La revuelta de los tractores

En Francia, los agricultores en huelga conducen sus tractores hacia París y los medios de comunicación hablan de una revuelta rural. Pero la etiqueta oculta el contenido de clase del conflicto, que opone a pequeños y grandes productores
January 30, 2024, Chevrieres, France, France: French farmers stop their tractors on the A1 highway near Chevrieres towards Paris during the second day of farmers mobilization with roadblocks on major highways leading to Paris, putting pressure on the government for more concessions on pay, tax and regulations on January 30, 2024 in Chevrieres near Paris, France.,Image: 841863893, License: Rights-managed, Restrictions: , Model Release: no, Credit line: Matthieu Mirville / Zuma Press / ContactoPhoto
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William Bouchardon

Estamos de rodillas», «Campesinos en revuelta», «Todo está patas arriba», «Queremos alimentar a la gente, no morir de hambre». El otoño pasado, este tipo de pancartas siguieron apareciendo por toda la Francia rural, especialmente a lo largo de las principales carreteras del país. Pero en los últimos días, las acciones de los agricultores se han intensificado, con un llamamiento a bloquear París el viernes pasado.

Las raíces de la ira de los agricultores son profundas: su incapacidad para llegar a fin de mes, su exasperación con la burocracia, su rechazo a los acuerdos de libre comercio y, a veces, su oposición a normas medioambientales consideradas excesivamente restrictivas. Pero mientras las asociaciones oficiales de la agroindustria FNSEA (Federación Nacional de Sindicatos de Agricultores) y Jeunes Agriculteurs intentan imponer su dirección al movimiento, este parece escapar a sus garras. Las protestas son una oportunidad para señalar por fin la hipocresía de estas asociaciones, que pretenden defender a los agricultores encerrándolos en un modelo fracasado.

De la queja a la revuelta

Desde los últimos meses del año pasado los agricultores venían desplegando su ya habitual abanico de acciones en pequeñas ciudades y pueblos de toda Francia: procesiones de tractores, vertido de estiércol frente a edificios oficiales y demás acciones de boicot, que incluyeron por ejemplo el lanzamiento de huevos a supermercados acusados de obtener beneficios excesivos. Sin embargo, los medios de comunicación nacionales dieron poca cobertura a estas protestas. Aunque seguramente su interés estaba ocupado de otro mod, el hecho de que París no se viera afectada por ninguna manifestación, unifo a cierto desprecio por los "pueblerinos", sin duda explica en parte esta falta de atención.

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En estas últimas semanas, sin embargo, acciones más intensas y espectaculares, con bloqueos de carreteras y autopistas que se extienden desde el suroeste por toda Francia, han contribuido a llamar la atención sobre las protestas. Estos modos de acción, que recuerdan a los de los gilets jaunes, preocupan cada vez más a las autoridades. Algunos manifestantes destacados, como el ganadero (no sindicado) Jérôme Bayle, han amenazado con boicotear el Salón Internacional de la Agricultura de París. El gobierno teme que los bloqueos a gran escala vistos en otros lugares de Europa puedan ser imitados en Francia y está intentando apagar el fuego enviando a ministros y funcionarios locales a reunirse con los agricultores, pero hasta ahora no ha tenido éxito.

El afán negociador del gobierno de Emmanuel Macron contrasta con su enfoque habitual hacia los movimientos sociales, que consiste en demonizarlos y reprimirlos. Esto es sorprendente, dado que las acciones de los agricultores a veces toman un cariz violento, como cuando se lanzaron proyectiles contra agentes de policía en Saint-Brieuc el 6 de diciembre, o cuando el Comité d’Action Viticole reivindicó la explosión de un edificio vacío de la DREAL (Dirección Regional de Medio Ambiente, Ordenación del Territorio y Vivienda) en Carcasona el 19 de enero. Se ha generalizado el vertido de estiércol y residuos agrícolas en las prefecturas, las oficinas locales del ministerio del Interior.

