México

¿Quién le teme a la democracia mexicana?

El Poder Judicial mexicano es conocido por favorecer a los oligarcas y otros intereses deshonestos. Las reformas judiciales de MORENA buscan reparar esto mediante elecciones democráticas, propuesta que genera pánico a las élites empresariales
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y la presidenta electa, Claudia Sheumbaum — Foto: Jacobin
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y la presidenta electa, Claudia Sheumbaum — Foto: Jacobin

Tras su aplastante victoria en las elecciones presidenciales en México, MORENA y sus aliados no perdieron el tiempo. Incluso desde antes de que la presidenta electa Claudia Sheinbaum tome posesión el 1 de octubre, el nuevo Congreso comenzó a debatir un paquete de enmiendas constitucionales propuestas por el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), aprovechando la mayoría calificada de dos tercios que permite a su partido aprobar tales medidas prácticamente por sí solo.

La primera de ellas ya está generando la ira de los medios corporativos y los poderes extranjeros: una reforma judicial que exige elecciones directas y democráticas para todo el Poder Judicial federal. El 22 de agosto, el embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, emitió una declaración manifestando su desacuerdo con las reformas. Fue, por decir lo menos, una declaración curiosa.

Después de mencionar a Irak y Afganistán —dos países que Estados Unidos ha invadido y ocupado recientemente— como ejemplos de países que carecen de sistemas judiciales independientes, procedió a afirmar que «la elección popular directa de jueces es un gran riesgo para el funcionamiento de la democracia en México». Tras la exposición vino la amenaza: «También creo que el debate (…) pondrá en peligro la histórica relación comercial que hemos construido, la cual depende de la confianza de los inversionistas en el marco legal de México». En otras palabras, si sabes lo que te conviene, no te metas.

Resulta que AMLO no sabía lo que «le convenía». «¿Cómo le vamos a permitir al embajador, con todo el respeto, (…) que opine que está mal lo que estamos haciendo?», preguntó en su conferencia de prensa del martes siguiente. Aunque negó que el embajador estadounidense fuera a ser expulsado, explicó que la relación con la embajada estaba «en pausa». Lo mismo, añadió, para la embajada de Canadá, cuya actitud al secundar a Estados Unidos da «pena ajena, (…) parece un Estado asociado». Ambos países, concluyó, «quisieran tener injerencia en asuntos que solo corresponden a los mexicanos. Mientras yo esté aquí no vamos a permitir ninguna violación a la soberanía». Las líneas de batalla se habían trazado.

El giro de 180 grados de Ken

La carta del embajador y su conferencia de prensa fueron aún más sorprendentes a la luz del hecho de que, dos meses antes, había dicho exactamente lo contrario. La reforma judicial «es una decisión mexicana», declaró el 13 de junio. «No es nuestra decisión. Nosotros, Estados Unidos, no podemos imponer nuestras opiniones en esos asuntos». El 24 de julio reafirmó que «el modelo [de la reforma] será la decisión del gobierno mexicano, del Legislativo mexicano. No me voy a involucrar en lo que se debe hacer». Pocos días antes de su giro de 180 grados, aún decía que la reforma judicial representaba «una oportunidad para hacer cosas buenas», y que Estados Unidos «no está en posición» de decirle a México qué hacer.

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Tras su terminante declaración, Salazar continuó dando volteretas. Ante el rechazo no solo del presidente, sino también de un público históricamente reacio a ver con buenos ojos el intervencionismo estadounidense, primero intentó retroceder, alegando que sus comentarios se habían hecho en un «espíritu de colaboración» como «socios» y que tenía «la mayor disposición» para dialogar sobre el tema. Sin embargo, la falsa distensión de Salazar reveló su total incomprensión sobre el hecho de que la reforma judicial no es un asunto para el cual se solicitaría «diálogo» con Estados Unidos, y que ello ni siquiera sería apropiado.

Así, Salazar volvió al ataque, insistiendo en el punto de Irak y Afganistán en una entrevista para Milenio TV mientras afirmaba que la reforma violaba el «espíritu del acuerdo USMCA» —el reemplazo del TLCAN— sabiendo bien que no podía decir que violaba el acuerdo en sí. Para el 3 de septiembre, su argumento se redujo a afirmar que, bueno, sí, Estados Unidos también elige jueces, pero solo a nivel estatal (donde se juzgan la mayoría de los casos) y solo en algunos estados (en realidad, en cuarenta y uno, total o parcialmente) y que, estuviera o no la prensa presente «de su lado», siempre serían bienvenidos en la embajada.

