La lucha de clases en Francia

Como siempre en Francia, el país europeo de la lucha de clases por antonomasia, la última palabra la tiene la potencia popular, su capacidad de superar las divisiones y disputas que han creado varias décadas de neoliberalismo y apartheid “a la francesa”
Manifestación contra la extrema derecha en París
Olivier Donnars / Zuma Press / ContactoPhoto
Manifestación contra la extrema derecha en París — Olivier Donnars / Zuma Press / ContactoPhoto

No por esperado, el resultado de la primera vuelta de las elecciones francesas del pasado domingo 30 de junio es menos grave. La extrema derecha neocolonial de Reagrupación Nacional ha conseguido una victoria clara con el 33,2 por cien de los votos emitidos y algo más de 10,6 millones de votos, duplicando sus resultados de 2022. Aunque el resultado está por debajo de las encuestas que les daban hasta un 36 por cien de sufragios emitidos, se trata de una histórica primera victoria del partido en unas legislativas. En el sistema electoral francés de 557 circunscripciones, RN ha quedado como primera fuerza en 297 de ellas, en las que parte como favorita para el segundo turno del próximo domingo 7 de julio. La coalición de partidos de izquierda y centro izquierda, el Nuevo Frente Popular, ha obtenido un buen resultado con un 28 por cien de los votos emitidos y casi 9 millones de sufragios, quedando como primera fuerza en 159 circunscripciones. Aunque no catastrófico, el resultado de la coalición macronista Ensemble pour la République ha sido pésimo, con un 20 por cien de los votos emitidos y cerca de 6 millones y medio de sufragios, quedando como primera fuerza en 70 circunscripciones. La extrema derecha vergonzante de Les Républicains pierde aún más apoyo y consigue poco más de un 6,5 por cien de los votos emitidos y poco más de 2,1 millones de votos, quedando como primera fuerza en solo 20 circunscripciones.

Más allá de estos datos objetivos, toda interpretación de los resultados y de las transferencias de voto para la segunda vuelta del próximo domingo depende mucho de qué análisis hagamos de los últimos años de evolución del sistema político y de la sociedad francesa, y en particular del periodo que abre la presidencia de Macron en 2017 tras el desastre de su predecesor socialista, François Hollande, que renunció en 2016 a la reelección presidencial. El fracaso de la apuesta de Macron es manifiesto: su tentativa de recuperar el control de la oposición a Le Pen se ha saldado con una aceleración de su declive. Su llamada a la creación de un “frente republicano” para la segunda vuelta es, en realidad, un expediente retórico para ocultar el final de su propia centralidad política. Aunque conserva la presidencia, que no podrá aspirar a renovar en 2027 por la limitación de mandatos, su poder de ungir candidatos a la presidencia es ya pólvora mojada o, dicho de otra manera, nadie que aspira a ganar las presidenciales quiere ya recibir el respaldo de Macron.

De la victoria de Marine Le Pen hay que decir que confirma algo fundamental: las victorias electorales pueden llegar con retraso, pero llegan siempre que se vence la batalla ideológica y mediática y el placet de las oligarquías políticas, financieras y mediáticas. Si cabe definir de alguna manera la presidencia de Macron en todos los terrenos de su actuación, habría que decir que ha consistido en una versión aceptable del programa lepenista, con el añadido de un neoliberalismo feroz que, hasta hace poco, era rechazado y explotado en beneficios electorales por la formación ultraderechista. Hace tiempo que esta ha venido trabajando su perfil de aceptabilidad “republicana”, desde la proscripción del antisemitismo genético de la propia familia, la adopción formal de los derechos de gays y lesbianas con la designación y salida del armario del ex delfín Florian Philippot en 2014, que combinaba ese liberalismo con una fuerte impronta de “socialdemocracia” racista frente al supuesto “globalismo” de las “élites antifrancesas”. Pero el principal obstáculo para su aceptabilidad ha desaparecido solo recientemente: la fidelidad atlantista y el respaldo al genocidio en Gaza han abierto las puertas del poder al partido fundado por el filonazi y terrorista colonial Jean-Marie Le Pen. Todo lo demás, el racismo, la segregación, la violencia impune del estado, y ahora el neoliberalismo resuelto de Jordan Bardella, han sido practicados por los gobiernos de Macron con un celo extraordinario que explica la preferencia por el original levemente remozado en estas elecciones.

Ha sido grande la esperanza suscitada por la formación in extremis del Nuevo Frente Popular. La mera y evidente urgencia ha llevado a pasar por alto el método mismo de formación de la coalición electoral, un mero pacto entre las direcciones, así como la coherencia misma del programa electoral. El resultado es sustancialmente bueno a la luz de las circunstancias y los precedentes. Pero durante la campaña electoral y ya después de la jornada del domingo se están poniendo de manifiesto las contradicciones internas, tácticas, estratégicas y de clase, que hacen muy difícil la victoria de las candidaturas del NFP en la segunda vuelta, así como la continuidad y maduración de la fórmula en la nueva legislatura.

