Vosotros mismos en pantalla

El tesoro perdido de Mitchell y Kenyon y los inicios del cine documental

El trabajo infantil de inicios del siglo XX captado por la cámara de Mitchell & Kenyon
El trabajo infantil de inicios del siglo XX captado por la cámara de Mitchell & Kenyon

Corría el año 1994 cuando un grupo de operarios, ejecutando tareas de demolición en un edificio en Northgate, Blackburn, Inglaterra, se topó en un sótano con tres enormes tambores metálicos ya muy oxidados. Al abrirlos, encontraron en su interior centenares de pequeños rollos de película.

La historia podría haber terminado allí. Nadie había reclamado nada del edificio y los operarios bien podrían haber sepultado los tambores y su contenido entre toneladas de escombros (cuántos tesoros se habrán perdido de modo semejante, por falta de conocimientos, por falta de curiosidad). Pero en este caso, afortunadamente no fue así. De camino a la procesadora de metal había una tienda que realizaba transferencias de cine a vídeo, y los operarios decidieron detenerse unos minutos con un par de rollos de película para preguntar si lo que habían encontrado tenía algún valor.

El dueño de la tienda comprendió enseguida que era material muy antiguo: negativos de nitrato, el material que se usaba para filmar durante las primeras décadas del cine. Contactó entonces con un cinéfilo local, quien pidió que le llevaran todo el contenido de los tambores a su casa. Como el nitrato es altamente inflamable, guardó los rollos en un frigorífico horizontal que tenía en su garaje y contactó a su vez con el Instituto Británico del Cine (BFI). A medida que los especialistas del BFI iban digitalizando y restaurando los rollos, emergía la historia de las imágenes allí registradas, no menos fascinante que la de su recuperación.

Entre 1897 y 1922 había funcionado en el edificio demolido la compañía cinematográfica de Sagar Mitchell y James Kenyon. Dos años antes de la fundación de esa empresa, los hermanos Louis y Auguste Lumière habían presentado en Lyon la primera función del cinematógrafo, que con su novedoso sistema de proyección había superado todos los intentos previos y marcó el inicio del cine como espectáculo masivo. Las primeras películas de los Lumière, que duraban menos de un minuto cada una, mostraban escenas cotidianas de miembros de la propia familia (sus hijos jugando, metiéndose al mar, un bebé comiendo, amigos jugando a los naipes) y también secuencias documentales donde se veía el discurrir de las calles de París, Notre Dame, y la entonces recién inaugurada torre Eiffel. Incluso abrieron el camino al cine cómico filmando un gag donde un jardinero se ve empapado por el agua de una manguera, y también al cine fantástico, proyectando un filme al revés de modo que un muro que acababa de ser destruido volvía mágicamente a ponerse en pie. Pero había otro tipo de películas, que fueron las que fascinaron a Mitchell y Kenyon y les dieron la idea para su negocio. Los Lumière filmaron a sus propios empleados saliendo de la fábrica familiar tras una jornada laboral, y a los integrantes de una convención internacional de fotógrafos descendiendo de una embarcación. En ambos casos, las películas fueron luego proyectadas ante aquellos que habían sido filmados, quienes quedaron maravillados. Porque las fotografías existían desde 1848 y ya no eran novedad, pero eso de verse a uno mismo de tamaño natural en movimiento proyectado en una pantalla resultaba increíble, mágico. Allí, concluyeron Mitchell y Kenyon, había potencial de negocio.

Mitchell y Kenyon recorrían Reino Unido con su cámara filmando escenas locales para luego reunir como público cautivo en cada ciudad a todos los que habían sido filmados

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Al tiempo que los pioneros del cine iban desarrollando el lenguaje de un nuevo arte, mientras Alice Guy exploraba el cine de ficción, mientras se creaba el cine fantástico gracias a la invención de múltiples trucos con la cámara como los inventados por George Méliès, mientras todo iba encaminado a llevar el cine a mercados cada vez más amplios y a vender las películas en todos los países donde fuera posible, Mitchell y Kenyon se centraron en un microcosmos mucho más modesto que, si no se hubieran descubierto sus películas un siglo después, habría pasado por completo desapercibido. A ellos no les interesaban la fama ni el gran espectáculo. Su nicho de negocio era otro: recorrer el Reino Unido con su cámara filmando escenas locales para luego reunir como público cautivo en cada ciudad a todos los que habían sido filmados. Su lema publicitario era, precisamente, "Local Films for Local People" (películas locales para la gente local).

