Elecciones en Venezuela

Venezuela, último capítulo de la guerra híbrida (II): Las fases de un golpe

Segunda parte de la serie que analiza la guerra híbrida en Venezuela: de la deslegitimación y el calentamiento de calle a la fractura institucional

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María Corina Machado y Edmundo Gonzalez — STR / Xinhua News / ContactoPhoto

Guerra de números, guerra de actas

En la primera entrega de esta serie, abordamos extensamente temas como el sistema electoral venezolano, el desarrollo de los comicios presidenciales del 28 de julio, así como la candente cuestión de las actas. Allí, compartimos dudas razonables sobre la fiabilidad de las evidencias presentadas por la oposición para asegurar una “victoria apabullante”, mientras consideramos prudente esperar los tiempos que prevé la ley electoral (30 días) para la publicación de los resultados desglosados por parte del Consejo Nacional Electoral, así como no alentar las narrativas de fraude ni las autoproclamaciones, contribuyendo a desescalar la dimensión más violenta y callejera del conflicto.

Hoy, finalmente, el CNE cumplió la requisitoria del Tribunal Supremo de Justicia presentada el pasado 2 de agosto, y entregó en los plazos legales el conjunto de las actas de escrutinio y totalización, así como las pruebas de los ataques cibernéticos dirigidos desde la madrugada del día 29 contra el órgano electoral. Plataformas como NetScout se encargaron en los últimos días de aportar nuevas evidencias, al detectar en Venezuela una multiplicación por diez de los “ataques distribuidos de denegación de servicio” —conocidos como “DDoS”—, los mismos que se utilizan para caotizar el espacio digital y colapsar páginas web. De hecho, NetScout detectó que casi todo este “bombardeo masivo” se dirigió contra la empresa de telecomunicaciones en donde aloja su infraestructura digital el gobierno.

Por otro lado, en relación a las actas, cabe destacar que ni Edmundo González ni María Corina Machado presentaron las suyas propias, ni a la justicia local ni a ningún organismo internacional neutral; actas que fueron duramente impugnadas tanto en relación a su cantidad real, como a su veracidad, detectándose en ellas graves errores e incongruencias como ausencia de firmas, firmas repetidas o falsificadas.

La materia de este segundo artículo es, agotado el primer tema, las estrategias de “máxima presión”, que en los manuales de la guerra híbrida combinan, para propiciar el “cambio de régimen”, las estrategias de calle —civiles, delincuenciales y/o paramilitares—, las operaciones psicológicas, las campañas de desinformación, el cerco diplomático, las llamadas “sanciones” y varios otros elementos.

Como previmos en aquel primer texto, las actas y los resultados reales se volverían rápidamente una excusa o una anécdota para la oposición, abocada a generar una corriente de opinión nacional e internacional que pudiese legitimar una estrategia insurreccional para derrocar al gobierno, o al menos para imponer el reconocimiento nominal de su candidato presidencial. Estrategia que debería contar, como pre-requisitos, con la garantía de un decisivo apoyo internacional —que rubricara la sospechas de fraude, reconociera a González como presidente electo, prometiera nuevas sanciones contra el “régimen”, etcétera—, con la ruptura de la confianza de las bases chavistas en su propio gobierno —confianza erosionada desde hace tiempo por otras causales, que van desde los errores propios hasta la guerra económica y el asedio externo—, y con la movilización de minorías opositoras belicosas, e incluso de capas más amplias de la ciudadanía desencantada o iracunda —incluso ex chavistas—, que pudieran calentar la calle y generar un estado de excepción y zozobra.

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Nuevas formas de intervención

Son muchos los documentos de los que disponemos para estudiar las nuevas formas de intervención, tan distintas y distantes de los golpes de Estado clásicos que conocimos en buena parte del siglo XX. Nos referimos a aquellos golpes clásicos, de características militares y paramilitares, en los que una junta o una conducción unipersonal anunciaban, mediante un decreto 0, la exitosa pacificación de tal o cual país, el abatimiento de los comunistas subversivos y la custodia de los valores occidentales y la moral cristiana, mientras prometían garantías a los inversores internacionales, anunciaban reformas estructurales regresivas y enunciaban su más estricto alineamiento geopolítico con los Estados Unidos. Esos mismos golpes que eran rápidamente celebrados por las solicitadas publicadas por los capitales concentrados en la gran prensa corporativa, y que eran reconocidos con presteza como gobiernos necesarios y legítimos por parte de la OEA y el Departamento de Estado. Ese tipo de golpes, públicos y declarados, conforman una modalidad cada vez menos típica y más marginal frente a las nuevas formas de intervención que trabajamos en este libro, mucho más complejas, indirectas, opacas y sutiles. Pero no por eso menos brutales y eficaces.

