Vivir con nuestros muertos

Horvilleur teje una serie de relaciones a partir de la muerte que son un brindis por la vida

Al pi Adonai

Vivir con nuestros muertos

Delphine Horvilleur

Libros del Asteroide

193 páginas

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Delphine Horvilleur es una escritora que, además de filósofa, es rabina. Hay una larga tradición de intelectuales con formación u origen judío, a la que pertenecen también George Steiner, Paul de Mann, Jacques Derrida, Primo Levi, Victor Frankl, Hannah Arendt, Imre Kertész y muchos otros. Hay, en la lengua hebrea y en torno a lo leído en Vivir con nuestros muertos, una cierta indeterminación que se traduce en riqueza léxica e interpretativa: la duda genera fertilidad hermenéutica y complejas reflexiones personales.

Como rabina, Delphine Horvilleur se ha enfrentado a la muerte en muy diversas ocasiones. A partir de su experiencia, realiza un relato que adereza con las reflexiones que los ritos judíos y la lengua hebrea facultan. Así funciona cada uno de los capítulos leídos del libro: a la experiencia vital le sigue una reflexión personal y cultural, que establece relaciones en las que todo lo acontecido y referenciado dialoga.

La muerte es la última frontera. Por más que la sociedad avance y el progreso disimule los defectos de la vida y prometa la juventud eterna, la muerte se manifiesta impasible una y otra vez. A pesar de que saquemos a la muerte de las ciudades y la expulsemos de la civilización, la nombremos con pavor, de soslayo y con desasosiego, como algo que sucede siempre a otros, la muerte no da tregua. Todo el entretenimiento del mundo no ha conseguido desplazar a la muerte, ni otorgarle sentido. Para esto, acude la religión, en muchos casos con ritos y respuestas prefabricados, que logran generar a duras penas un consuelo mecánico, en el que el duelo tiene incluso un recorrido social y cultural. No es esta la respuesta que Delphine Horvilleur ofrece. No hay nada de mecánico en sus palabras y, de hecho, se trata de experiencias y conocimientos compartidos en el centro de las preguntas que aparecen cuando una vida acaba.

Horvilleur teje una serie de relaciones a partir de la muerte que son un brindis por la vida (lejaim), en el que participan como convidados algunas personas cuyos funerales ha celebrado, o algunas muertes que, de un modo u otro, han marcado su vida, como es el caso de la del tío Edgar que le hace retornar a un lugar que ya no existe en Alsacia para sentir solastalgia, que es la nostalgia por un lugar donde uno se encuentra pero que ya no existe, consecuencia, en este caso, de la diáspora. El primer capítulo está dedicado a una víctima de los atentados de Charlie Hebdo, Elsa Cayat, el segundo, a Marc. Horvilleur tiene acceso a los correos que ambos intercambiaron y la lectura logra, de algún modo, devolverlos a la vida. La muerte recorre las páginas del libro en muy diversas formas: muertes por atentado (también la de Isaac Rabin), personajes públicos (Simone Veil), niños, como el hermano de Isaac, amigas (Ariane), la no muerte de una persona obsesionada con su propio funeral (Myriam), o la muerte mítica de Moisés, al que se le impide alcanzar el destino hacia el que guía a su pueblo (Moisés muere al pi Adonai, o lo que es lo mismo, en boca de Adonai, en su aliento o con un beso, cualquier versión es hermosa).

La muerte se manifiesta como seol, la pregunta: ¿a qué lugar van los muertos? Puede comprenderse que esto no es del todo relevante, por más que sea la única cuestión en determinados momentos vitales. Y quizás la única respuesta posible sea abra cadabra: hizo lo que dijo, en arameo. Y esto ha hecho Horvilleur, su libro plantea opciones para aprender a Vivir con nuestros muertos.