A fin de rellenar el programa en cada función, se filmaban también las calles y principales edificios de cada ciudad visitada, con frecuencia colocando la cámara sobre el piso superior de un tranvía y registrando el recorrido. Pero el plato principal de Mitchell y Kenyon era filmar gente, tanta gente como fuese posible, y que todos los que eran captados por su cámara tuvieran bien en claro que estaban siendo filmados. Es cierto que los rollos de película eran breves y caros, lo que les impedía filmar durante horas. Por eso a veces recurrían al engaño: filmaban de verdad durante un par de minutos, pero luego, cuando el rollo se había acabado, se limitaban a girar la manivela de la cámara en falso.

Esa gente común era el blanco de las filmaciones y, al mismo tiempo, el público de las consiguientes funciones cinematográficas. Para maximizar el efecto, Mitchell y Kenyon escogían muy bien los sitios donde colocarse. Decenas de sus películas muestran a gente saliendo de la iglesia después de misa, o (imitando aquella película pionera de los Lumiére) saliendo de la fábrica tras la jornada laboral. Decenas y decenas de personas pasan mirando a la cámara, hombres y mujeres, niños y ancianos. Al ver hoy estas películas, tenemos que pensar que esos rostros hoy anónimos que saludan, o que avanzan rápidamente un poco intimidados, vieron esa misma película al día siguiente y la comentaron con entusiasmo. Si dejamos correr nuestra imaginación, casi podemos oír sus voces: ¡Mirad, ahí está el jefe! ¡Y esa es la abuela! ¡Mirad allí están Margie y John! Y, por supuesto, la frase más escuchada durante las funciones: ¡Allí estoy yo!

Seguramente no todos llegaban a encontrarse en la pantalla. Algunos porque no habían sido filmados. Otros porque, no existiendo la posibilidad de congelar la imagen, era cosa del azar poner justo la mirada en el sitio correcto en medio de tantos rostros en continuo movimiento. Pero no creo que nadie saliera defraudado. El que no se había reconocido, sin duda había visto a algún familiar, o a algún amigo. En última instancia, incluso si no se reconocía a nadie, tampoco era tan importante, porque todos sabían igualmente que estaban allí, que eran parte de esa masa, de ese enjambre humano. Y todos podían afirmar haberse visto sin que nadie pudiera demostrar lo contrario, y sin estar mintiendo del todo.

Juzgadas a la distancia, las películas de Mitchell y Kenyon son algo más que meras filmaciones puntuales y efímeras, como ellos mismos pensarían al hacerlas: constituyen documentos irreemplazables de una era desaparecida. En sus películas no hay actores, no hay poses, no hay vestuario especial. Son fragmentos, instantes de la vida misma. Nosotros, por otra parte, observamos mucho más de lo que veían sus accidentales protagonistas, mucho más de lo que los propios cineastas querían mostrar. Ante nuestros ojos están las terribles diferencias sociales de la Revolución Industrial. Por un lado, las familias ricas vestidas con sus mejores trajes frente a la iglesia. Por otro, los estragos que las condiciones de trabajo causaban a la población más pobre saliendo de las fábricas: ropas gastadas, cuerpos sucios y vencidos, deformes a causa del esfuerzo diario y de las posturas inhumanas. Gente que no tendrá más de treinta años, pero aparenta el doble. Y, sobre todo, el horror del trabajo infantil: decenas y decenas de niños y niñas cuya esperanza de vida es mejor no aventurar. Todos, por igual, miran a la cámara con alegría. Todos, por igual, habrán pagado luego los peniques tan duramente ganados para verse a sí mismos en la pantalla.