No disponemos de espacio para abundar en libros y fuentes, pero vale reseñar documentos como los Santa Fe I y Santa Fe II de la CIA, los textos parcialmente desclasificados sobre la llamada cognitive warfare [guerra cognitiva], la nueva Estrategia de Seguridad Nacional adoptada por Estados Unidos el 12 de octubre de 2022 (y sus antecesoras), informes y recomendaciones de distintas fundaciones y thinks thanks neoconservadores, decenas de filtraciones realizadas por WikiLeaks, testimonios y entrevistas de ex militares y antiguos miembros de los servicios de inteligencia occidentales, manuales como los del politólogo estadounidense Gene Sharp, así como decenas de estudios, desde los campos de la psicología, la sociología, la teoría política o la geopolítica, que versan sobre conceptos como el de “guerra de cuarta generación”, “golpe blando”, “guerra de baja intensidad”, “guerra económica”, “terrorismo mediático”, “lawfare”, “revoluciones de colores”, “cambio de régimen” o “guerra híbrida” —quizás el concepto más comprensivo de todos los anteriores—.

Ablandar

Para simplificar el análisis utilizaremos, por su carácter didáctico, las etapas teorizadas por Gene Sharp para consumar un “golpe blando”, es decir un “cambio de régimen” por vía —teóricamente— no violenta, y las cotejaremos con lo sucedido en Venezuela durante los últimos días. La primera etapa, el “ablandamiento”, consiste en instalar matrices de opinión que se ensañan con problemas reales o potenciales del gobierno objetivo —como la migración, la corrupción o los bajos salarios—, para así azuzar el descontento, exacerbar el malestar, promover intrigas y erosionar la unidad del adversario. Sin lugar a dudas, el “ablandamiento” se desarrolló en Venezuela desde la etapa pre-electoral hasta el último día de campaña, aunque se asentó también en narrativas más viejas, cinceladas durante el último cuarto de siglo hasta aparecer como verdades irrefutables.

Decenas y decenas de artículos y columnas de opinión de El País, AFP, The New York Times, la BBC y tantas otras corporaciones privadas, se encargaron de cincelar una imagen profundamente hostil con la realidad y con el sentido común de la mayoría de los venezolanos, incluso de los opositores al Gobierno

El ablandamiento consistió, en este escenario particular, al menos en dos cosas:

1) En instalar que la victoria de Edmundo González era inminente, que la diferencia que lo posicionaba por sobre su competidor era apabullante e irreversible, y que no había forma legal ni legítima de que Nicolás Maduro se alzara con una victoria en buena lid, pese a que el chavismo ganó la mayoría de las elecciones en las que se midió en los últimos 25 años, y a que cuenta con buena parte de los resortes de poder del Estado. Una lectura nítidamente contrastante con un cuarto de siglo de polarización extrema, con cierres de campaña que mostraron una relación de 10 a 1 en favor del chavismo en relación las convocatorias de calle, con un escenario de moderado optimismo social debido al fin del desabastecimiento y la hiper-inflación y la reducción de la inseguridad, y con índices macroeconómicos en alza que tranquilamente podían contrapesar el desgaste natural de tantos gobiernos consecutivos de Chávez y Maduro.

Decenas de encuestas pagadas y con metodologías opacas, se encargaron de dar una pátina de verosimilitud a algo tan complejo como anticipar un comportamiento social futuro —en este caso el voto— de millones de sujetos dotados de libre albedrío—la ciudadanía venezolana—, hasta convencernos de que había un sólo futuro posible en el multiverso venezolano.

