Brazalete en el mar

La pasión por la aviación de Antoine de Saint-Exupéry, autor de “El principito”, y un inesperado hallazgo en las profundidades

Brazalete de Antoine de Saint-Exupéry hallado en el mar en 1998
Brazalete de Antoine de Saint-Exupéry hallado en el mar en 1998

El brazalete de plata esperó cincuenta y cuatro años hasta ser rescatado del mar. Y decidió que octubre de 1998 era un buen momento para ver nuevamente el sol. Antes de sumergirse se había cuidado bien de perder el anonimato, haciéndose grabar no uno, sino dos nombres, el de su dueño, el escritor Antoine de Saint-Exupéry, y el de la mujer de éste, Consuelo. Figuraba además la dirección del editor neoyorquino que había comprado la joya y se la había regalado a Antoine.

Recordamos a Saint-Exupéry en tanto autor de "El principito", pero preguntándole a él mismo su propia esencia, probablemente se hubiera definido antes como aviador que como escritor. Porque una cosa es sentarse a escribir en una silla, cómodo y bien quieto (aunque la mente esté cualquier cosa menos quieta), y otra muy diferente surcar los aires en la soledad de tu propio avión, expuesto a los vientos y las lluvias, comprobando desde las inconmensurables alturas cuán pequeño es el mundo de los demás.

Hay personas que han destacado de tal modo en facetas diferentes que resulta difícil concebir una sin la otra. Es imposible pensar en Miguel Ángel más como escultor que como pintor, y la crítica de su tiempo se debatía sobre si Louis Armstrong era un trompetista que cantaba o un cantante que tocaba la trompeta. En realidad, Antoine de Saint-Exupéry era a la vez un aviador que escribía y, tanto en sentido literal como metafórico, un escritor que volaba.

En él las dos cosas iban juntas y, para confirmarlo, toda su obra literaria (incluido "El principito") trata sobre la aviación o la menciona de modo destacado. De hecho, en su obra más célebre el narrador, tras hacer un aterrizaje forzoso en el desierto (replicando una experiencia real del escritor), es interrogado por el principito respecto de su avión. "¿Qué cosa es esa?", pregunta el principito. "Esa no es una cosa", responde orgulloso el protagonista, y añade: "Es un avión. Vuela. Es mi avión."

El cielo y Antoine estaban hechos el uno para el otro

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Nacido en Lyon en 1900 en una familia aristocrática, dos muertes marcaron la infancia y juventud de Antoine: la de su padre cuando él tenía apenas tres años, que afectó notablemente la economía de la familia, y la de su hermano menor, François, quien murió a los quince años de fiebre reumática en sus brazos (la muerte de François sería homenajeada con la del principito al final del libro). Necesitado de aportar dinero a un hogar conformado ahora por su madre y tres hermanas, Antoine aceptó diversos trabajos a la vez que intentaba sin éxito entrar a la Academia Naval y estudiar arquitectura. Finalmente, a los veintiún años, inició el servicio militar como soldado raso. Apostado en Neuhof, Alemania, su vida dio un vuelco cuando tomó sus primeras lecciones de aviación.

El cielo y Antoine estaban hechos el uno para el otro, y tal fue su progreso que un año más tarde fue transferido a la Fuerza Aérea Francesa, donde realizó distintas misiones y sufrió, también, el primer accidente de aviación. Temiendo por su vida, su madre y hermanas lograron convencerlo de aceptar trabajos menos riesgosos. Pero los cielos lo echaban de menos, y en 1926 Saint-Exupéry ya estaba volando de nuevo, convertido en uno de los pioneros de los vuelos postales internacionales.

Hay que tener en cuenta que la aviación aún estaba en su infancia, los aviones eran endebles y tenían pocos instrumentos. El motor podía detenerse en cualquier momento, forzando un aterrizaje de emergencia en tierra o en mar. De hecho, apenas habían transcurrido veintitrés años desde el épico primer vuelo de los hermanos Wright, y Charles Lindbergh todavía no había realizado su épico trayecto transatlántico en solitario desde Nueva York hasta París.

