La cuestión de Cuba

Transcripción de Albert Portillo de un discurso de Valentí Almirall contra el esclavismo y la guerra de Cuba
La Campana de Gracia, 22-12-1872
La Campana de Gracia, 22-12-1872

El 23 de septiembre de 1892 el podrido régimen dictatorial de la Restauración instauró por Real Decreto, a iniciativa de la regente María Cristina (experta traficante de esclavos), el Día de la Hispanidad. Era la celebración de una larga política imperialista que el fascismo español terminaría por consumar en el siglo XX. Las guerras de exterminio y genocidio libradas en Cuba por España para preservar el último legado imperialista de 1492 se llevaban a cabo para defender el poder del látigo en la plantación azucarera. Así como Marx, quién se atrevió a denunciar los «negocios» de la casa real en el New York Daily Tribune (el 18 de junio de 1858), señaló en la trata esclavista “la piedra angular del conflicto entre imperialistas y republicanos” el joven Valentí Almirall denunció en el periódico El Estado Catalán. Diario Republicano-Democráta-Federal (el 19 de junio de 1873) los intereses coaligados de esclavócratas y carlistas (la extrema derecha del momento). Una alianza, que por su contenido ultrareaccionario y su forma paramilitar, hizo entrever al gran historiador cubano Manuel Moreno Fraginals la semilla del fascismo español, una hipótesis confirmada, por cierto, por los historiadores Xavier Casals y Enric Ucelay-Da Cal en su estudio sobre los orígenes del fascismo: El fascio de las ramblas. Los orígenes catalanes del fascismo español (Pasado&presente, 2023). La solución republicana del joven Almirall emulaba la de los jacobinos franceses de la Primera República: paz contra el genocidio y abolición de la esclavitud contra los grilletes de la plantación, a fuerza de bayoneta enragée contra la llamada plantocracia, sacarocracia o esclavocracia, que en España se encarnaba en la Liga Nacional, verdadero frente único de todos los intereses vergonzantes: de la burguesía, la nobleza, el ejército, la monarquía y la extrema derecha carlista.

Miles y miles de hombres, millones y millones de dinero ha consumido la guerra que en Cuba sostenemos desde hace cinco años, y según todas las apariencias ha de costar de hoy en adelante otros tantos hombres y otros tantos millones. La proclamación de la República en España, no ha influido poco ni mucho en hacer adelantar terreno a la causa española; lo que no es de extrañar, ya que la República hasta ahora no ha hecho en el modo de tratar la cuestión cubana innovación alguna, sino que ha seguido el mismo sistema, permitiendo que continuaran todos esos tremendos abusos de que no podemos formarnos idea aproximada, y mandando a las Antillas, como podrían hacerlo los radicales o los moderados, manadas y manadas de empleados que, hambrientos de riquezas y fortuna, pasan el Océano para caer cual gavilanes sobre la presa, y no soltarla hasta haberla estrujado entre sus garras, y que tienen la procacidad de decir en voz alta que van a salirse con la suya por cualquier medio, en un mes si no pueden en un día.

No es nuestro objeto reseñar las grandes injusticias, los increíbles abusos a que se ha sujetado siempre a los antillanos, dándoles, por mas que nos duela confesarlo, motivos sobrados, no ya para sublevarse, sino para maldecir el nombre español. No lo es tampoco hacer notar que la primera misión que debía llenar la República en Cuba era reparar tanta injusticia, remediar tanto abuso y ofrecer a nuestros hermanos de Ultramar distinto trato, y con él la paz, la alianza, con lo que, en caso de ser rechazados los ofrecimientos, hubiera adquirido lo primero y más esencial que para el triunfo necesita, o sea tener la razón y la justicia de su parte. Hoy nos proponemos solo analizar el estado actual de la cuestión y proponer el único remedio que creemos que podría ser eficaz y de grandes resultados para resolver esta malhadada cuestión en beneficio de España y de las Antillas.

