La barbarie de lo invisible

La Zona de interés de Jonathan Glazer es una obra estremecedora y basada en la novela de Martin Amis, una auténtica joya difícil de analizar sobre Auschwitz y la máxima representación de lo que un ser humano puede alcanzar
Fotograma — Filmin

Estamos a tan solo unos pocos metros del algo inimaginable, como si de un adosado del miedo se tratara. Pared con pared con el horror y el espanto de lo que no se ve, vive una familia. A través de una ventana puede verse el trazo fino del humo de las chimeneas, la comunión de las cenizas y las nubes, ese lugar donde todo se funde, donde todo se confunde y se disipa. Atreverse a mirar es decidirse a cabalgar sobre el filo de un espejo roto, a lomo del frío que desata Auschwitz.

Hay llamas y humo; hasta el aire más claro se riza y se retuerce. Como una manta de gasa palpitando al viento. Los Sonders, a las órdenes de Szmul, han levantado una especie de zigurat con vías de tren alabeadas. Del tamaño de la catedral de Oldemburgo. La estampa, supongo, debería de encuadrarse en la cima de lo moderno, pero cuando la contemplo desde lo alto del montículo no dejo de pensar en las pirámides de Egipto construidas por esclavos.

Valiéndose de las anchas escaleras de mano y de las grúas llenan de carga el gran entramado metálico; luego se retiran y ocupan sus torres provistas de ruedas para alimentar el fuego echando en él las piezas, a veces en cantidades enormes. Las torres se balanceaban como máquinas de asedio de la Edad Media.

Por la noche las vías fulguran con una tonalidad rojiza. Y yo no dejo de ver un sapo negro gigantesco con las venas iluminadas ni cuando cierro los ojos.

Aquel día en Chelmno hacía un frío ensordecedor. Y quizá eso era todo, ése era todo el sentido del tiempo de los chicos callados. Pero no. El viento pasaba veloz entre los árboles, y podías oírlo. Desde las cinco de la mañana a las cinco de la tarde, el poder alemán utilizaba látigos, y podías oírlo. Los tres furgones de gasear siguieron bajando del Schlosslager y descargando en el Waldlager, y volvían a cebarlos, y podías oírlo.

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Hay una familia que vive pared con pared con el infierno. Todo es aparentemente normal. Rodeados de cariño, de celebraciones, de baños junto a un río que arrastra la muerte y la corriente de un perímetro eléctrico que cae al abismo por un barranco, por un paisaje idílico. Es la algarabía de la brisa suave. Hay una familia.

También está el jardín de las delicias, la bacanal de la infancia en la piscina y un tobogán que desciende a las concertinas del verano, a las púas que forman un pentagrama con las notas del sufrimiento, con las claves de sol ardiendo en la medianera. Se hace de noche. Hay que apagar las luces de la casa con pulso quirúrgico y silencio. Todo está bien. A dormir con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido.

Fotograma — Filmin

Es demoledor asistir al espectáculo de lo cotidiano, de los problemas domésticos cuando en una habitación, se discuten las proporciones del miedo más abyecto. En una habitación se trazan los planos donde se quiere prender fuego la memoria de un pueblo.

Hay una familia que vive con normalidad, como en el cuento “Matar un niño” de Stig Dagerman. “Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz”.

Y esa familia apacible es la que vive en esa casa pegada al infierno, donde habita el jefe del campo de concentración. Es gente aparentemente muy normal donde la celebración de la vida es el hilo que recorre cada instancia de la vivienda. Se sienten tan vivos y felices que nada parece alterar la existencia de lo que sucede en el interior; y todos tan contentos disfrutando los momentos de cada día. Y el jerarca con la sonrisa de hacer su trabajo como dios manda.

Tenía muchas ganas de asomarme a esta ventana, pero lo hice con cierta cautela. Estoy inquieto por el sonido y la música. El ritmo y el sonido de lo cotidiano no puede bailarse, no se puede invitar a danzar a nadie. El eco eterno de la historia se propaga en cada detalle de un día como cualquier otro. Eso es lo demoledoramente insoportable de esta obra maestra.

Tenía muchas ganas, pero como ocurre con tantas otras películas la fui dejando por motivos de salud estomacal y por un prejuicio. Sí, un prejuicio. Temía lo peor dada la rabia experimentada en el bodrio de “Under the skin” protagonizada por Scarlett Johansson haciendo de alienígena seductora que tomaba como presas a hombres en Escocia hace más de diez años. Nadie en su sano juicio pone lavadoras o hace un bizcocho de limón, o lava el coche durante una película. Pero lo reconozco; yo sí. Así que lo que opinaba de Glazer se resumía entre el programa 2 del drama del lavarropas o si echar o no una pizca de bicarbonato al bizcocho.

En esta ocasión, nada más lejos de la realidad, o nada más cerca.

Lo único que no funciona de La zona de interés es el cuento infantil que Glazer pretende contar con un personaje sin rostro, quizá para tomar distancia, quizá para no subrayar demasiado, quizá para querer suavizar lo que verdaderamente se esconde detrás de todo esto. Es la única pega que le pongo a quien dirigiera varios videoclips de Massive Attack. 

Pero ahí estaba la distancia, para despojar todo tipo de juicio a esta familia. Y la distancia es real para que ese camino sea cada vez más alejado de lo que ya hemos visto en otras cintas sobre el Holocausto.

Aquí sigo, pegado a la ventana, sin poder sacarme de la mente los contraplanos del pánico, atreviéndome a mirar.


La zona de interés

Dirección: Jonathan Glazer

Intérpretes: Christian Friedel, Sandra Hüller, Freya Kreutzkam, Imogen Kogge, Max Beck.

Género: drama. Reino Unido, 2023.

Duración: 105 minutos.

Disponible en Filmin.