“E incluso cuando se trata de un viaje feliz,”, explicaba Antoine en su libro “Tierra de hombres”, “el piloto que navega por el tramo de línea correspondiente, no asiste a un mero espectáculo. No admira aquellos colores de la tierra y del cielo, aquellas huellas del viento en el mar, aquellas nubes doradas del crepúsculo, sino que los medita. Semejante al campesino que recorriendo su dominio prevé, a consecuencia de cien signos, la marcha de la primavera, la amenaza de la helada, el anuncio de las lluvias, el piloto profesional descifra también las señales de la nieve, las señales de las nieblas y las señales de la noche tranquila. La máquina que, al principio, parecía apartarle de los grandes problemas naturales, ahora lo somete a ellos con mayor rigor aún. Solo, en medio del vasto tribunal que un cielo tempestuoso le presenta, el piloto disputa su correo a tres divinidades elementales: la montaña, el mar y la tormenta.”

Pero ese riesgo, ese peligro siempre presente, no era motivo para echarse atrás: “Ya no me quejo de las ráfagas de lluvia”, reflexionaba en la misma obra. “La magia del oficio me abre un mundo en el que habré de enfrentarme, antes de dos horas, a los dragones negros y a las cimas coronadas por una cabellera de relámpagos azules. Y allí, cuando llegue la noche, ya libre, leeré mi camino en los astros.”

Saint-Exupéry junto a uno de los varios aviones que pilotó
Saint-Exupéry junto a uno de los varios aviones que pilotó

Saint-Exupéry trabajó para Aéropostale entre Toulouse y Dakar, y más tarde se convirtió en responsable de escala aérea del aeródromo de Cabo Juby, en la zona española del sur de Marruecos, en el Sahara. Ese mismo año 1926 publicó su primer texto, titulado, como no podía ser de otra manera, "El aviador", donde leemos: “A tres mil metros sobreviene la calma. El sol se refleja en la arboladura, libre ya de remolinos. La tierra, tan lejana, parece inmóvil. El piloto regula las aletas, el corrector de aire y, con rumbo a París, calcula su deriva. Luego se sume en una especie de sopor durante diez horas. Tan sólo se mueve en el tiempo.”

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Antoine trabajó en rutas de correo aéreo en Europa, África y América del Sur. Y mientras volaba, reflejaba sus experiencias de viaje y sus contactos con pueblos diversos en artículos periodísticos, así como en los espléndidos libros “Correo del Sur” (1928), “Vuelo nocturno” (1931), y el ya mencionado “Tierra de hombres” (1938). Allí narraba también sus múltiples accidentes y los de sus camaradas de vuelo, algunos de los cuales vivieron para contarlos. No todos.

Pero el avión en sí mismo era para Saint-Exupéry un medio, no un fin, y eso queda bien claro en su obra literaria. Su pasión no era el riesgo o el peligro, sino el equilibrio que lograba desde arriba, esa soledad inmensa que le permitía valorar en su justa medida la amistad y el amor de y hacia los demás.

Gran humanista y firme opositor a la guerra en sí misma, Antoine se unió sin embargo a la Fuerza Aérea Francesa al comienzo de la Segunda Guerra Mundial

Sus accidentes (y sufrió varios, que derivaron en fracturas diversas), eran sólo breves pausas en el camino, tras las cuales el único camino posible era volver a volar. Quizás el más recordado de estos accidentes, parte central de la narración de “Tierra de hombres”, fue el que sufrió en 1935 en la parte libia del desierto del Sahara, cuando viajaba con André Prévot. Tras un aterrizaje forzado en una meseta, se encontraron con las reservas de agua destrozadas y apenas medio litro de café, un cuarto litro de vino blanco, unas pocas uvas y una naranja. En estas condiciones, padeciendo los estragos de la sed, pasaron casi cuatro días vagando perdidos por el desierto, deshidratados y viendo alucinaciones, hasta ser rescatados in extremis por un beduino: “En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré más de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos has reconocido. Eres el hermano bienamado. Y a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado en nobleza y bondad, gran Señor que tienes el poder de dar de beber.”