Normalmente, ante las protestas, los medios de comunicación se apresuran a denunciar el menor incendio de cubos de basura o barricada levantada con bicicletas. Sin embargo, esta vez se muestran mucho más conciliadores. La doble víctima mortal de Ariège, donde un agricultor y su hija fueron atropellados por un coche en una barricada, también podría haber servido de argumento para que el gobierno pidiera el levantamiento de los bloqueos. En lugar de eso, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, pide «gran moderación» a las fuerzas del orden, que solo deben ser enviadas «como último recurso».

Sin represión (por ahora)

Aunque este trato pueda sorprender, puede entenderse a la luz de varios factores: la imagen pública de los agricultores, las características particulares de este grupo social y la simbiosis entre FNSEA y el gobierno

En primer lugar, los agricultores —encarnación de una Francia rural trabajadora, de evidente utilidad para la sociedad— gozan de una considerable simpatía pública. Una encuesta del 23 de enero sitúa el apoyo a este movimiento en el 82%, 10 puntos más que los gilets jaunes al comienzo de su movilización. Del mismo modo, aunque el número de agricultores ha disminuido considerablemente en las últimas décadas (hoy son unos 400.000), su voto sigue siendo muy codiciado en todo el espectro político, aunque solo sea para evitar aparecer como cosmopolitas desconectados del resto del país.

En segundo lugar, los agricultores son un grupo difícil de reprimir. Cuando las manifestaciones tienen lugar en el campo, los gendarmes y los agricultores suelen conocerse, lo que hace menos probable la confrontación. Los enfrentamientos también serían complicados: el imponente tamaño de los tractores y el hecho de que sea difícil acceder a sus cabinas protegen a los agricultores de una posible represión. Además, muchos agricultores son también cazadores y, por tanto, van armados.

Por último, el gobierno mantiene muy buenas relaciones con los dos grandes sindicatos de agricultores. La FNSEA y el movimiento Jeunes Agriculteurs obtuvieron juntos el 55% de los votos en las elecciones de 2019 a las Cámaras de Agricultura del país, que representan a los productores. Su visión de la producción intensiva y orientada a la exportación coincide plenamente con la del gobierno de Macron, que quiere que la agricultura esté cada vez más mecanizada, robotizada y digitalizada para impulsar la productividad.

El apoyo del presidente de la FNSEA a Macron durante la primera reforma de las pensiones en 2019 y la creación de la célula Demeter —una unidad de inteligencia de los gendarmes dedicada a perseguir a los activistas ecologistas opuestos a la agroindustria— dan fe de ello. Por tanto, cuando la FNSEA y Jeunes Agriculteurs llaman a los agricultores a movilizarse, es solo para reforzar mejor su posición negociadora con el gobierno.

Las raíces de la ira

Cuando comenzaron las protestas hacia fines de 2023, los dos sindicatos buscaban especialmente concesiones del gobierno sobre una proyectada Ley de Orientación Agrícola, y de Unión Europea (UE) para el Pacto Verde y la Ley de Restauración de la Naturaleza. En el fondo, la FNSEA y Jeuns Agriculteurs esperan reforzar su propio poder sobre la comunidad agrícola francesa. Sin embargo, si esto pudo funcionar en aquel momento, el movimiento actual parece escapar a su control.

Todos los agricultores dicen lo mismo: es extremadamente difícil vivir del propio trabajo, pese a trabajar incansablemente todos los días. Aunque los precios de los alimentos se han disparado estos dos últimos años, esta ganancia inesperada sigue siendo acaparada por industriales, supermercados y comerciantes que especulan con los precios agrícolas: entre fines de 2021 y el segundo trimestre de 2023, el margen bruto de la industria alimenticia pasó del 28% al 48%.

Mientras tanto, muchos agricultores venden sus productos a pérdida. Esto es especialmente cierto en el caso de la leche, donde la industria, dominada por unos pocos grandes actores, se niega a revelar sus márgenes. El chanchullo también se organiza aguas arriba, con unos pocos grandes proveedores de productos fitosanitarios, fertilizantes, semillas y equipos agrícolas. Últimamente los precios han escalado debido a factores externos, como la guerra de Ucrania, pero también por puro afán de lucro.