Gente saliendo de una iglesia (1902)
Gente saliendo de una iglesia (1902)

Mitchell y Kenyon no sólo filmaban el mundo del trabajo y los rituales de la fe, sino también las jornadas de ocio y festividad. A los desfiles y fiestas populares hay que sumar un novedoso fenómeno social que, al parecer, sólo ellos, y de forma verdaderamente visionaria, se tomaron el trabajo de registrar con cierto rigor para la posteridad: el deporte. Entre 1901 y 1907, los cineastas recorrieron numerosos estadios filmando encuentros de fútbol, cricket y rugby.

Varias de sus películas están dedicadas a partidos de fútbol de la liga inglesa: Newcastle United contra Liverpool (23 de noviembre de 1901), Sheffield United contra Bury (6 de septiembre de 1902), Everton contra Liverpool (27 de septiembre de 1902), Preston North End contra Aston Villa (11 de noviembre de 1905). Algunos de los clubes siguen existiendo, otros ya no. Cada una de estas películas dura unos tres minutos y medio, y todas siguen el mismo patrón: primero, como en las transmisiones modernas, vemos la salida de los equipos al campo de juego. Luego siguen momentos del partido y, por último, largos planos de las masas de público en las gradas (quienes, por supuesto, serían a continuación el público de estos filmes).

Público de uno de los primeros partidos de fútbol
Público de uno de los primeros partidos de fútbol

Es preciso admitir que de la acción en el campo de juego, a nivel deportivo, nos enteramos poco y nada. Mitchell y Kenyon contaban con apenas dos cámaras situadas una junto a cada portería, y tenían película para registrar apenas un par de minutos por partido. En estas condiciones, intentaban girar la manivela cuando la pelota estaba cerca, pero muy rara vez tenían la fortuna de capturar un gol o una jugada interesante. Lo que sí podemos ver son los estadios primitivos, con sus gradas bajas de madera (que ya exhibían en más de un caso publicidades pintadas). Y también la evolución en la estética de los jugadores, que por regla general aquí llevan, casi todos, su elegante bigote.

Maravillas del fútbol en 1902
Maravillas del fútbol en 1902

Llegada la primera década del siglo XX, en una industria en plena evolución como el cine, Mitchell y Kenyon decidieron que era preciso ampliar el espectro de sus producciones. Así, filmaron algunas comedias y reconstrucciones de eventos históricos. Pero para entonces sus esfuerzos ya había sido superados y compañías como las francesas Gaumont y Pathé producían filmes de ficción de forma masiva y con distribución mundial. Además, el público exigía entretenimientos más sofisticados y ya no le bastaba con verse a sí mismo en la pantalla. Comprendiendo que su nicho comercial se esfumaba, e incapaces de competir en el ámbito de la ficción, Mitchell y Kenyon produjeron su última película en 1913. La compañía siguió funcionando hasta 1922, intentando vender copias de las más comerciales entre las cintas que ya tenían filmadas, pero dedicándose básicamente a hacer retratos fotográficos. James Kenyon murió en 1925 a los 74 años. Sagar Mitchell lo siguió en 1952 a los 85 años, pero antes de abandonar este mundo reunió todos los negativos de sus películas en el sótano de su tienda y los guardó dentro de tres espaciosos tambores metálicos. Ignoramos qué pensaría Mitchell al preservar esos materiales inútiles que ya no le interesaban a nadie. Probablemente lo hiciese debido a una cuestión afectiva, por el recuerdo de sus viajes, de su juventud, de un éxito que luego le fue esquivo. Quizás fuese eso lo que lo llevó a depositar con cuidado los rollos en los tambores, aunque ni él ni nadie fueran a proyectarlos nunca más.

Y allí esperaron pacientes los filmes durante medio siglo, hasta ser milagrosamente descubiertos por unos sensibles operarios de demoliciones, quienes en este caso concreto, más que demoler la memoria, contribuyeron a reconstruirla.