2) La segunda operación consistió en blanquear y presentar como moderada, razonable y centrista a la representante más conspicua y radical de la extrema derecha local, fácilmente asimilable a figuras como las de Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Santiago Abascal en España o Javier Milei en la Argentina. María Corina Machado, la mujer que propuso hundir a su propio país bajo el peso de las sanciones económicas, que firmó el decreto de disolución de todos los poderes de la República durante el golpe de Estado de 2002, que hostigó al gobierno de Chávez desde una asociación civil financiada por la NED estadounidense —como reconocieron sus propios integrantes—, o que capitaneó junto a otros líderes opositores la estrategia insurreccional de las “guarimbas” —que se cobraron decenas de víctimas fatales, algunas de ellas quemadas vivas por ser o parecer chavistas—, fue presentada a la opinión pública nacional e internacional como una figura carismática y encantadora, resaltando su femineidad y su maternidad, su templanza y su moderación, así como sus presuntos valores cristianos.

No faltó, incluso, quien la dotara de un aura crística y la sindicara como una progresista en toda la regla, por su postura no (tan) conservadora en relación al aborto o el consumo de marihuana. Decenas y decenas de artículos y columnas de opinión de El País, AFP, The New York Times, la BBC y tantas otras corporaciones privadas, se encargaron de cincelar una imagen profundamente hostil con la realidad y con el sentido común de la mayoría de los venezolanos, incluso de los opositores al Gobierno.

Deslegitimar

La segunda etapa, la “deslegitimación”, tiene tantos años como el movimiento bolivariano. Obviamente ésta es una etapa sinuosa, dado que como lo definió magistralmente Nayib Bukele en un tweet antológico, “El gobierno de Estados Unidos decide quién es el malo y quién es el bueno y también cuándo el malo se vuelve bueno y el bueno se vuelve malo”. La errática relación de Estados Unidos con Venezuela, ese obscuro objeto del deseo (petrolero), ha atravesado por etapas de deslegitimación y momentos de moderada relegitimación, que pueden rastrearse a través del concepto con que el proceso bolivariano fue definido en cada etapa: como “gobierno”, “presidencia”, “régimen”, “autocracia”, “tiranía”, “totalitarismo” o incluso como “narco-dictadura”.

Sólo el pulso geopolítico y los intereses geoestratégicos definen qué gobierno es democrático y cuál antidemocrático

Una prueba reciente de estos mecanismos, que sin dudas será un importante material de estudio en lo sucesivo, son los recientemente filtrados Acuerdos de Catar, firmados entre el gobierno de Maduro y el gobierno de Joe Biden en 2023, que entre muchas otras cosas interesantes demuestran que mientras públicamente se sindica al Gobierno venezolano como fraudulento y se le define como paria, en secreto se le reconoce como igual, se negocia con él como con cualquier gobierno legítimo y hasta se consuman importantes acuerdos en el sector hidrocarburífero. Es decir que medidas como las sanciones no son los instrumentos de democratización occidental que se suele publicitar, sino tácticas para lograr el “cambio de régimen”, cuando no son meras herramientas de presión y negociación.

Sólo el pulso geopolítico y los intereses geoestratégicos definen qué gobierno es democrático y cuál antidemocrático. Así, en el reverso de la moneda, la monarquía hereditaria saudita, aliada clave en Medio Oriente, fue definida siempre como un “gobierno amigo” y nunca como un “régimen”. Pero cuando junto a la OPEP+ decidió recortar en 2022 la producción petrolera en dos millones de barriles diarios, desairando a los Estados Unidos y favoreciendo tácitamente a Rusia en la Guerra de Ucrania, una serie de medios de comunicación occidentales empezaron a redefinir al Gobierno saudí como “monarquía” o “régimen”, mientras que ciertos organismos de derechos humanos se anoticiaban de que en Arabia Saudita se violaban sistemáticamente los derechos humanos. Eran los mismos medios que no levantaron ni una solicitada cuando el periodista opositor Jamal Khashoggi fue descuartizado vivo en el consulado saudí en Estambul.

Como sea, lo importante de la deslegitimación es manipular prejuicios preexistentes, como el anti-populista —siempre convalidado por algún solícito intelectual “progresista”— o el “anti-comunista” —viejo y paranoide resabio de la Guerra Fría—. Aquí, por supuesto, los ideologemas más remañidos entran en escena: la libertad —liberalmente definida—, los derechos humanos —de ciertos humanos—, el anti-terrorismo —salvo cuando se trata de un terrorismo de Estado como el israelí—, los valores occidentales, el “mundo libre” —de gobiernos izquierdistas—, etcétera.