Así pues, los agricultores dependen del goteo de subvenciones: ayudas a la inversión, ayudas a la renta de la Política Agrícola Común (PAC) de la UE basadas en el número de hectáreas cultivadas o en el tamaño del rebaño, ayudas para pasar a la agricultura biológica, para mantener los setos… Hay algo para casi todo, aunque hay que rellenar una montaña de formularios para obtener el beneficio y luego esperar que la administración lo tramite a tiempo. Pero años de austeridad y procedimientos cada vez más complejos han hecho que la burocracia sea incapaz de cumplir con sus obligaciones y los agricultores a gran escala son a menudo los únicos que se benefician de las subvenciones. Es fácil ver por qué los edificios administrativos están en el punto de mira.

En un momento en que la ecuación económica ya es insostenible para los pequeños agricultores, una nueva ola de libre comercio se abate sobre ellos. Tras la competencia de España en frutas y verduras, y de los productores de carne de cerdo alemanes y polacos, ahora se enfrentan a la competencia de Nueva Zelanda, con la que la UE acaba de firmar un acuerdo de libre comercio. En medio de una emergencia ecológica, importar carne y leche de oveja del otro lado del planeta constituye una curiosa prioridad.

La UE también está ultimando los pasos para eliminar las barreras aduaneras con el Mercosur. Frente a las granjas industriales de Brasil y Argentina, que cultivan soja y carne de vacuno en vastas extensiones, está claro que nadie —excepto los mayores actores franceses— puede competir. El hecho de que estos países utilicen antibióticos, hormonas de crecimiento, pesticidas y todo tipo de productos prohibidos en Europa está vagamente reconocido por la Comisión Europea, que señala «cláusulas espejo» en el acuerdo, pero sin concretar nada. Por último, la UE está acelerando constantemente la integración de Ucrania, cuyos productos han invadido los mercados centroeuropeos en detrimento de los agricultores polacos y húngaros.

¿Antiambientalistas?

Sin embargo, aunque estos motivos de enfado son comunes entre los agricultores, no son el núcleo de las reivindicaciones de la FNSEA y Jeunes Agriculteurs. En su lugar, los dos sindicatos dirigen principalmente su oposición contra las medidas destinadas a la transición del sector hacia métodos de producción más ecológicos. En concreto, denuncian una subida de los impuestos sobre los pesticidas y una tasa sobre el agua de riego. Destinados a financiar el Plan Hidrológico del gobierno y a reducir la pulverización de pesticidas para preservar este recurso cada vez más escaso, estos dos impuestos se abandonaron en diciembre. El fin gradual de la exención fiscal sobre el combustible utilizado por la maquinaria agrícola también es objeto de críticas, aunque la FNSEA tiene algunas dificultades en este frente: en un acuerdo con el gobierno este veran, aceptó este aumento a cambio de una reforma de la fiscalidad de las plusvalías agrícolas, en beneficio de los agricultores con mayores ingresos.

Además de los impuestos, la FNSEA y JA se oponen especialmente a las nuevas normas medioambientales de la UE, como la estrategia europea «de la granja a la mesa» y el «Pacto Verde». La primera pretende garantizar que el 25% de las tierras de cultivo sean ecológicas para 2030, mientras que el segundo plan ya ha sido en gran parte desmantelado. Para el jefe de la FNSEA, Arnaud Rousseau, esta transición —aunque tímida— a la agroecología significa «decrecer la agricultura», dejándola incapaz de satisfacer las necesidades alimentarias de Francia. Agitando los temores de escasez, la FNSEA espera desbaratar los limitados intentos de reconvertir el sector hacia planteamientos más sostenibles. En su opinión, la solución a los problemas de productividad que plantean el agotamiento del suelo, el cambio climático, el aumento de las epidemias y la crisis de la biodiversidad reside únicamente en el progreso técnico, ya sea en forma de drones, digitalización, mega-granjas, robotización u organismos genéticamente modificados.

El flagrante desprecio del mayor sindicato de agricultores por el medio ambiente no es, sin embargo, representativo de las perspectivas de todos los agricultores. En primera línea de los efectos del calentamiento global, primeras víctimas de los pesticidas y testigos del agotamiento de la tierra y la escasez de agua, muchos apoyan un cambio de modelo. Pero aunque la transición a la producción ecológica lleva años y los préstamos que hay que devolver son a menudo considerables, ninguna transición es posible sin una ayuda sustancial del gobierno.

