Bunkerización oligárquica

Los ricos quieren ciudades propias

De Honduras a California, los sueños de los ricos están reconvirtiendo los espacios urbanos en exclusivos dominios privados. El futuro de nuestras ciudades no debe cederse a las élites que se esfuerzan por construir utopías amuralladas

Un manifestante increpando a la prensa en una conferencia sobre el proyecto California Forever — Philip Pacheco / Bloomberg vía Jacobin
Un manifestante increpando a la prensa en una conferencia sobre el proyecto California Forever — Philip Pacheco / Bloomberg vía Jacobin

Para Jacobin

En California, un grupo de técnicos y financieros está trabajando en un proyecto secreto para construir una ciudad en el condado de Solano, cerca de San Francisco. Se enfrentan a la oposición local y a críticas por los motivos habituales: tácticas desagradables, comportamiento represivo y un pensamiento utópico que, según los detractores, hará más mal que bien. El grupo que lidera la ofensiva se llama California Forever, un hecho que debería suscitar sus propias críticas, entre otras cosas porque suena como algo sacado de una película de James Bond con una calificación del 64% en Rotten Tomatoes.

En Honduras, un grupo conocido como Próspera Inc. está construyendo una ciudad libertaria, calificada por Reason como «un experimento radical de gobierno privado». Como informa Zach Weissmueller para la revista, el cofundador y director general de la empresa, Erick Brimen, afirma que la ciudad, llamada Próspera Village, «no es un lugar», sino «una plataforma que ofrece gobernanza como servicio en asociación con gobiernos anfitriones que crean un marco legal que permite que surja esa asociación público-privada».

En conjunto, estas extravagantes empresas de los ricos parecen, en efecto, el argumento de una película de James Bond. Son un poco como Quantum of Solace, con los antagonistas impregnados de un toque más al estilo Ayn Rand. Pero esta comparación solo surge porque los proyectos parecen caricaturescos y quijotescos. En el mejor de los casos, evocan las argucias de los villanos de Bond. En el peor, sin embargo, recuerdan la distopía del filme de Matt Damon, Elysium, en el que las élites se han marchado a un lujoso hábitat espacial, dejando al resto de la humanidad trabajando y pereciendo en una Tierra contaminada y asolada.

Refugios de élite para el Juicio Final

En Toronto, la lucha en torno a los intentos de Sidewalk Labs de desarrollar una «ciudad inteligente» a lo largo de la orilla del lago de la ciudad fue una batalla entre las personas de mentalidad pública y las preocupadas por la privacidad de los datos, por un lado, y Google y su camarilla, la punta de la lanza libertaria de la tecnología, por otro. El periodista Josh O’Kane detalló el auge y la caída del proyecto en Sideways: The City Google Couldn’t Buy. Es una historia increíble.

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Estas nuevas iniciativas forman parte de una tendencia entre los ricos a emprender grandes proyectos, construyendo enclaves o puestos avanzados a través de los cuales promueven una agenda radical enmarcada en términos de desarrollo y bien mayor. El Paseo Cayala de Guatemala es otro ejemplo, y aunque no es nuevo, el impulso de separar el espacio público para sueños utópicos cuasi públicos —efectivamente privados— está adquiriendo un protagonismo alarmante, marcado por un hiperenfoque en la tecnología: sensores, inteligencia artificial, algoritmos e inteligencia artificial por aquí y por allá.

Ya se trate de libertarios, de hermanos progresistas de las finanzas tecnológicas o de quienes se encuentran en algún punto intermedio —individuos que son liberales y modestamente estatistas hasta que el alcance del gobierno se extiende más allá de los límites de la fiscalidad o la regulación aceptables—, sus sueños tienden a adoptar formas espantosas. Sus panfletos y diapositivas suelen pregonar la innovación, el espíritu público y hacer el bien haciéndolo mejor, pero estas visiones casi siempre se fusionan en un híbrido monstruoso de Galt’s Gulch y la ciudad de las empresas.

El sueño de los ricos

Desde que Tomás Moro —Sir Tomás o Santo Tomás, según tus predilecciones— escribió Utopía, el sueño de la ciudad perfecta en el horizonte ha alimentado la esperanza de que se puede conseguir algo más allá de lo ordinario. No algo simplemente mejor. Algo idílico. Incluso perfecto. ¿Quién no quiere eso?

Cuanto más privada es la ciudad, más se concentra el poder y más se separan los intereses del bien común más amplio. Al fin y al cabo, ¿por qué molestarse en crear estos enclaves si no es para alejarse, para estar aquí y no allí?

