Elecciones en EEUU

América Latina, con un ojo puesto en las presidenciales estadounidenses

El “momentum” favorable a Kamala Harris en numerosas encuestas no pone fin a las expectativas electorales de Donald Trump; por contra, siguen totalmente vigentes. ¿Qué consecuencias tendría para América Latina una nueva presidencia de Trump?

kamala harris y donald trump

Que las elecciones estadounidenses impactarán al núcleo de las relaciones internacionales y a buena parte de los sistemas políticos nacionales en Occidente no es ninguna novedad; Washington, con su complejo (y, en cierta medida, descompensado) sistema electoral, altera numerosos equilibrios según lo dictado por las urnas. En América Latina, esto ha sido particularmente acuciante desde hace varias décadas, a pesar del consenso genérico entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano en algunas nociones básicas para la región: extractivismo, anticomunismo y periferización. El contexto actual sostiene este acuerdo tácito entre los Dems y el Grand Old Party, pero con notables matices. Una victoria de Donald Trump podría fortalecer algunas tendencias tóxicas entre los sistemas latinoamericanos y fundar otras nuevas.

Algunas tendencias

En cierta medida, el momentum de las elecciones presidenciales de noviembre parece estar cambiando: Kamala Harris sostiene una perspectiva alcista que, si bien entraba dentro de lo esperable tras el movimiento táctico de retirar a Joe Biden de la nominación demócrata, no deja de constituir una novedad reseñable. El Partido Demócrata se resignó a la derrota, primero, apostó por un revulsivo, después, y parece, ahora, incluso partir con ventaja en múltiples sondeos. Como sea, queda todo por delante: casi tres meses de campaña en la que los republicanos tienen numerosas herramientas para recuperar la senda del triunfo una vez termine (y, en efecto, terminará) el empuje inicial de la fórmula Harris-Waltz. Con el foco puesto sobre las encuestas de Michigan, Georgia, Pennsylvania, Wisconsin, Carolina del Norte, Arizona y Nevada, una nueva presidencia de Donald Trump es un escenario enteramente posible y quizá, incluso, el más probable.

Donald Trump ha cometido algunos errores en las últimas semanas y, sobre todo, ha sufrido una derrota táctica. Tras el atentado contra su vida, y a pesar de la magnitud que la noticia alcanzó durante 72 horas, lo cierto es que el Partido Demócrata encontró la forma de volver a marcar agenda: avivar el debate sobre la presidenciabilidad de Joe Biden, prenominar a Kamala Harris, virar desde la comunicación derrotista hacia una de carácter joven y confirmar lo que era un secreto a voces: su candidato a vicepresidente es un hombre blanco, de mediana edad y del interior.

Si Kamala Harris es presidenta, América Latina seguirá siendo una región periférica, sumida en problemas económicos estructurales que son consecuencia, en gran medida, de la prolongada agresión imperialista estadounidense por varios medios

Pero las campañas en Estados Unidos son largas y las tendencias son fugaces. Trump podría volver a la Casa Blanca y, desde ella, retomar con mayor intensidad su particular vínculo con América Latina, marcado por dos claves nítidas: la espuria asociación entre migración y delincuencia y la ideologización de la proyección de Washington en la región. Ello en un contexto muy claro: si bien parece un enclave ya definido, Trump no puede descuidar Florida, el tercer estado que más delegados aporta para la nominación presidencial. Allí, su discurso “antisocialista” cala con electorados como el cubano y, si bien no conecta de la misma forma con otros como el puertorriqueño, sin duda le brinda un punto de partida favorable. Tiene que movilizar al electorado de la derecha latinoamericana residente en Florida para curarse en salud (pues, sin ganar Florida, Trump no podrá ser presidente).

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Trump y América Latina

En este sentido, su posición con Cuba, Nicaragua y Venezuela (eminentemente ideológica) y con México y las “banana republics” —enfocadas en el clivaje migratorio, dardo central de la campaña anti Biden— está siendo (y seguirá siendo dura). El gobierno de Joe Biden liberó a Tarek Saab, figura de peso del chavismo, sin contrapartida aparente, y brindó alivios a las sanciones unilaterales contra el petróleo venezolano en aras de una rehabilitación de María Corina Machado que nunca se produjo. Trump ha utilizado esto para hacer campaña: “Estamos comprando petróleo a Venezuela. Cuando yo me fui, Venezuela estaba a punto de colapsar. Nos podríamos haber apropiado del petróleo, estuvo tan cerca de nosotros… pero ahora estamos comprándole petróleo a Venezuela, haciendo rico a un dictador”.