Sin embargo, las ayudas para la transición —y el mantenimiento— de la agricultura ecológica son notoriamente insuficientes, y rara vez se pagan a tiempo. Además, el mercado ecológico se redujo de hecho un 4,6% en 2022, una tendencia que continuó en 2023. Excesivamente caros —debido en parte a los márgenes comerciales de los supermercados—, estos productos son cada vez más rechazados por los consumidores afectados por la inflación.

Más allá del sector ecológico, los llamamientos en favor de una mayor agroecología no van acompañados de recursos suficientes. Un ejemplo de ello es la movilización que tuvo lugar en Bretaña el pasado otoño (encabezada por la Confederación de Agricultores y los Centros de Innovación para la Valorización de la Agricultura y las Zonas Rurales) para pedir más fondos dedicados a medidas agroecológicas y climáticas que animen a los ganaderos a dedicar una mayor parte de sus explotaciones a pastizales. A muchos ganaderos les gustaría adoptar prácticas más respetuosas con el medio ambiente y con el bienestar de los animales, pero sencillamente no tienen medios para hacerlo.

En lugar de combinar el necesario cambio ecológico de la agricultura con las medidas necesarias para hacerlo realidad (proteccionismo y mayores salarios para los agricultores), la FNSEA, y en menor medida los Jeunes Agriculteurs, rechazan de plano esta transición. Esto no debería sorprender: a pesar de pretender representar a todos los agricultores, la FNSEA solo defiende a los más ricos. Los salarios de los dirigentes del sindicato, revelados en 2020 por Mediapart, expresan esta desconexión con los productores de a pie: el entonces director general cobraba 13.400 euros brutos al mes, más que el ministro de Agricultura, mientras que el antiguo presidente, que solo trabajaba tres días a la semana, recibía en un mes tanto como el agricultor medio al año.

El perfil del actual presidente de la FNSEA ilustra bien los intereses que defiende. Diplomado en Ciencias Empresariales, Arnaud Rousseau comenzó su carrera en el comercio de materias primas, es decir, en la especulación. Después se hizo cargo de la explotación cerealista familiar de 700 hectáreas, encarnación perfecta de la agricultura de producción intensiva atiborrada de subvenciones europeas. Más allá de su granja, Rousseau también es director general de una empresa de metanización, director del grupo Saipol, el principal transformador de semillas en aceites de Francia, y presidente de Sofiprotéol, una empresa que ofrece créditos a los agricultores, y de una docena de empresas más. Y lo que es más importante, es director general de Avril, un enorme consorcio industrial. En 2022, las ventas de este monstruo agroalimentario y de los agrocombustibles habían alcanzado unos 9.000 millones de euros.

Jefe de un grupo agroindustrial que gana dinero a costa de los agricultores, promotor del endeudamiento de los agricultores y antiguo comerciante de materias primas, Rousseau tiene intereses en casi todos los sectores responsables de la muerte de la agricultura francesa. No es de extrañar, por tanto, que la FNSEA se contente con emitir escuetas declaraciones contra los acuerdos de libre comercio sin llamar a la movilización para derrotarlos, o que defienda ardientemente una Política Agrícola Común de la UE que solo beneficia a las mayores corporaciones. Lo mismo puede decirse de la defensa que hace la FNSEA de los embalses de agua de las «megacuencas»: presentadas como solución a la sequía generalizada, estas cuencas benefician a los mayores agricultores, que se niegan a cambiar sus métodos y quitan agua a los más pequeños para producir alimentos a menudo destinados a la exportación.

¿Y ahora qué?

Normalmente, la venta de su base por la FNSEA y Jeunes Agriculteurs suscita poca respuesta real. Esta vez, sin embargo, parece que sus intentos de controlar el movimiento están fracasando. En Toulouse, un representante sindical que invitaba a los agricultores a irse a casa y dejar que su sindicato negociara en su nombre fue fuertemente abuchead. La acción en una fábrica de leche de Lactalis en Haute-Saône —bloqueada con estiércol y basura— es de un tipo que la FNSEA probablemente nunca habría apoyad. En general, los agricultores que protestan prefieren no hacer alarde de su afiliación sindical —cuando la tienen— y evitan que los políticos los coopten.