Y trataremos la cuestión con la misma ruda franqueza con que las tratamos todas, aun a trueque de que se levanten mil voces de la liga [esclavócrata] llamándonos filibusteros o traidores. Nada nos importarán todos sus dicterios ni sus amenazas, ni su vocerío, si son tan ciegos que no sepan apreciar nuestro patriotismo, pues que si quisiéramos de veras y con toda la fuerza de nuestra voluntad que España no perdiera ni una sola pulgada de su territorio, quisiéramos antes que todo esto que se repararan las injusticias, los abusos, los crímenes que en las Américas se han cometido y que son nuestra vergüenza. Si para conservar las Antillas hemos de conservar la esclavitud; si de la integridad del territorio es condición precisa que se haga de los hombres cosas, que el látigo se levante por el hombre contra el hombre, piérdanse las Antillas y quebrántese aquella integridad, que si como particulares preferimos mil veces nuestro buen nombre a nuestros bienes, como políticos preferimos mil veces la honradez de la patria a esa falsa gloria que puede reportarnos un triunfo que no se funde en la justicia.

En Cuba no somos otra cosa que auxiliares de los negreros, declarados o encubiertos, que son los que de hecho mandan en aquella Antilla

Nada de esto sería posible sin suscriptores

Dado el sistema que se sigue, no se lucha en Cuba entre españoles y separatistas, entre españoles y cubanos; sino que la lucha empezó entre unos españoles que se levantaron por pedir justicia, y que solo al ver que no se les quería hacer, proclamaron la independencia y un gobierno que quiere perpetuar el sistema colonial que inventó la codicia de nuestros antepasados. En Cuba, y debemos al público la verdad, por más que sea dolorosa, no somos otra cosa que auxiliares de los negreros, declarados o encubiertos, que son los que de hecho mandan en aquella Antilla. Los españoles no dominamos en ella ni dominaríamos después de terminada la guerra, pues que si la victoria se declarara por los insurrectos, seríamos expulsados de ella, y si se declarara por nosotros, o deberíamos ponernos a los pies de los amantes de la esclavitud, de los negreros, o tendríamos que emprender contra ellos una nueva campaña, más ruda que la que con los insurrectos sostenemos, pues que a nuestro lado no tendríamos a nadie, absolutamente a nadie, y los vencidos de hoy mirarían con fruición que fuésemos mañana los vencidos, por más que nuestros vencederos fuesen más terribles enemigos. Recuérdense las humillaciones que ha tenido que sufrir España durante la insurrección actual; recuérdese que tuvimos que mirar, con los brazos cruzados, cómo se cometía el hecho más vergonzoso de nuestra historia, el asesinato de los ocho infelices estudiantes de medicina, que no habían cometido delito alguno, llevado a cabo, a pesar nuestro, y faltando a toda ley y a toda consideración de humanidad; recuérdense los mil y mil hechos análogos que se repiten cada día; recuérdese que ha habido autoridades superiores que han sido expulsadas de la isla, a pesar nuestro, por los hombres armados que en ella se llaman defensores de la integridad del territorio; recuérdense los mil y mil incidentes que nuestra pluma española se resiste a escribir, y se verá que lo que decíamos es la verdad desnuda, por más que sea triste y vergonzosa.

En Cuba han llegado las cosas a un extremo que hemos de perder siempre, si no sabemos dominar las circunstancias extremas que aquella parte de España atraviesa. La guerra actual ha de acabar, o con la pérdida de las colonias, o con el triunfo de los esclavistas, que a pesar de España harían lo que mejor les pareciera, y que desharían que siguiesen las injusticias y los abusos, porque las primeras no les ofenden ni les sujetan a ellos, y los segundos son su auxiliar más poderoso. Hay más; la guerra actual se prolonga por las mismas causas que hacen interminable la insurrección carlista, agravadas por la tradición y la distancia. Al lado de los negreros, que quieren la continuación de la lucha, porque a sus intereses conviene, y porque hoy, gracias al río revuelto, realizan fortunas colosales, cual jamás las habían realizado, están los que saben ajustar las cuentas de manera que los bienes secuestrados a los insurrectos o laborantes, que mal administrados deberían producir para el Estado la suma de 20 o 30 millones de pesos anuales, no le produzcan un céntimo siquiera; está el elemento burocrático, que en la situación anormal de la isla encuentra medio para lograr en un mes la fortuna que en tiempos normales, y robando descaradamente y sin vergüenza solo podían reunir en uno o más años; están los que para su negocio convierten en enfermos a hombres sanos; los que hacen pagar al Estado los víveres y efectos de que se apoderan en el campo; están, en una palabra, todos los que, vociferando españolismo, sumen a España en la mayor de las vergüenzas y hacen que al pronunciarse la palabra Cuba debamos sonrojarnos y llegar a maldecir nuestra estrella por habernos hecho presenciar tantos escándalos, tantos crímenes, tanta injusticia, tanta bajeza.