Gran humanista y firme opositor a la guerra en sí misma, Antoine se unió sin embargo a la Fuerza Aérea Francesa al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, realizando varias misiones de reconocimiento que narraría en “Piloto de guerra” (1942). Pero cuando Francia firmó un armisticio con Alemania en 1940 y se instauró el régimen de Vichy, fue desmovilizado y viajó a Estados Unidos para, gracias a su fama como escritor, ayudar a persuadir al gobierno de ese país de declarar la guerra contra los nazis.

Allí pasó Saint-Exupéry más de dos años, durante los cuales no dejó de escribir. Una de las obras que publicó en Estados Unidos fue aquella que lo consagró: “El principito”, ilustrada con sus propias acuarelas y editada tanto en francés como en inglés por Reynal & Hitchcock (Gallimard sólo podría imprimirla en Francia tras la liberación en 1945). Metáfora sobre la humanidad y contra el materialismo enmascarada en un cuento para niños, no en vano “El principito” fue dedicado por su autor a su amigo Léon Werth. Escritor, judío, y por sobre todo antimilitarista y anarquista, Werth era por entonces miembro activo de la Resistencia francesa y vivía en la clandestinidad. En su conmovedora introducción, Antoine proclamaba: “Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una muy seria disculpa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra disculpa: Esta persona mayor es capaz de comprender todo, hasta los libros para niños. Y tengo aún una tercera disculpa: esta persona mayor vive en Francia donde siente hambre, frío y tiene gran necesidad de ser consolada. Mas si todas estas disculpas no fueran suficientes, quiero entonces dedicar este libro al niño que fue, en otro tiempo, esta persona mayor. Todas las personas mayores han comenzado por ser niños (aunque pocas lo recuerden). Corrijo, entonces, mi dedicatoria: A Léon Werth cuando era niño.” Saint-Exupéry le dedicaría también su obra póstuma “Carta a un rehén”, donde le escribe: “Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cima para respirar. Tengo necesidad de reclinarme una vez más a tu lado en las orillas del Saone, a la mesa de un pequeño albergue de planchas desunidas e invitar a un par de marineros, en compañía de los cuales beberemos en la paz de una sonrisa parecida a la luz del día. Si todavía combato, combatiré un poco por ti. Tengo necesidad de ayudarte a vivir”.

Los dos amigos nunca volverían a encontrarse. Werth, que sobrevivió a la guerra, recordó a su camarada en su libro “El Saint-Exupéry que yo conocí”.

Léon Werth 1914
Léon Werth 1914

Transcurrían los días y “El principito” poco a poco empezaba a recorrer el planeta. Acabaría por convertirse en uno de los libros más traducidos y vendidos de todos los tiempos, pero Antoine no vivió para conocer esa justa gloria: le resultaba imposible abandonar los cielos.

Aunque a sus 44 años ya había superado con creces la edad máxima estipulada para este tipo de pilotos, y tras tantos accidentes su salud distaba de ser óptima, Saint-Exupéry se unió a la Fuerza Aérea Francesa Libre en el norte de África. El 31 de julio de 1944, tras despegar desde la isla de Córcega durante una misión de reconocimiento, el avión Lightning P-38 F-5B que pilotaba en solitario desapareció en el Mediterráneo para nunca regresar.