En la práctica, la realización de las promesas utópicas recae en los seres humanos, seres humanos que han caído en desgracia, si eres de los que prefieren «Santo» a «Sir» Tomás. Y caídos estamos. Hoy en día, los que tienen medios para perseguir visiones utópicas son los ricos. Y sus visiones de la Arcadia no son visiones igualitarias colectivas. Los ricos sueñan con algo mejor, pero el sueño no es para todos.

Hay una diferencia entre los proyectos de Próspera Village y California Forever. El primero parece más censurable, más exclusivo, más impulsado por el Evangelio de Rand. Pero las cuestiones subyacentes son las mismas. Hay empresas que emprendemos colectivamente, como público para el público, sujetas a normas concebidas en sentido amplio y aplicadas democráticamente, que son la causa de la prosperidad pública de la que todavía disfrutamos. Y luego están los esfuerzos emprendidos de forma privada, para unos pocos, sin ataduras a la voluntad del colectivo y desinteresados por las limitaciones que conlleva el autogobierno democrático. Estos proyectos se alinean con el linaje histórico del enclosure en la Inglaterra del siglo XVI: la apropiación de bienes comunes para beneficio privado.

El problema fundamental de Próspera Village, California Forever y la ciudad inteligente del muelle de Toronto, que aún no ha nacido, es que separan el elemento público de la ciudad, transformando lo que es un espacio fundamentalmente público en espacios privados y cuasi privados. Así pues, estas empresas ineficaces y a menudo excluyentes se diferencian poco de la educación o la sanidad privadas. Además, significan un cambio en el poder y en cómo concebimos la convivencia.

Cuanto más privada es la ciudad, más se concentra el poder y más se separan los intereses del bien común más amplio. Al fin y al cabo, ¿por qué molestarse en crear estos enclaves si no es para alejarse, para estar aquí y no allí? Por la propia definición de un «enclave» debe haber dos territorios, un interior y un exterior. El interior está apartado, separado del exterior. El primero es lo bueno, lo deseable, lo seguro. Es el Elysium. El segundo es lo malo, lo indeseable, lo peligroso. Es de lo que el enclave trata de escapar y mantener fuera. Por consiguiente, el enclave necesita poder para establecer sus propias normas, vigilar sus fronteras y, sobre todo, decidir quién está dentro y quién fuera.

Prevenir la oligarquía

Una vez que el planteamiento del enclave sea aceptable, se acabaron las apuestas. Habrá ganadores y perdedores. Gente de dentro y gente de fuera. Y habrá muchos más de los últimos que de los primeros. De acuerdo con la visión libertaria y la lógica petulante y avara de Rand y los de su calaña, los habitantes acomodados de estos enclaves se llevarán consigo sus recursos, privando al colectivo de su dinero y, en algunos casos, de su experiencia. Así, los proyectos utópicos concebidos en el molde privado actúan como sumideros del erario público al desviar recursos del mismo. En ciertos casos, como la ciudad inteligente de Google, establecen un coste por proximidad, transformándose en espacios casi públicos con un precio en dólares, datos, privacidad o una combinación de ambos.

En lugar de permitir que los poderosos se forjen enclaves o huyan a sus utopías, debemos dejar claro que las empresas públicas siguen siendo esfuerzos colectivos.

A medida que empeoran nuestros problemas colectivos, como el cambio climático, los ricos se ven cada vez más tentados a huir. Y a medida que se intensifica la concentración de riqueza, también lo hace el afán de los ricos por dictar las condiciones sobre cómo diseñamos nuestros espacios compartidos o semipúblicos. La combinación de estos dos fenómenos crea presiones gemelas que constriñen el espacio y los recursos públicos, separando aún más a los muchos y a los pocos, a los ricos y a los trabajadores.

Deberíamos trazar unas cuantas líneas rojas antes de que sea tarde. En lugar de permitir que los poderosos se forjen enclaves o huyan a sus utopías, debemos dejar claro que las empresas públicas siguen siendo esfuerzos colectivos. En las próximas décadas, y a medida que nos enfrentemos al cambio climático y a otros retos, construir la solidaridad y comprometerse con programas e infraestructuras públicas será más crítico que nunca. Al fin y al cabo, los espacios públicos igualitarios y bien dotados de recursos constituyen utopías por derecho propio. Lo mejor de todo es que son alcanzables si estamos dispuestos a emprenderlas juntos.


Traducción: Natalia López