gritas otra vez.

Al principio crees que nadie te escucha ni te escuchará jamás, que estás demasiado profundo, que morirás antes de que lleguen a encontrarte, e imaginas a los equipos de rescate recogiendo tu cadáver. Pero entonces distingues una frase. Alguien te pregunta tu nombre. Raúl, respondes. Y cuando aquella voz en la lejanía, sin duda amplificada por un altavoz, repite esas dos sílabas, comprendes que te están hablando a ti, y que quizás tengas que esperar todavía un poco, quizás pierdas incluso un pie, o una pierna, pero existe la esperanza cada vez más cierta de que tus días no terminen en ese lecho de escombros.

3

Dormías profundamente cuando, de pronto, sientes que todo alrededor de ti se desploma. Y mientras tu mundo estalla con un estruendo ensordecedor, por dentro te sorprendes incluso del hecho de haber estado durmiendo. Porque lo que sucede ahora sabías que podía ocurrir en cualquier momento. Ya lo habías visto ayer, y anteayer. Sólo que no te había ocurrido a ti. Así que el mero hecho de haber conseguido conciliar el sueño es lo que te sorprende mientras el suelo se derrumba a tus pies, mientras los delgados y endebles cimientos de lo que era tu hogar, aquello que con tozudez seguía proporcionándote cierta protección, cierta seguridad, se desmorona sin remedio.

El aspecto de la destrucción por fuera ya lo conoces porque la has visto en otras calles cercanas, en barrios vecinos que hasta hace poco recorrías en busca de una tienda, o al llevar a tus hijos a la escuela. Barrios que ahora son sólo montañas de escombros. Es como si hubiera tenido lugar un terrible terremoto. Pero no es un terremoto.

Mientras caes tienes tiempo de pensar en tus hijos, en tu mujer. Todos deben de estar cayendo contigo. Pero hay tantos gritos que es imposible distinguir una voz de otra. En realidad, la caída se produce en pocos segundos, pero tienes la sensación de que sucede en cámara lenta, durante varias horas en las que, a tu pesar, te vas despidiendo de todo.

Al despertar ignoras cuánto tiempo ha transcurrido. La oscuridad es absoluta. A izquierda y derecha oyes gritos y gemidos e intentas hablar. Pero te sale apenas un hilo de voz que se suma al coro de lamentos. Enseguida vuelves a perder el conocimiento y, cuando despiertas, se ha instalado el silencio.

Por algún increíble milagro, más allá de alguna magulladura, pareces estar ileso. Pero no tienes idea de cuántos kilos de escombros te separan del cielo. Sabes, eso sí, que sin ayuda nunca podrás salir de allí.

Y maldices el milagro. Porque estás en Gaza, y tienes la más cruda certeza de que no existen ni medios ni recursos para salvarte. No llegarán maquinarias ni verdaderos equipos de rescate. Por mucho que tus vecinos se esfuercen, no podrán levantar los escombros ni siquiera para llegar hasta tu cadáver. Y probablemente ellos estén mañana a tu lado atrapados bajo los escombros de sus propios edificios.

Deseas entonces que ni tu mujer ni tus hijos estén en una circunstancia similar. Lo mejor sería que para ellos todo haya terminado, que ya hayan muerto.Y mientras razonas lo anterior sientes las lágrimas deslizándose por tus mejillas.

Estos minutos u horas de más que la providencia te han brindado, estos momentos desprovistos de toda esperanza, sólo redundarán en padecimiento y tortura.

Habitas la que muy pronto será tu tumba. Lo único que puedes hacer es pensar y esperar.

Y vuelves a maldecir el milagro.