Washington al teléfono

Un cambio tan abrupto de postura claramente no fue gestado en la Ciudad de México, sino en Washington. La pregunta, por supuesto, es por quién. Ante la ausencia de autoridad de la Casa Blanca de Joe Biden, otros centros de poder dentro del gobierno federal han estado apresurándose para llenar el vacío, pisoteándose entre sí en el proceso.

Como consecuencia, la política estadounidense hacia América Latina se ha desordenado en los últimos meses. Cuando Ecuador invadió la embajada mexicana en abril en una flagrante violación del derecho internacional, la tibia respuesta del Departamento de Estado fue posteriormente «corregida» por el Asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan. En el caso de la elección venezolana en agosto, Antony Blinken se apresuró a felicitar al candidato de derecha Edmundo González, solo para que el portavoz Matthew Miller rectificara unos días después. Y ahora el embajador mexicano —que ya había protagonizado un artículo en primera plana del New York Times en 2022 por su supuesto acercamiento «excesivo» a AMLO— se vio obligado a hacerse el harakiri y contradecir sus propias declaraciones en el transcurso de una semana.

Una posible fuente para este cambio abrupto de posición es la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), que ha estado llevando a cabo una operación para desacreditar a AMLO a través de los medios complacientes en respuesta a su limitación de los poderes de la DEA en suelo mexicano. Otra posibilidad son los halcones de Blinken en el Departamento de Estado o en alguna de las otras agencias de inteligencia.

Sin embargo, una fuente más obvia para el cambio en el discurso es la comunidad empresarial, que ha hecho uso durante mucho tiempo de jueces amigables y ha abusado de procedimientos legales como el amparo para promover sus propios intereses en áreas estratégicas como la banca, la minería, la energía y el agua, amén de bloquear legislaciones que busquen regularlos. A pesar de las advertencias sensacionalistas sobre cómo un Poder Judicial elegido democráticamente abriría la puerta a una mayor influencia del crimen organizado, la verdadera preocupación de las multinacionales es que se cerraría la puerta a sus intereses monetarios, sobornos y la relación históricamente cómoda que han disfrutado con los jueces, que ha sido casi una garantía de decisiones a su favor.

Cuando AMLO luchó por aumentar el control público sobre el sector energético de México frente a una avalancha de amparos y lawfare, Salazar —un defensor de larga data de los intereses del capital energético tanto dentro como fuera del gobierno norteamericano— también fue zarandeado para que expresara sus «serias preocupaciones» y amenazara con que las diferencias de Estados Unidos sobre el asunto «podrían no tener solución». La ley para limitar la generación de energía privada fue finalmente desechada por la Suprema Corte en febrero, en un proceso distorsionado que requirió los votos de solo dos de sus once jueces, con el argumento de que violaba la «libre competencia» y el «desarrollo sostenible». El embajador-cabildero había ganado. AMLO estaba decidido a que esto no volviera a suceder.

Los jueces se comportan mal

El furor por la reforma energética fue solo la punta del iceberg. Incluso antes de convertirse en una máquina para anular leyes (setenta y cuatro hasta ahora durante este gobierno) con los pretextos más mínimos, el Poder Judicial de México ya se había hecho infame como un club exclusivo caracterizado por salarios excesivos, privilegios, escándalos éticos y nepotismo al servicio de la oligarquía y otros intereses deshonestos.

Esto ha tomado múltiples formas, como la condonación de deudas fiscales, como en el caso del «ajuste» de 640 millones de pesos (32 millones de dólares) concedido a Totalplay, la empresa de telecomunicaciones propiedad de la tercera persona más rica de México y notorio evasor fiscal, Ricardo Salinas Pliego. También ha tomado la forma de pases de salida libre para imputados adinerados que se van sin cargos o, en el peor de los casos, son enviados a casa para enfrentar juicios desde un cómodo arresto domiciliario; un deporte macabro en México ha sido esperar a ver qué nuevo rico será liberado a través de la puerta giratoria, generalmente los sábados (de ahí el término «sabadazo»), cuando hay menos cobertura mediática y cuando las oficinas gubernamentales están cerradas.