Esas contradicciones nos hablan de un secreto a voces en la política francesa, que por lo demás reproduce un dilema clásico de las clases dominantes y medias en la Europa del siglo XX. El dilema es: entre una izquierda popular y rupturista, opuesta a la guerra, el racismo y la desigualdad, como la representada por LFI, encabezada por Jean-Luc Mélenchon, y una extrema derecha “responsable y de gobierno”, ¿qué elegir? Estas últimas semanas nos dicen que, para la gran mayoría de voces influyentes de la política y los medios de comunicación, estamos ante un falso dilema: la opción indudable es Marine Le Pen. La realidad del régimen de guerra acentúa y endurece aún más esas opciones. La cascada de semáforos verdes para RN por parte de periodistas, artistas, intelectuales en las últimas semanas ha sido desoladora. Quizás la más abrumadora haya sido la del célebre cazanazis francés, Serge Klarsfeld, con su clara preferencia por RN frente al “peligro antisemita” que representaría el NFP. Pero el objetivo principal y convergente ha sido terminar con la figura política de Mélenchon, con tácticas que nos recuerdan el reciente y frustrado intento de terminar con Podemos y su dirección mediante la operación Sumar y sus acompañantes mediáticos. Aquí se pone de manifiesto un peligro que, salvo que la movilización y la revuelta popular pueda impedirlo, podría hacer que el próximo domingo se selle un nuevo y profundo retroceso de la alternativa social y política que han expresado tanto LFI como la efímera coalición NUPES, antecesora frágil del NFP. Lo que está en juego es la victoria o, en su defecto, la consolidación de una izquierda antifascista y socialista o, con probabilidad nada despreciable, su desarticulación en aras de la reconstrucción de un nuevo centro a partir de restos del macronismo y del renacido PS junto al siempre disponible y dócil apoyo de las formaciones verdes. La histórica cláusula de exclusión anticomunista de la V República, que solo se levantó temporalmente en 1981 con el gobierno de coalición encabezado por Pierre Mauroy bajo la flamante presidencia de Mitterrand, y que se saldó con la salida temprana y el declive imparable del PCF, sigue más vigente que nunca. Por eso la historia presente de Francia se explica perfectamente por la lucha de clases. Las formaciones racistas son plenamente aceptables, porque no van a modificar un ápice la estructura de poder de clases, de la propiedad del capital (financiero, industrial, mediático) y de la distribución de riqueza en la sociedad francesa y además aceptan entusiastas el nuevo clima militarista y belicista que se ha instaurado en Occidente. Con el añadido fundamental de que su programa de violencia y apartheid contra las personas no blancas garantiza la división permanente de las clases trabajadoras y populares en Francia, desde hace décadas racializadas y feminizadas. En estos días no van a faltar los abogados del fascismo dentro de la izquierda, que volverán a decirnos que el NPF no es alternativa porque no es suficientemente racista y supremacista blanco, ni se toma en serio el “problema de la inmigración” y del “islamismo”.

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La operación para terminar con Mélenchon no solo se juega en los medios de régimen. Lo está haciendo sobre todo en las negociaciones para que los candidatos del NFP y de LFI desistan en las llamadas circunscripciones triangulares, en las que, por haber superado el umbral del 12,5 por cien, la tercera fuerza pasa también a la segunda vuelta. La trampa saducea se llama “frente republicano”, bajo cuyo pretexto se busca marginar al máximo las candidaturas en las que figuran miembros de LFI.

Se trata de una operación que solo se explica por una complicidad profunda de las oligarquías políticas, financieras y políticas francesas en torno a una cuestión: LFI no debe bajo ningún concepto ser la fuerza hegemónica del gobierno o, en caso de derrota, de la oposición a un gobierno de las extremas derechas. Una operación que no hace más que abonar el campo de quienes aceptan de buena gana el terreno del régimen de guerra autoritario, belicista, colonial, racista y austeridad, como nueva realidad de la gobernabilidad en Francia, donde a la extrema derecha hegemónica se le opondría un “extremo centro” apenas discernible en sus políticas reales pero “democrático” e incluso “antifascista” en sus relatos.

Como siempre en Francia, el país europeo de la lucha de clases por antonomasia, la última palabra la tiene la potencia popular, su capacidad de superar las divisiones y disputas que han creado varias décadas de neoliberalismo y apartheid “a la francesa”. Como ha escrito recientemente Étienne Balibar, “El pueblo del ‘frente popular’ no está dado, en cierto modo podríamos decir que no existe, sino que está ‘por venir’”.