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Las flaquezas del jerarca

El debate entre Joe Biden y Donald Trump abrió un cisma entre los demócratas y ejemplificó algunas debilidades estructurales del liderazgo estadounidense en el bloque occidental
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Foto: CNN

El debate que Joe Biden y Donald Trump protagonizaron durante la noche del jueves 27 de junio pudo haber dado un golpe importante sobre el tablero de las elecciones estadounidenses fijadas para el 5 de noviembre. Presidente y expresidente acudieron a una cita verdaderamente prematura en un entorno a priori favorable para el candidato a la reelección; la CNN no ha acostumbrado a ser un medio precisamente hostil para el establishment del Partido Demócrata y el formato escogido en esta ocasión ─con los micrófonos apagados durante las intervenciones contrarias para evitar interrupciones─ permitía “esconder” las debilidades del presidente.

La instrumentalización deshumana que ambos candidatos hicieron de las comunidades migrantes, la persistente pugna por ser el candidato más sionista o las acusaciones politiqueras en clave internacional ─según Trump, Biden es poco menos que un cajero automático para Zelensky; según Biden, Trump coquetea con líderes antioccidentales como Putin o Kim Jong-un─ ejemplificaron a la perfección la vacuidad en relación a lo programático. Trump salió a empatar, esperando con buen criterio que Biden encajase algún gol en propia.

Debilidades estructurales

En efecto, el resultado fue casi catastrófico para Biden. Apagado, lento y confuso, el cuadragésimo sexto presidente no estuvo a la altura de un Donald Trump que, sostenido en una inagotable lista de fake news y exageraciones, logró camuflar sus debilidades de campaña e inflar las del líder demócrata. Cierto es que los Dems consideraban la posibilidad de un mal desempeño; de hecho, en cierta medida la utilidad del debate era permitir que estuvieran a tiempo de buscar un candidato alternativo si la hecatombe se consumaba. Con todo, el resultado fue casi el worst case scenario: Joe Biden lució tan mal que se abrió el debate mediático en torno a su mismísima presidenciabilidad.

Desde un prisma amplio, el debate en CNN clarificó que el estado de salud del sistema político estadounidense se encuentra pobremente cuidado por dos partidos, el Demócrata y el Republicano, atravesados por males estructurales. El segundo, cooptado por el jerarca internacional de la ola de derechas radicales occidentales, se halla inmerso en un equilibrio muy frágil. De un lado, el discurso conspiracionista, antiinstitucional y ultraderechista del trumpismo pone en jaque numerosos consensos del pacto tácito entre élites demócratas y élites republicanas que ha regido la política yankee desde hace más de un siglo; del otro lado, se encuentran sectores del conservadurismo clásico como Nikki Haley que, frente al riesgo de la irrelevancia, optan por asumir como válidad la quiebra política que propugna Trump.

El Partido Demócrata, siempre bajo el escrutinio de aquellos sectores del capitalismo norteamericano que todavía tienen más que ganar con la propuesta de sostenimiento del statu-quo defendida por Biden que con la vehemencia y la polarización trumpista, se sigue viendo incapaz de limitar los éxitos de la propaganda y las fake news de la ultraderecha. Por otro lado, su propia estructura de clase y su tradición política hacen impensable que el partido lidere una suerte de nuevo bloque histórico con sindicatos, organizaciones civiles, etc. Incluso si decidiesen saltarse el “protocolo” demócrata y sustituir a Biden en la carrera presidencial, la crisis orgánica de su espacio político seguiría abierta, por cuanto es causa y consecuencia de procesos de ruptura que exceden a su estructura partidaria.

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¿Y los aliados?

Estados Unidos, como jerarca del bloque occidental, enfrenta una severa crisis de representatividad interna y un cierto descrédito internacional a varios niveles que, dicho sea de paso, no deriva de su apoyo implícito al genocidio del Estado de Israel contra el pueblo palestino. Al fin y al cabo, el resto de países de la OTAN y otros aliados globales aceptan la dirección de Washington en materia estratégica: si, por ejemplo, decreta que Israel es un aliado pase lo que pase, los actores europeos podrán hacer ciertas declaraciones públicas, pero raramente (por no decir, nunca) van a confrontar frontalmente con el líder del bloque ─salvo, si acaso, en cuestiones regionales que afecten directamente los intereses de algún actor específico.

Por ahora, el principal aspecto de la estrategia global de Washington sigue gozando de un considerable consenso entre demócratas y republicanos: ambos defienden que la del control del Asia-Pacífico es la principal disputa que ha de dar el bloque durante las próximas décadas. Tratar de forzar el colapso de la República Popular de China, reforzar las alianzas bilaterales (como con Filipinas o Australia) y multilaterales (como el AUKUS o la tríada en proceso junto a Japón y Corea del Sur) o garantizar a sus monopolios presencia en importantes focos para su productividad (como Vietnam) parecen acuerdos de fondo entre ambos bloques.

Sin embargo, la zozobra en otros puntos “secundarios” en materia internacional sí debilita la posición de Estados Unidos como “pívot” del esquema de alianzas y, en consecuencia, dificulta las decisiones estratégicas de los estados aliados que, durante mucho tiempo, han defendido el ciego seguidismo de los postulados de Washington. Ciertamente, que el resultado de las urnas pueda dar un vuelco al desarrollo de la guerra en Ucrania o a la estabilidad en Oriente Medio no gusta a ningún gobierno europeo. Para ellos, acostumbrados a que Estados Unidos garantizase una cierta continuidad estratégica, la nulidad de los consensos entre los dos grandes partidos es una tendencia enormemente incómoda. Por cierto, esta continuidad estratégica ha sido decisiva en los éxitos cosechados por el eje proestadounidense a lo largo de décadas, pues solo mediante anchos consensos entre élites puede una potencia consolidar su dominio.

La fragilidad de Biden y el ardor ultraderechista de Trump no ayudan ni a mejorar el clima social del país ni a tranquilizar a Europa y el resto de aliados de Washington. Estados Unidos no es por el momento vulnerable ─ningún actor con la capacidad militar de EEUU podría ser considerado vulnerable─, pero su capacidad de conducción da muestras de debilidad, en cierta medida por la inevitabilidad de algunas tendencias multipolares que necesariamente limitan la capacidad norteamericana de imponer sus intereses, aunque en gran medida por sus propias contradicciones políticas internas. Y los actores europeos, todavía subordinados a la Casa Blanca, no parecen tener más plan que esperar pasivos a que el paraguas del Tío Sam les proteja de los riesgos; una decisión notablemente arriesgada.