Entonces, ¿qué respuestas políticas ha habido? La línea del gobierno no está clara y su historial en siete años en el poder no es como para presumir. Sin embargo, es probable que los macronistas acaben llegando a un acuerdo con la FNSEA sobre la ayuda de emergencia y la abolición de las normas medioambientales con la esperanza de calmar la ira. Si son necesarios cambios legislativos, esto no debería plantearle demasiados problemas: los republicanos conservadores, formalmente un partido de la oposición y sin embargo también aliados oficiosos del gobierno, están totalmente alineados con las demandas de la FNSEA.

La Rassemblement National de Marine Le Pen es más crítica con la FNSEA, pero hace suyos la mayoría de sus argumentos de fondo. La única diferencia notable es la cuestión del libre comercio, a la que la extrema derecha se opone firmemente. Esto acerca a Le Pen a la Coordination Rurale, sindicato agrícola que defiende desde hace tiempo el «excepcionalismo agrícola» en el contexto de la globalización. Aunque es evidente que Le Pen y compañía intentan cooptar el movimiento y apuntar directamente a la UE en sus críticas (con la esperanza de aumentar su puntuación en las elecciones europeas de junio), no tienen prácticamente nada que proponer en materia de regulación de precios, reforma de la Política Agrícola Común, rentas agrarias o medio ambiente.

La respuesta de la izquierda

La izquierda se encuentra en una situación muy parecida a la de la Confederación de Agricultores, que encarna este campo político entre los sindicatos agrícolas. Aunque las protestas de los agricultores se hacen eco de muchas de las advertencias lanzadas por la Confederación a lo largo de los años (denuncia de los tratados de libre comercio, de la insensatez de la liberalización de los mercados y del fin de las cuotas de producción, de la injusticia de las subvenciones, de la imposibilidad de ecologizar la agricultura sin apoyo financiero, de la adaptación de las normas a las condiciones reales de las pequeñas explotaciones, etc.), esto no se traduce necesariamente en un apoyo a las propuestas del sindicato. Para la izquierda, el reto actual es reparar su imagen entre los agricultores oponiéndose al discurso del «ataque a la agricultura» o de la «bohemia burguesa» vegana, citadina y hostigadora.

Las recientes intervenciones de diputados de izquierdas ofrecen la esperanza de romper con esta imagen. François Ruffin, Mathilde Hignet (ella misma antigua trabajadora agrícola) y Christophe Bex, de France Insoumise, así como la diputada verde Marie Pochon (hija de viticultores), han culpado claramente a los verdaderos adversarios del mundo agrícola: los minoristas, los industriales agroalimentarios, las granjas industriales en el extranjero y la FNSEA.

A estos legisladores no les han faltado propuestas, desde la fijación de precios mínimos hasta el control de los márgenes, pasando por medidas proteccionistas, una revisión para simplificar las subvenciones y apoyar un modelo más ecológico, y una revisión de los criterios de licitación para que los comedores del sector público favorezcan a los productos franceses. El 30 de noviembre, France Insoumise propuso la introducción de un precio mínimo para los productos agrícolas, que fue rechazada en el parlamento por solo seis votos. A más largo plazo, la introducción de un sistema de seguridad social para la alimentación —una reivindicación que está calando hondo en la izquierda y de la que cada vez hay más experimentos locales— podría proporcionar un nuevo marco para una verdadera desmercantilización de la agricultura.

Es cierto que esto puede parecer muy lejano. Es probable que el movimiento actual acabe remitiendo ante la fatiga de la gente movilizada en pleno invierno, la necesidad de mantener las explotaciones en funcionamiento para devolver los préstamos y el probable acuerdo entre la FNSEA, los Jeunes Agriculteurs y el gobierno para calmar a la multitud. El hecho de que este movimiento siga limitado a un sector no augura nada bueno para su resistencia. Pero ya ha reabierto debates cruciales sobre el abastecimiento alimentario, la globalización, el trabajo y la muy desigual distribución del valor. Al hacerlo, ha roto el marco neoliberal en el que la FNSEA quiere confinar todo debate político sobre la agricultura. Esto es en sí mismo una victoria.

[*] El artículo anterior fue publicado originalmente en Le Vent Se Lève.