Una vasta red de think thanks, ONGs, fundaciones, asociaciones civiles, entidades de cultura, organismos de derechos humanos, “librepensadores” y “medios independientes”, se encargarán de sembrar y amplificar estas narrativas. Para quien crea que se trata de teorías conspirativas, haría bien en leer el extraordinario libro “La CIA y la Guerra Fría cultural” de la historiadora y periodista británica Frances Stonor Saunders, quien hace 25 años probó de manera demoledora, con un detallado trabajo empírico, este modus operandi. Lo clave, aquí, es inducir una “fractura ético-política” en el adversario, es decir, horadar la unidad entre teoría y praxis, entre realidad e ideología, entre políticas y valores.

Sin dudas el primer abanderado de esta nueva oleada deslegitimadora es Elon Musk, el self made man que labró su propia fortuna a través de la cuantiosa herencia recibida de su padre, un esmeraldero sudafricano. Muchos se han preguntado qué ha llevado a Musk a poner su nombre, su tiempo, su propia red social, sus bots y se presume que su dinero y sus capacidades tecnológicas contra el gobierno de Nicolás Maduro, debatiéndose como un auténtico cruzado digital, difundiendo fake news y censurando cualquier atisbo disidente.

Hay quién asegura que la oposición podría haberle prometido la Estación Terrena de Control Satelital ubicada en El Sombrero, Guárico, o bien parte de los recursos minerales y de las llamadas “tierras raras” de Venezuela. Recordemos que Musk viene dando un apoyo decidido a Milei en Argentina, que acaba de promulgar el llamado Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI), que ofrece garantías, exenciones y facilidades de todo tipo a los grandes capitales trasnacionales por un plazo de 50 años, rubricando un auténtico pacto neocolonial. Recordemos, también, que en su propia red social Musk se atribuyó una especie de co-autoría del golpe de Estado a Evo Morales en el año 2019, sucedido en una Bolivia que no casualmente aloja las principales reservas de litio de todo el planeta, mineral insoslayable para el desarrollo aeroespacial y para los vehículos eléctricos que el magnate fabrica.

Calentar la calle

La tercera etapa del manual de Sharp es el “calentamiento de calle”. Con una opinión pública oportunamente “ablandada” y un adversario fatalmente “deslegitimado”, el campo de acción se traslada al espacio público, a las calles y plazas del país objetivo. Pero para calentar la calle hacen falta dos elementos: la carga explosiva y el fulminante. La carga es el compendio de todos los malestares, enojos, necesidades irresueltas y frustraciones de una sociedad, canalizados ahora hacia un único responsable: el líder opositor o el mal gobierno. Pero ningún explosivo detona sin un catalizador, que sólo puede darse a través de acciones violentas, induciendo una respuesta represiva por parte del Estado que generé a su vez un espiral de nuevas acciones callejeras. Lo importante es generalizar las protestas, por los motivos que sean, y luego ir elaborando algo parecido a una plataforma unitaria capaz de darles expresión, hasta desembocar en el ansiado “cambio de régimen”.

En Venezuela, en los últimos años, las guarimbas combinaron el descontento legítimo y la violencia espontánea de diferentes sectores de la sociedad (...) pero esta vez, pareciera que el intento de radicalizar los términos de la confrontación no estaría rindiendo los frutos esperados

Desde el domingo de las elecciones a la fecha, fueron reportados en Venezuela ataques a 12 universidades, 62 escuelas, 7 centros de salud, 30 ambulatorios, 11 estaciones del metro de Caracas, un tren en Valencia, 38 autobuses, 27 monumentos (incluidos los de Bolívar y Chávez), 10 sedes del partido de gobierno, 10 sedes del CNE, dos alcaldías (Carirubana y Quíbor), varias sedes de los CLAPS (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), así como ataques cibernéticos a 25 páginas webs del Estado. Tampoco faltó lo que Sharp llama la combinación de diferentes formas de lucha. A estos ataques a infraestructuras y a los intentos de copar ciertas instituciones —sobre todo electorales—, se sumó el ataque a chavistas en plena luz del día, las convocatorias masivas a repudiar el “fraude histórico”, así como toda una serie de operaciones psicológicas, que incluyeron la difusión de videos de las guarimbas de otros años o bien acciones violentas sucedidas en otros países, así como el presentar a víctimas de accidentes viales como mártires del régimen. Tampoco faltaron algunas acciones armadas puntuales, propagandizadas por sus propios responsables en redes sociales.

