Francis Ford Coppola desmenuza la grotesca decadencia del Imperio estadounidense con una ópera onírica

¿Qué piensas de “Megalópolis”? Era una de las preguntas más repetidas en los primeros días del Festival de Cannes, donde se ha estrenado la esperadísima película de Francis Ford Coppola. El director de la saga del “Padrino” ha logrado culminar su proyecto maldito que tenía en mente desde hacía décadas. Ante el hype desmedido, este filme de ciencia ficción solo podía decepcionar. Así ha sucedido con una parte de la crítica, que se ha polarizado entre los que la machacan y aquellos que la adoran. Y eso que en realidad se trata ni de una cosa ni la otra: una película que vale la pena ver por sus riesgos y experimentaciones artísticas, aunque queda coja en su vertiente más política.

Parar el tiempo. Es el poder del protagonista César Catalina (Adam Driver), una mezcla entre un arquitecto utopista —como si fuera una especie de Le Corbusier ecologista del siglo XXI— y un superhéroe perturbado por su pasado y fácilmente corrompible. En una parodia de una Nueva York decadente y con tintes apocalípticos, Catalina se enfrenta al alcalde de esta urbe-imperio, Franklyn Cicero, interpretado por Giancarlo Esposito. Es un dirigente ultraconservador que apuesta por el hormigón para revitalizar Nueva Roma, el nombre que recibe la Gran Manzana en esta ficción. El pulso electoral entre estos dirigentes antagónicos representa el eje narrativo de una historia que se inspira en la conjuración de Catalina.

El director de “Apocalypse Now”(1979) y “Drácula” (1993) lleva al actual imperio norteamericano ese famoso complot en la República romana en el año 63 a.C. Aunque “Megalópolis” se presenta como una fábula, muestra en realidad unos Estados Unidos genuinamente contemporáneos. Las élites están corrompidas y se jactan con sus placeres y gustos grotescos. El pueblo ha dejado de creer en el sueño que funcionó como motor imperial. Los shows televisivos han sustituido el circo de los romanos. Y los tribunos son demagogos populistas, al más puro estilo Donald Trump, que apuestan por los complots sexuales y manipulan a la muchedumbre.

Un ejercicio de estilo más que una película política

“De la misma forma que los romanos perdieron su República, hemos llegado a un punto en que Estados Unidos podría perder la suya”, aseguró Coppola durante la rueda de prensa de presentación del filme en Cannes. Tras “Civil War” de Alex Garland, otro filme político como “Megalópolis” hará correr ríos de tinta este año. No resulta sorprendente en un 2024 marcado por las presidenciales en Estados Unidos en noviembre, además de las elecciones en India, México o en el Parlamento Europeo.

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A pesar de que la obra de Coppola contiene materia prima para ser una buena película política, falla en este aspecto. “Creo que la política no representa el punto fuerte de Francis. Fundamentalmente, eso no le interesa”, reconocía el cineasta estadounidense Brian de Palma en un libro de entrevistas en 2001. Y eso se nota en un filme que no pretende hacer una crítica del capitalismo norteamericano, sino que se conforma con constatar su declive.

En realidad, “Megalópolis” sobresale, sobre todo, por sus experimentaciones formales. Aprovechándose de su condición de leyenda del séptimo arte y de que autofinanció —incluso hipotecó unas viñas en California— los 120 millones de dólares que costó este proyecto, Coppola arriesga con este filme poco convencional. Resulta una ópera onírica. La pronunciación enfática de los personajes, la combinación de lo trágico con lo cómico, su condición de gran espectáculo (a veces desfasado)… Es larga la lista de elementos del mundo operístico, una de las grandes pasiones de Coppola que ya aparecía en la saga del “Padrino”.

A eso se le suma una estética relacionada con el mundo de los sueños. Además de referencias evidentes a Alfred Hitchcock —el paralelo con “Vértigo” en la secuencia inicial—, su Nueva York (más bien dicho, Nueva Roma) tiene reminiscencias al fantástico retrato onírico de esa misma ciudad en “Eyes Wide Shut” (1999) de Stanley Kubrick. Además, hay secuencias poéticas con imágenes atmosféricas que recuerdan “El árbol de la vida” (2011) de Terrence Malick, otra de esas películas poco convencionales que triunfaron en Cannes. Si Coppola obtuviera la Palma de Oro, sería su tercera después de “La conversación” (1974) y “Apocalypse Now”, otro filme destrozado primero por la crítica y luego elevado a los altares.

Una reflexión incompleta sobre las utopías

A sus 85 años, el creador del “Padrino” ha presentado probablemente su último largometraje, aunque ha dicho que le gustaría hacer otro. “Megalópolis” aparece como un testamento artístico. Eso se nota con su relación con el tiempo, otro de los aspectos clave. Coppola juega con lo temporal en varios sentidos. Por un lado, sobrepone el mundo romano con los Estados Unidos contemporáneos en un salto de más de dos milenios. Por el otro, alterna el mundo real con el de los sueños en un montaje que no sigue los cánones convencionales ni esquemas racionales.

Todo ello funciona bastante bien. Y ofrece al espectador momentos geniales, otros resultan ridículos. Coppola, sin embargo, fracasa a la hora de poner su experimentación formal al servicio del mensaje de fondo. En este sentido, “Megalópolis” es una película mucho menos redonda que “La zona de interés”, que había sido una de las más destacadas el año pasado en Cannes y que sobresalía por su capacidad para poner el virtuosismo técnico del británico Jonathan Glazer —por ejemplo, con sus imágenes de cámara fija al más puro estilo telerrealidad— al servicio de un mensaje potente: la banalidad y la atemporalidad del mal del Holocausto.

“Megalópolis” no logra este objetivo, a pesar de que ínfulas no le faltan. “Necesitamos un debate sobre el futuro”, “No dejemos que el tiempo reine sobre nuestro pensamiento”… Son algunas de las frases reivindicativas que sobresalen de los diálogos de un filme que se ambienta en un mundo en descomposición, pero que aspira a ser una oda al futuro. Una invitación a debatir y reflexionar sobre las utopías desde el presente que resulta sugerente para la izquierda.

Coppola, sin embargo, se queda a medio camino y no logra profundizar en ese mensaje potente. Aunque parece reivindicar que hay que soñar tomándose muy en serio los sueños, al final simplemente se queda soñando. Y en medio de sus sueños, uno disfruta de una película irregular que tiene el mérito de existir en un momento de homogeneidad y conservadurismo artístico en la industria audiovisual.