Hora es pues ya, de que el gobierno de la República tome disposiciones enérgicas y extremas en la cuestión de Cuba; hora es ya de que intente el último esfuerzo para conservarla para España; disposiciones enérgicas y esfuerzos que han de obedecer a un criterio completamente distinto del que hasta hoy ha dominado. Quizá sea ya tarde; quizá todo lo que pueda hacerse se estrelle contra el estado a que las cosas han llegado; pero de todas maneras es indispensable que el esfuerzo se haga, en la seguridad de que, si es infructuoso y ha de acabarse la guerra actual con la pérdida de las Antillas, ora vayan a parar a manos de los insurrectos, ora a las de los negreros, ora, después del exterminio de una u otra de las dos razas, deban ser ocupadas por una nación extranjera, la República podrá quedar orgullosa de haber intentado todo lo humanamente posible, y no deberá ser presa de remordimientos aunque el éxito no corone sus esfuerzos.

Y este esfuerzo ha de consistir en empuñar resueltamente la bandera de la justicia y de la reparación, y llevarla a Cuba con resolución de hacerla acatar por todos, absolutamente por todos; ha de decirse a unos y a otros, a insurrectos y a negreros, que la República española quiere llevar a Cuba la reforma radical y completa de todas sus instituciones, y que está dispuesta a hacer respetar su voluntad o a gastar todas sus fuerzas en la demanda; ha de demostrar a unos y a otros que está resuelta a obrar con energía contra todos, si todos no prefieren reconocer su buena intención y contribuir al establecimiento de un sistema completamente nuevo, que pueda convertir el infierno en que hoy se hallan, en una provincia española autonómica que goce cierto grado de felicidad.

Medite sobre el plan que proponemos el gobierno de la República, persuádase de que es el único que puede salvar las Antillas

En el corto tiempo que lleva de vida la República hallamos ya un precedente de lo que debería intentarse en Cuba. Cuando ciertos elementos de Barcelona, creyendo que la federación debe venir de abajo, intentaron organizar desde luego el Estado de Cataluña, el señor presidente del Poder ejecutivo cogió el tren y se dirigió a Cataluña. Llegado a Barcelona, reunió en su presencia a unos y a otros, hizo que expusieran sus quejas, que presentaran sus sistemas, y con algún esfuerzo logró llevarlos a un acuerdo, conviniendo unos y otros en ser, a competencia, defensores de la república federal y en acatar al Poder ejecutivo. Una cosa análoga, si bien que acomodada a la importancia de la cuestión, debería hacerse en Cuba. Reúnase una escuadra española poderosa, embárquense en ella las fuerzas necesarias para imponerse a todos, embárquese en ella el ministro de Ultramar, y preséntese delante de la Habana. Llame a sí a los jefes de los insurrectos o a los que los representen; llame a los jefes de los negreros, y llame sobre todo a los buenos españoles que hay en Cuba para que acorten las distancias. Reunidos, manifiésteles que la República va a hacer justicia a todos; entérese de las quejas de unos y de otros, y tomo de momento medidas enérgicas y trascendentales; reorganice todo lo desorganizado, y, sobre todo, para apoyar sus razones, cual hizo el cardenal Cisneros a los nobles orgullosos, muéstreles los cañones de la escuadra y las fuerzas de desembarco que traiga a sus órdenes, dispuestas a hacer respetar su voluntad por tirios y troyanes, y, casi estamos seguros de ello, la cuestión cubana podría resolverse con justicia y las Antillas conservarían con la madre patria un lazo de unión benéfico para todos.

Que esto importa un sacrificio es evidente; que para el remedio que proponemos se necesita un ministro de Ultramar de grandes condiciones es innegable. El sacrificio, empero, debe hacerse, y es preferible hacerlo de una vez, a agotar nuestras fuerzas inútilmente en continuados sacrificios; el ministro de Ultramar puede encontrarse dentro del partido republicano, y el actual creemos haría el sacrificio de su amor propio, si para una empresa tan grandiosa debiera dejar su puesto, pues que por este solo hecho le cabría no pequeña gloria si el resultado fuese favorable.

Medite sobre el plan que proponemos el gobierno de la República, persuádase de que es el único que puede salvar las Antillas, y haga para llevarlo a cabo todos los sacrificios que sean de menester, seguro del aplauso de todos los españoles.