Antoine despreciaba abiertamente el suicidio y lo consideraba un torpe acto de cobardía y egoísmo

Enseguida comenzaron las especulaciones sobre si se había estrellado a causa de un desperfecto, de un error de pilotaje, o si su nave había sido alcanzada por las balas de un avión alemán. Puesto que se ignoraba el sitio exacto del siniestro, durante varias décadas, y mientras la fama del autor no cesaba de crecer, todo quedó en eso, especulaciones.

Incluso se habló de suicidio. Pero Antoine despreciaba abiertamente el suicidio y lo consideraba un torpe acto de cobardía y egoísmo. En sus horas de mayor angustia, cuando su avión fallaba y parecía a punto de caer, o perdido en medio del desierto del Sáhara, su misión autoimpuesta era sobrevivir para evitar el dolor de sus seres queridos.

“Conocí a un suicida joven,” escribió. “No recuerdo qué clase de mal de amores lo empujó a dispararse un certero tiro en el corazón. Ignoro qué tentación literaria lo llevó a ponerse en las manos guantes blancos, pero recuerdo haber sentido frente a aquella triste mascarada una impresión, no de nobleza, sino de mediocridad. Detrás de aquel rostro amable, bajo aquel cráneo de hombre, no había existido nada, absolutamente nada.”

Por eso, las hipótesis de suicidio, bien a causa de problemas de salud o de frustraciones políticas, parecen completamente descabelladas, en absoluta contradicción con las ideas de un ferviente amante de la vida quien, además, jamás hubiera consentido el sacrilegio inaudito de sacrificar a su avión.

Portada original de El principito, ilustrada por el propio Saint-Exupéry
Portada original de El principito, ilustrada por el propio Saint-Exupéry

El hallazgo del brazalete de Antoine en 1998 sirvió de guía a los buzos que, en 2003, recuperaron algunos restos de su nave, aunque no los suficientes como para llegar a una conclusión definitiva sobre los motivos de la caída. En años posteriores un manojo de ancianos pilotos alemanes intentaron dar un último lustre a sus vidas atribuyéndose haber derribado el avión de Saint-Exupéry. Sin embargo, lo más probable es que el motivo real de su muerte no se sepa jamás. Tampoco es que sea tan importante. Fuera cual fuera la causa, intuyo que Antoine, en el momento de caer, habrá pensado aquellas palabras que dejó escritas en “Tierra de hombres”: “No lamento nada. He jugado, he perdido. Son gajes del oficio. Pero yo, a pesar de todo, he respirado el viento del mar.”

“El principito” es un libro mágico donde lo complejo se hace sencillo sin perder nunca su complejidad

Es siempre admirable la capacidad de unos pocos autores de transmitir ideas complejas y profundas de modo tal que, incluso el lector que pareciera en primera instancia más averso a ellas (aquel alejado incluso de la imagen estructurada que tenemos de un lector), se sienta sin embargo conminado a terminar el libro y a absorberlas de modo casi inconsciente, sintiéndose conmovido y fascinado.

“El principito” es un libro mágico donde lo complejo se hace sencillo sin perder nunca su complejidad. Un libro sobre planetas pequeños con enormes riquezas y planetas enormes con inmensos despilfarros.

Y hablando de tamaños, volvamos una vez más al brazalete. Aquella tarde de 1944, cuando el avión de Antoine cayó para siempre, el brazalete cayó con él y comenzó su terca espera. Fueron más de cinco décadas de hastío en el fondo del Mediterráneo hasta el día en que, caprichosamente, decidió enroscarse en las redes de un ignoto pescador llamado Jean-Claude Antoine Bianco. Por esas casualidades que quizás nada tengan de casual, también el pescador era lector de “El principito” y había reído y llorado con sus páginas. Jean-Claude comprendió casi enseguida la magnitud de su hallazgo y, como luego le explicaría a la prensa, meditó a bordo de su barco: “Debes estar soñando, estás soñando, porque el mar es muy grande y un brazalete es muy pequeño”.

Así, el brazalete logró una segunda hazaña: de un ignoto pescador hizo un ignoto poeta.