Entre la larga lista de beneficiarios de alto perfil se encuentran nombres como Emilio Lozoya, acusado de triangular dinero de la empresa brasileña Odebrecht a la campaña de Enrique Peña Nieto en 2012; Rosario Robles, acusada de desviar millones de fondos de desarrollo social a través de universidades durante la administración de Peña en lo que se conoció como la «Estafa Maestra»; Francisco García Cabeza de Vaca, el exgobernador de Tamaulipas que había sido despojado de su inmunidad para enfrentar cargos de lavado de dinero y crimen organizado (solo para que la Suprema Corte interviniera y anulara el procedimiento, permitiéndole huir a Texas) y, más recientemente, Mario Marín, el exgobernador de Puebla, acusado de ordenar la tortura de la periodista Lydia Cacho por revelar la historia de su presunta participación en una red de pornografía infantil y tráfico.

La manera de tratar tales casos notables resulta particularmente irritante en un contexto donde miles de mexicanos sin las conexiones adecuadas ni saldos bancarios altos languidecen durante años en prisión antes de que sus casos lleguen siquiera a juicio. El comportamiento errático y subrepticio de la clase judicial en los últimos meses solo ha empeorado la situación. En mayo se reveló que Norma Piña, la presidenta de la Suprema Corte, había mantenido una reunión privada con magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación junto con Alejandro Moreno, el presidente del opositor Partido Revolucionario Institucional (PRI).

La reunión fue doblemente preocupante: primero, por involucrar a un líder de la oposición política, y segundo, por incluir a varios de los magistrados que estarían decidiendo la validez de las próximas elecciones presidenciales de 2024. Según conversaciones de WhatsApp filtradas de la reunión, Piña presentó explícitamente a Moreno a los otros asistentes como su «aliado» y «amigo». En lugar de renunciar, lo cual habría sido necesario dada la seriedad del conflicto de interés, Piña ha encabezado la oposición a la reforma judicial, llevando recientemente a la Corte a unirse a una huelga del Poder Judicial.

Como si eso no fuera suficiente, un par de jueces federales intentaron usar el amparo contra el propio Congreso, ordenando que se desistiera la consideración de la reforma y, en caso de ser aprobada, que se abstuviera de enviarla a las legislaturas estatales para su ratificación — un exceso judicial ridículo y patentemente ilegal que solo reforzó el argumento de MORENA sobre la necesidad de una reforma profunda. En medio de todo esto estalló un escándalo involucrando a Lourdes Mendoza, columnista del periódico El Financiero, quien envió su columna sobre la reforma a la Ministra de la Suprema Corte Margarita Rios-Farjat para su «visto bueno» (un recordatorio oportuno de la relación íntima entre los tribunales y la prensa corporativa, todo en defensa de sus intereses comunes).

El miedo a un buen ejemplo

Como primer paso para limpiar los tribunales, la reforma judicial prevé elecciones directas para la mitad del Poder Judicial federal en 2025, incluida la Suprema Corte de Justicia en su totalidad, y la otra mitad en 2027. Todos los jueces actuales podrán postularse. Las elecciones serán apartidistas, con una prohibición del uso de financiamiento privado; en su lugar, los candidatos tendrán tiempo gratuito en televisión y radio para presentar sus propuestas. Se establecerán comités técnicos en ambas cámaras del Congreso para asegurar que los potenciales candidatos cumplan con los requisitos básicos de educación y experiencia.

El período de los jueces de la Suprema Corte se reducirá de quince a doce años. Se aplicará la paridad de género, y un límite a las duraciones excesivas de los juicios. Se eliminarán los salarios, privilegios y pensiones excesivos. El uso del amparo para bloquear cualquier cosa será restringido. Y, de manera crucial, se establecerá una junta de supervisión independiente con poderes para sancionar, suspender o incluso remover a jueces corruptos del cargo.

Si bien la reforma judicial se ha convertido en un pararrayos del debate público, es importante entenderla en el contexto de las otras enmiendas constitucionales que el Congreso mexicano considerará en los próximos meses: otorgar mayor autonomía para los pueblos indígenas y afromexicanos; mayores protecciones salariales, habitacionales y de pensiones; y una prohibición del fracking, la minería a cielo abierto y el maíz transgénico para el consumo humano.

No es de extrañar que la comunidad empresarial multinacional y sus voceros en las embajadas estén preocupados, no solo debido a los límites que las reformas impondrán a su capacidad de actuar con impunidad respaldada por el Poder Judicial, sino también por el temor de que tal precedente pueda extenderse a lugares como Estados Unidos, que está comenzando a emprender su propio intento, mucho más modesto, de reformar una Corte Suprema desenfrenada y soberbia. «El miedo a un buen ejemplo», como lo expresa el periodista y activista Eugene Puryear, efectivamente.


Texto publicado por Jacobin y reproducido en Diario Red con su permiso