En Venezuela, en los últimos años, las guarimbas combinaron el descontento legítimo y la violencia espontánea de diferentes sectores de la sociedad, con la actuación de vanguardia de grupos altamente organizados, entre los que se contaban elementos delincuenciales y paramilitares, reclutados muchas veces en el hampa local o en los carteles y formaciones paramilitares de la vecina Colombia. Pero esta vez, pareciera que el intento de radicalizar los términos de la confrontación no estaría rindiendo los frutos esperados.

Como muchos observadores pudimos constatar en la campaña electoral, la sociedad venezolana, inclusive la más hastiada y cerrilmente opositora, cifró sus expectativas de cambio en la vía electoral, y se movilizó de manera masiva a las urnas el domingo 28 de julio. La paz generalizada de aquella jornada debería haber bastado para dar a entender una obviedad. Que en un país que hace años se encuentra en una especie de empate catastrófico, todas las vías de la continuidad y el cambio parecen haberse erosionado, pero que ninguna se encuentra tan desgastada como la vía violenta, que afectó a chavistas y antichavistas, a sectores medios y bajos, durante más de una década. La oposición, que recibió en buena lid más de 5 millones de votos con un mandato de cambio, creyó que lo que recibía eran endosos para alcanzar el poder por vía violenta o extra-legal. El maría-corinismo, que moderó su tono y su discurso, y con ello logró captar las preferencias de nada menos que el 43 por ciento de los venezolanos, creyó estar ahora frente a una sociedad masivamente consustanciada con las ideologías y los métodos de la extrema derecha. Craso error.

La fractura institucional

Este es, para Sharp y para los estrategas de la guerra híbrida, el punto cúlmine del “cambio de régimen”. Sucede cuando el gobierno objetivo, su conducción y sus bases sociales, se doblan o se quiebran frente a la presión insoportable ejercida por tantos factores: políticos, diplomáticos, geopolíticos, económicos, mediáticos, callejeros, etcétera.

El punto de fractura puede alcanzarse por diferentes vías. Si el calentamiento de calle escala y se desborda, generando una masiva corriente de acción y de opinión favorable al “cambio de régimen”, puede pasarse de la mera resistencia a una ofensiva armada que combine elementos civiles y acaso también apoyos paramilitares. En este caso el poder se disuelve como un castillo de naipes. Si, como analizamos en Venezuela, no existen las condiciones sociales para aquello, se apela a la desobediencia de los cuerpos de seguridad, sean policiales o militares —recordemos que en Bolivia bastó que el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas “sugiriese” la renuncia de Evo Morales para generar la fractura y consumar el golpe—.

La mayoría de los gobiernos de derecha y extrema derecha, con oportuna ambigüedad, eligieron reconocer el “fraude de Maduro” antes que “el gobierno de González”

En esta vertiginosa coyuntura, el intento de alcanzar este punto de no retorno sucedió este lunes 5 de agosto a través de dos acontecimientos clave. En primer lugar, en horas de la tarde, María Corina y Edmundo González publicaron una carta dirigida a la fuerza pública, llamando a que se “desconozcan las órdenes ilegales” y a “respetar y hacer respetar los resultados [sus resultados] de las elecciones” —algo que Milei y otros exponentes de la extrema derecha regional ya habían sugerido—. Estas apelaciones no son nuevas en el país: desde el año 2002, ante cada nueva ronda de desestabilización, la oposición buscó escindir a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, instigándola a propiciar un autogolpe. A veces se logró seducir a efectivos sueltos o a grupos minoritarios, pero lo que nunca se pudo fue fracturar la cadena de mando. No parece que vaya a ser el caso ahora, mucho menos ante la interpelación de una figura (la de Machado) que sostuvo en el pasado fuertes altercados con los uniformados.

