Genocidio en Gaza

Petro y el deber de desfinanciar el genocidio

Colombia ha hecho lo correcto, sin embargo, y aunque parezca absurdo (en realidad lo es) debe justificar una decisión cuya compatibilidad con los derechos humanos cae por su peso
May 30, 2024, Bogota, Cundinamarca, Colombia: Colombian president Gustavo Petro takes part during an act of his official visit to the city of Medellin, Colombia, May 30, 2024.,Image: 879239448, License: Rights-managed, Restrictions: , Model Release: no, Credit line: Juan J. Eraso / Zuma Press / ContactoPhoto
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Tal como lo había anunciado hace unos meses, Gustavo Petro firmó el decreto con el que se formaliza la suspensión de exportaciones de carbón a Israel. Un gesto que marca la pauta y muestra hasta qué punto el progresismo latinoamericano -junto a actores del sur global- ha sido responsable porque el tema del genocidio en Gaza no salga de la agenda internacional. Mientras el norte global no solamente no condena de manera abierta el exterminio sistemático de la población palestina de la Franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental y para colmo, financia la campaña militar de Israel, el sur global ha sido más activo en la defensa del derecho internacional. Las potencias occidentales han desafiado de manera abierta el orden de la posguerra sustentado en el derecho y en las instituciones internacionales que ellos mismos impulsaron.

Colombia, como pocas veces en su historia, ha decidido rechazar de manera enfática la ocupación, toda una novedad en su política exterior desde que el país se alineara sin condiciones con las ambiciones geopolíticas de Estados Unidos desde comienzos de siglo. Es prudente recordar que cuando se discutía en el Consejo de Seguridad en 2003 sobre la invasión a Irak justificada en la supuesta existencia de armas de destrucción masiva, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) apoyó efusivamente a Estados Unidos y junto a Panamá y Salvador fueron los únicos casos vergonzosos en América Latina que apoyaron una guerra abiertamente ilegal amparada en la forzada tesis de la guerra preventiva. En ese momento, el entonces legislador y hoy presidente Gustavo Petro se opuso férreamente a esta decisión y citó a la ministra de relaciones exteriores, Carolina Barco, para que diera explicaciones ante el Congreso. El apoyo a la invasión se amparó en la excusa de que el país debía apoyar todos los esfuerzos contra el terrorismo porque se libraba una guerra interna en los mismos términos. Hoy Colombia sabe que por causa de semejante campaña basada en el enemigo interno fueron ejecutadas al menos 6402 personas, según las cifras de la Jurisdicción Especial para la Paz creada por los Acuerdos de paz de La Habana en 2016 y que terminaron en la desmovilización de las guerrillas de las FARC.

Después de que Tel Aviv bombardeara el campo de refugiados de Jabaliya a finales de octubre del año pasado, Petro fue de los primeros mandatarios que decidió el llamado a consultas de su embajadora en Tel Aviv, Margarita Manjarrez

En 2011, el gobierno que sucedió a Uribe Vélez, el de Juan Manuel Santos (2010-2018) apoyó la intervención de la OTAN en Libia. Como en el caso anterior, el país se alejó de su costumbre diplomática de respeto irrestricto por el derecho internacional y no injerencia tomando partido por una intervención que no sólo causó la perdida de miles de vidas en territorio libio, sino que dejó un vacío de poder en el norte del África que fue aprovechado por grupos armados que hoy mantienen azotada la zona del Sahel (Boko Haram, Ansar Eddine, Al Shabab, Al Qaeda en el Magreb Islámico). Se trataba de movimientos radicales que Muamar Gadafi mantenía bajo control.  Como si lo anterior fuera poco, ese mismo año el gobierno de Santos se opuso primero en su calidad de miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas al reconocimiento del Estado de Palestina y luego en la Asamblea General hizo lo propio. Esta vez se acudió al argumento improvisado de difícil digestión, que cualquier modificación del estatus palestino debía ser el punto de llegada de una negociación con los israelíes. Lo que Santos omitió cínicamente es que no se trató nunca de un diálogo inter pares sino del sometimiento a la fuerza y la ocupación de una potencia militar sobre una nación desprovista de mecanismos de defensa elementales.  Si bien el gobierno era consciente de ello, se privilegió el sometimiento a los Estados Unidos y la propuesta en ciernes de un acuerdo de asociación con la OTAN. El 5 de agosto de 2018, dos días antes de dejar la presidencia y en medio del más absoluto hermetismo, Santos reconoció a Palestina como Estado, sin ningún tipo de dignidad y dejando en evidencia que no quería asumir la responsabilidad política del gesto. Este reconocimiento se hizo de forma subrepticia como si dicha acción fuera de alguna manera ilegitima, cuando en realidad debió hacerse de cara al país y con una justificación clara: solamente accediendo a los atributos plenos de un Estado, la nación palestina puede sobrevivir.

