Colombia

Tierra, el pasivo histórico del Estado en Colombia

El progresismo se juega su futuro en Colombia en la gestión de la tierra. La reforma rural es urgente para que la movilidad sea la regla
Foto: CNN
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El gobierno colombiano actual ha insistido desde su llegada en una política de tierras que apunte a saldar la deuda histórica con el campo colombiano. Por décadas, se ha aplazado el ideal de la reforma agraria y, aunque han sido varios los intentos por democratizar el acceso, el atraso y la concentración han sido comunes denominadores. El coeficiente de Gini en Colombia en función de los ingresos es preocupante, 0,53, pero el de la tierra es escandaloso e indignante, 0,89. Esto quiere decir que un 1% de la población más rica es dueña del 81% del total de las tierras.

Esta realidad viene agudizada por fenómenos históricos ligados el neoliberalismo, en especial a comienzos de los 90, cuando el país emprendió durante el gobierno de César Gaviria Trujillo (1990-1994) la denominada “apertura económica” que desmontó los sistemas de protección de la industria nacional en nombre del libre comercio y una supuesta modernización. No se pensaron en alternativas para los campesinos de cara, no sólo a la importación de alimentos sino al fenómeno creciente del narcotráfico. El desprecio del neoliberalismo por la el sector agro dejó a los campesinos a merced del cultivo de la coca, rentable y con mercados seguros en la primera economía del mundo. El narcotráfico significó para Colombia no sólo la violencia de la década de los 90, sino un fenómeno de desplazamiento campesino y emparejado con el paramilitarismo la peor contrarreforma agraria en la historia contemporánea colombiana. Los “paras” fueron la mano invisible del Estado supuestamente para contrarrestar a las guerrillas, pero en realidad jugaban por un orden social clasista y elitistas que sometió cualquier asomo de disidencia con masacres, torturas y las perores formas de desmembramiento. Pocas dictaduras militares en el mundo llegaron a semejantes niveles de sevicia.

La generación de condiciones justas en el campo colombiano requiere no solamente de reformas sino de un cambio cultural para defender la paz, devaluada en estos últimos años por la extrema derecha

El agro lo desmontaron con una mezcla de violencia para, narcotráfico y capitalismo salvaje. Colombia hoy importa buena parte del arroz, la papa, el maíz, y la soya que llega a los hogares y las posibilidades de seguridad y soberanía alimentarias no son del todo claras. Al año el país llega a importar 15 millones de toneladas de productos agropecuarios, como lo reconoce el propio exministro de agricultura Andrés Valencia, de entraña conservadora. Es difícil, por no decir imposible, alcanzar el ideal de la justicia social cuando en el campo no están dadas las condiciones para que los campesinos reciban un ingreso que permita acceso a condiciones de vida dignas, peor aún, sometidos el fenómeno de la violencia (directa y estructural en términos de Johan Galtung). En 1994, con el gobierno de Ernesto Samper Pizano se aprobó la Ley 160 que reconoció la vocación social y ecológica de la tierra y previó las zonas de reserva campesina que buscaban preservar las condiciones en algunos territorios con un enfoque diferenciado, entre otros. Sin embargo, el retorno del neoliberalismo en los años posteriores, dejó sin mayores efectos una ley que no ha perdido vigencia pero que necesita un desarrollo como el que hoy proponen los sectores progresistas.

La generación de condiciones justas en el campo colombiano requiere no solamente de reformas sino de un cambio cultural para defender la paz, devaluada en estos últimos años por la extrema derecha, el desmonte del narcotráfico con un enfoque alternativo al comprobado fracaso prohibicionista, pero sobre todo de una revaloración del trabajo de los campesinos. Segmentos poblaciones enteros ven en los campesinos personajes de atraso, ignorantes y cuyo trabajo parece prescindible. Ignorantes ellos que no saben que buena parte del plato que los alimenta proviene de la labor del campo.

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La senadora más votada del Centro Democrático, partido del exmandatario Álvaro Uribe Vélez, ha acusado a los indígenas de acaparar tierras reflejando un prejuicio racista presente en la élite colombiana

Por eso, el primero punto de los Acuerdos de La Habana entre el Estado y la extinta guerrilla de las FARC, hoy Partido Comunes, fue precisamente el de la tierra al que se denominó reforma rural integral.  La tenencia de la tierra está en el origen de nuestro conflicto, los primeros movimientos armados sólo la pedían para los campesinos y se estrellaron contra una respuesta exclusivamente militar (Plan Lazo y bombardeo a Marquetalia) y una guerra que le sirvió de excusa al Estado para mantener un esquema de exclusión vigente hasta la actualidad. La guerra ha sido el mejor negocio para mantener vigente a la extrema derecha.

La reforma de tierras que se busca gestar en Colombia pasa por aprovechar los consensos que han venido surgiendo en medio de un progresismo activo en las bases, pero que genera escepticismo dentro del establecimiento que sigue esgrimiendo recursos de dudosa legitimidad y que son falaces para oponerse a la transformación. Se dice que cualquier iniciativa asociada a la seguridad y soberanía alimentaria generará pánico entre la inversión extranjera y sacaría a Colombia de los circuitos internacionales del mercado –se solía repetir lo mismo a comienzos de los noventa-. Como se ha vuelto costumbre, la derecha reaccionaria y un centro que se sigue decantando en favor del conservatismo (a pesar de que llegó con las banderas del progresismo al Congreso) le han declarado la guerra a la reforma a la tierra.  Alarman sobre una ley que pondrá en práctica una norma ya aprobada para una Jurisdicción Agraria que busca dirimir conflictos sobre la tierra con enfoque diferenciado y anuncian sin ningún respeto por el rigor que derivará en expropiaciones arbitrarias. Parten del supuesto engañoso de que toda expropiación es contraria al Estado de derecho y que se sepultará en Colomba el derecho a la propiedad por el sólo hecho de que se titule a campesinos y se devuelva la tierra a miles de indígenas y afros despojados, desplazados y víctimas de violencia estructural. Hasta en los Estados más capitalistas del mundo se expropia, y cuando en Colombia figuras de la derecha han recurrido a esta figura para obras que hoy en día colapsan nadie ha alzado la voz para denunciar autoritarismo. Para la muestra el sistema de movilidad de Bogotá, un desastre clasista inventado por la derecha de Enrique Peñaloza a comienzos de siglo.

La senadora más votada del Centro Democrático, partido del exmandatario Álvaro Uribe Vélez, ha acusado a los indígenas de acaparar tierras reflejando un prejuicio racista presente en la élite colombiana. El supremacismo criollo más vivo que nunca ahora ha puesto a circular la teoría de que los indígenas se aprovechan de su condición de víctimas para acceder a la tierra. En este delirio aseguran que no acceden a ella por pereza lo que los convierte en desvergonzados (o conchudos como se dice en la región latinoamericana).

En buena medida, el progresismo se juega su futuro en Colombia en la gestión de la tierra. Parte significativa de las contradicciones de la democracia colombiana pasan por una tenencia clasista de la tierra, reflejo de una estructura donde la movilidad social es la excepción. La reforma rural es urgente para que la movilidad sea la regla.