La otra acción clave del día de ayer fue la autoproclamación presidencial de Edmundo González, que consuma y vuelve legalmente punible la intención manifiesta de consumar el golpe —¿acaso por eso el gobierno demoró la entrega de las actas del CNE, buscando el paso en falso de sus rivales más irreductibles y menos propensos a la negociación?— Como sea, la autoproclamación fue de hecho antecedida de los primeros reconocimientos internacionales. Pero en rigor tan sólo la Cancillería del gobierno de facto de Perú reconoció como presidente a González, mientras que la mayoría de los gobiernos de derecha y extrema derecha, con oportuna ambigüedad, eligieron reconocer el “fraude de Maduro” antes que “el gobierno de González”. Quizás, la vergüenza que aún suscita en muchos lugares de América Latina, Europa y Estados Unidos el fallido reconocimiento de Juan Guaidó, el exdiputado devenido rey desnudo, convoque esta vez a mayores niveles de decoro.

De hecho, de la misma indefinición adolece la principal potencia global. El gobierno de Estados Unidos, cuya cautela genera zozobra en las derechas globales desde el enigmático tweet de Kamala Harris en la madrugada del 29 de julio, aclaró esta vez que si bien considera a González el vencedor de los comicios, todavía no le reconoce como presidente y pide por una transición democrática. Así lo aseguró Matthew Miller, del Departamento de Estado, en un sucinto comunicado.

Como sea, mientras varios gobiernos latinoamericanos se juegan en este proceso la cada vez más precaria unidad de las izquierdas y los progresismos y la normalidad de las relaciones diplomáticas, comerciales y migratorias, Estados Unidos y sus aliados se juegan mucho más. No sólo el alineamiento geopolítico de la región en un mundo cada vez más disputado, sino también el clima hemisférico en que se desarrollará su propio y sensible proceso electoral. Por sobre todas las cosas, la legitimidad internacional relativa del gobierno bolivariano definirá el futuro de las sanciones, así como el destino de los multimillonarios activos confiscados, como los 13 mil millones de la estatal venezolana CITGO y los 1.000 millones de dólares de reservas de oro retenidas en el banco de Inglaterra. Es de notar que del otro lado del mundo, nada menos que 46 países ya acercaron a Maduro sus felicitaciones, entre los que se encuentran jugadores globales del peso específico de China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Arabia Saudita, Indonesia y muchos otros.

El último camino para alcanzar la fractura teorizada por Sharp, si falla la insurrección y si los cuerpos de seguridad mantienen pese a todo su lealtad a los poderes constitucionales, es promover un agudo aislamiento político, diplomático y económico (sin novedad en el frente venezolano), que puede generar el escenario para una eventual intervención internacional. En esa línea debe entenderse el pedido del otrora líder opositor Leopoldo López de que “lluevan sanciones” sobre Venezuela (castigando a la población civil y sumando más medidas coercitivas unilaterales a las más de 900 ya aplicadas sin éxito), así como los antiguos clamores de Machado por una ocupación militar extranjera, cuando aseguró en una entrevista a la BBC que “sólo la amenaza inminente y severa del uso de la fuerza [internacional] sacará a Maduro del poder”. El mismo camino aislacionista trillan las convocatorias a sesiones urgentes de la OEA, cada vez más desprestigiada e inaudible, así como los pronunciamientos de una cada vez más ingrávida Unión Europea.

Sin embargo, este escenario límite, que no se dio en contextos geopolíticos mucho más favorables para la oposición venezolana y para sus aliados estadounidenses, tampoco parece que vaya a concretarse ahora, con la mirada atenta de China y Rusia sobre el país, y con la necesidad de Estados Unidos de garantizarse el flujo de un petróleo abundante, seguro, próximo y barato como el venezolano. Más aún con el contexto aciago de la Guerra de Ucrania, con las previsiones de un conflicto generalizado en Medio Oriente, y con la progresiva autonomía de Arabia Saudita, antes fiel aliada, en un cambiante escenario internacional.

Pero el factor clave que explica la poca suerte que ha tenido de momento el último capítulo de la guerra híbrida, es que las venezolanas y venezolanos —funcionarios, militantes y ciudadanos rasos—, parecen haber aprendido en la dura pedagogía del conflicto todas las tácticas, las mañas y los meandros del “cambio de régimen”, intentona que han sufrido una y otra vez desde el año 2002. Hay, en Venezuela, al menos tres generaciones desconfiadas y endurecidas por la guerra híbrida.

El venezolano de a pie, y sobre todo el chavista silvestre, podría decir, con el poeta León Felipe: “Yo no sé muchas cosas, es verdad / pero me han dormido con todos los cuentos… / y sé todos los cuentos”.