Este contexto permite dimensionar la relevancia histórica de lo que ha revindicado Gustavo Petro frente a la tragedia del pueblo palestino. Después de que Tel Aviv bombardeara el campo de refugiados de Jabaliya a finales de octubre del año pasado, Petro fue de los primeros mandatarios que decidió el llamado a consultas de su embajadora en Tel Aviv, Margarita Manjarrez. No pocos sectores en Colombia se opusieron a la medida con la idea muy en boga de la derecha latinoamericana de que se trataba de la legítima defensa israelí. Incluso sectores del centro y de la socialdemocracia invocaron el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas relativo a esa garantía. Por ignorancia o mezquindad, estos sectores pasan por alto que tal norma dispone que la legítima defensa opera hasta que el Consejo de Seguridad se active para defender a una nación. Es decir, quien puede acudir a la carta para defenderse es el pueblo palestino, a quien dicho Consejo ha desprotegido por la prevalencia de los intereses de Estados Unidos que sistemáticamente ha vetado resoluciones o ha impedido que se emprendan acciones para hacer exigibles decenas de resoluciones desconocidas por Israel. Tel Aviv siempre ha ejercido la defensa con el sistema Domo de Hierro, pero de ninguna manera la ocupación puede legalizarse bajo semejante argumento calcado del “espacio vital”.

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Petro decidió suspender las exportaciones de carbón hacia Israel.  No se trata de sanciones dirigidas en contra de la población, sino para desfinanciar a un régimen que hoy goza de toda la legitimidad en la esfera occidental

A finales de marzo y por primera vez desde la ofensiva de octubre israelí en Gaza, el Consejo de Seguridad aprobó una resolución exigiendo un alto al fuego. Colombia advirtió que rompería relaciones con Tel Aviv si no se cumplía. Israel no sólo pasó por alto esta decisión, sino que se burló de las advertencias de la Corte Internacional de Justicia tanto para implementar las medidas necesarias y evitar un genocidio (con lo cual se reconoció su existencia en curso) como la sentencia que meses después ordenó de manera inmediata suspender el asedio de Rafah.

Frente a este conjunto de hechos el gobierno Petro decidió suspender las exportaciones de carbón hacia Israel.  No se trata de sanciones dirigidas en contra de la población, sino para desfinanciar a un régimen que hoy goza de toda la legitimidad en la esfera occidental. Para la muestra, el recibimiento de Netanyahu en el Congreso de los Estados Unidos. ¿Qué habría hecho Occidente si Hussein, al Basir, al Asad o Milosevic hubiesen sido ovacionados en un parlamento del sur global? Sin duda alguna, habrían amenazado con sanciones y etiquetado a los parlamentarios de simpatizantes de tiranías. Ninguno de los mencionados llegó a los niveles alcanzados por este Israel embriagado de poder y con el apoyo de buena parte del establecimiento internacional (medios hegemónicos, sector financiero y potencias de Occidente).

Colombia ha hecho lo correcto, sin embargo, y aunque parezca absurdo (en realidad lo es) debe justificar una decisión cuya compatibilidad con los derechos humanos cae por su peso. En esta sociedad racista donde las vidas árabes valen menos que las divisas de exportaciones, debemos recordar que enfrentamos la crisis humanitaria con más agravantes de la posguerra. Petro pasará a la historia como uno de los referentes de una resistencia que sigue profundizando el abismo que separa el norte y el sur globales.