Trump agudizaría las contradicciones con Venezuela, que parece encaminarse a un escenario de confrontación prolongada por el poder o, incluso, a un esquema político equivalente al de la Nicaragua de Ortega. Esto significaría por sí mismo un cambio de paradigma con lo que hemos observado durante los últimos casi cuatro años. El Partido Demócrata ha apostado durante los últimos años (en particular, durante la administración Biden) por una América Latina más estable políticamente -por ejemplo, siendo parte activa de la efectiva transición de poder de Bernardo Arévalo en Guatemala-, consciente de la imposibilidad de tutelar tantas regiones (con conflictos de peso en Oriente Medio y Europa del Este y un decidido esfuerzo por pivotar hacia Asia-Pacífico.

El trumpismo tiene una jerarquía internacional que sí difiere en cierta medida de aquella que ha venido siendo norma en el establishment demócrata: ambos partidos priorizan el Asia-Pacífico, sí, pero Trump sostiene un perfil más confrontativo y provocador en relación a China y Corea del Norte; ambos están decididos a no soltar la mano de Israel, aunque Trump no ha mostrado interés alguno en que Washington, siquiera por decoro, busque algún tipo de pausa humanitaria para el pueblo palestino. Sin embargo, hay dos campos de disputa con diferencias de cierto peso: Ucrania y América Latina. Para Trump, la cuestión de Europa del Este es de todo menos existencial, a punto tal que está dispuesto a conceder algún tipo de victoria parcial a Rusia. Para Harris, en cambio, el fortalecimiento de la alianza con los estados europeos no solo es decisivo, sino que depende enormemente del grado de involucramiento de Estados Unidos en favor del gobierno de Zelenskyy.

En América Latina, la perspectiva parece también diverger. Los demócratas parecen haber aceptado el statu quo político en la región, esto es, la alternancia entre gobiernos de derecha/derecha radical y de gobiernos de izquierda moderada, que ha bajado ostensiblemente algunas de sus banderas, en particular la del antiimperialismo estadounidense. Para la administración Biden, “gestionar” los asuntos Nicaragua, Venezuela o Cuba ha sido mucho más fácil por la relativa moderación de los gobiernos antaño “nacional-populares” o “socialistas del siglo XXI”.

Presumiblemente, esta política de distensionamiento para América Latina sería desarticulada en el evento de un nuevo gobierno de Donald Trump, quien no solo defiende los intereses económicos de los grandes monopolios norteamericanos en la región (una constante de la política estadounidense que se remonta a fines del siglo XIX), sino que concibe además el territorio como un campo de disputa ideológica y cultural. Las CPAC, donde Trump ha engrandecido a presidentes como Milei, dan buena cuenta de ello. Trump no solo apisra a que Latinoamérica sea el “patio trasero” en lo económico, sino también un campo de experimentación político e ideológico.

Si gana Trump, América Latina enfrentará todo lo que los Dems reservan para su región y, además, dará pasos en la dirección de convertirse en un filón ideológico de la derecha radical occidental

En lo concreto, nada parece indicar que una nueva presidencia de Trump fuese halagüeña para las personas migrantes. Dijo, en un tono tan duro y con un fondo tan exagerado como de costumbre, lo siguiente: “Nos hemos convertido en el vertedero del mundo. [...] En Venezuela, en Caracas, un lugar realmente Venezuela… pero ya no tanto, porque la criminalidad ha bajado un 72%; en El Salvador los homicidios han bajado un 70%, ¿por qué? [...] porque están enviando a sus asesinos a los Estados Unidos de América”. A posteriori, prometió “el mayor programa de deportaciones de la historia del país, [...] incluso más que la de Dwight D. Eisenhower”.

Si Kamala Harris es presidenta, América Latina seguirá siendo una región periférica, sumida en problemas económicos estructurales que son consecuencia, en gran medida, de la prolongada agresión imperialista estadounidense por varios medios. Ni los gobiernos antiimperialistas ni los de la izquierda moderada encontrarán en Harris una aliada para el desarrollo autocentrado y la integración regional autónoma latinoamericana -es más, la agenda exterior de los demócratas incluye, precisamente, impedir esto. A nadie debería escapar que el Partido Demócrata es ideólogo y ejecutor de la estrategia de violencia política y económica contra América Latina. El apunte, no obstante, sobre las elecciones de noviembre, es que si gana Trump, América Latina enfrentará todo lo que los Dems reservan para su región y, además, dará pasos en la dirección de convertirse en un filón ideológico de la derecha radical occidental.