La ruptura del tabú sobre el poder mediático

Ha sido el propio Pedro Sánchez quien, en los últimos meses, ha utilizado el señalamiento de las noticias falsas y los bulos como herramienta para el combate político
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La secretaria general de Podemos y portavoz en el Congreso, Ione Belarra, durante su intervención — Dani Gago

Del mismo modo que, durante muchas décadas en España, no se podía criticar a la monarquía o a los jueces en los medios de comunicación —porque los propios medios habían decidido implementar una omertà respecto de ambas instituciones—, también ha existido un tabú hasta hace pocos años que impedía señalar la corrupción —lamentablemente, muy extendida— en el gremio periodístico de nuestro país, así como el papel político fundamental que juega en nuestro sistema democrático el poder mediático.

Como es evidente para cualquier persona mínimamente alfabetizada cuando se enfrenta a las paradojas de la política, existe en nuestro ordenamiento económico e institucional una contradicción que es imposible de soslayar. Mientras mucho más de la mitad de la población es gente trabajadora sin grandes patrimonios, mientras apenas una minoría muy pequeña de los habitantes de nuestro país posee una riqueza que se pueda medir en millones de euros, los sucesivos gobiernos que han dirigido la acción ejecutiva y legislativa en España en las últimas décadas —quizás con el paréntesis que supuso el gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos, y muy matizado por la posición minoritaria en él de los morados— han trabajado muy mayoritariamente para avanzar los privilegios de los menos al tiempo que se socavaban los derechos de los más. El motivo por el cual esto resulta paradójico no es otro que el principio democrático. Dicho en pocas palabras, ¿cómo puede ser que una mayoría formada por clases populares, trabajadoras y medias voten sistemáticamente a aquellos que gobiernan en contra de sus intereses y de la seguridad económica de sus familias?

La respuesta a esta pregunta política fundamental que mucha gente se hace, incluso explícitamente y en voz alta, es, obviamente, multifactorial. Pero, en nuestras modernas sociedades mediatizadas, en las que buena parte de la politización de la ciudadanía se produce en los medios de comunicación, no es impreciso afirmar que uno de los elementos más importantes que permiten entender esta aparente paradoja es el hecho incontestable de la propiedad oligárquica de los principales cañones mediáticos del país. Como es evidente, la élite económica poblacionalmente minoritaria no tiene ningún interés en que sus privilegios se vean recortados y, por ello, si las leyes se lo permiten —y las nuestras lo hacen—, van a tomar el control de los medios, para así usarlos, por un lado, en la promoción de aquellos partidos que nunca van a llevar a cabo reformas estructurales contra los de su clase y, por otro lado, en la destrucción reputacional de cualquier representante político que tenga la voluntad de cambiar las cosas de verdad.

Más allá de la ideología política de cada uno, más allá incluso de que uno —si es de derechas en lo económico— pueda pensar que el mantenimiento de los privilegios económicos de una minoría muy pequeña de la población puede generar prosperidad en el conjunto del país —incluso desde una posición tan diametralmente opuesta a la de este pequeño medio en particular—, lo anteriormente expuesto es un hecho y no una opinión. La propiedad oligárquica de los principales medios de comunicación y su utilización política para proteger electoralmente los intereses de sus propietarios y del conjunto de su clase social es algo que nadie que tenga ojos en la cara puede negar.

Sin embargo y a pesar de este papel como actor político fundamental de nuestro ordenamiento democrático que tiene el poder mediático en manos de las oligarquías —o precisamente por ello—, en España ha estado prohibido hasta hace unos pocos años emitir desde cualquier espacio público —no digamos ya desde el parlamento— cualquier crítica, por mínima que esta fuera, hacia la prensa en general o hacia cualquier periodista o medio de comunicación en particular. Quizás este tabú se empezó a romper, como afirma el periodista Enric Juliana, cuando una buena parte de la derecha mediática decidió propagar las mentiras del gobierno de José María Aznar respecto de la autoría del peor atentado de nuestra historia en 2004. Ciertamente, es posible que ese hecho desatase una guerra entre las élites políticas y económicas asociadas con los dos partidos dinásticos del sistema del turno: el PSOE y el PP. Así, cuando los segundos decidieron utilizar de una forma especialmente burda y poco escrupulosa los cañones mediáticos a su disposición —en 2004, pero también antes, con el así llamado 'sindicato del crimen'— para conservar el poder administrativo, eso obligó al PSOE a hacer explícita la denuncia de la manipulación mediática, rompiendo por primera vez un pacto entre élites que había proporcionado beneficios a ambas partes. Pero no es hasta el 15M de 2011 cuando la disonancia entre la realidad material de la inmensa mayor parte de la población y la opinión publicada, junto a la democratización de la comunicación que supone la aparición de Internet, produce una impugnación plebeya al papel del poder mediático: "nos mean y los medios dicen que llueve", se cantaba en las plazas. Sin embargo, no sería hasta varios años después, cuando millones de españoles pudieron comprobar la operativa corrupta y brutal de la mayor parte del poder mediático para intentar destruir a Podemos —principal partido articulador del descontento social que estalló en 2011 y seguramente la principal amenaza que ha existido en las últimas décadas a la organización oligárquica del régimen del 78—, que la posibilidad de criticar abiertamente la manipulación periodística, los bulos y la difamación mediática en el espacio público se ha vuelto real y el tabú se ha empezado a resquebrajar definitivamente.

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En sus primeros años de vida, cada vez que los dirigentes de Podemos se atrevían a denunciar estas prácticas mediáticas corruptas, eran contestados con un cierre corporativo total del gremio periodístico y con cantidades ingentes de violencia política

En sus primeros años de vida, cada vez que los dirigentes de Podemos se atrevían a denunciar estas prácticas mediáticas corruptas, eran contestados con un cierre corporativo total del gremio periodístico y con cantidades ingentes de violencia política. Pero, con el paso de los años y con la acumulación de difamaciones que se han demostrado falsas —también gracias al aguante de los morados, todo sea dicho—, se ha vuelto prácticamente imposible mantener públicamente que la corrupción periodística no existe. Tanto es así, que ha sido el propio Pedro Sánchez, el líder del partido fundamental del régimen del 78, quien, en los últimos meses, ha utilizado el señalamiento de las noticias falsas y los bulos como herramienta para el combate político.

Ayer mismo, la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, reprochaba desde la tribuna del Congreso al presidente del Gobierno que hable en abstracto de 'la máquina del fango' pero, no solamente no se atreva a tomar ninguna medida concreta contra los periodistas que difunden mentiras —citando con nombres y apellidos a Ana Rosa Quintana, a Susanna Griso o a Pablo Motos—, sino que además decidiese blanquear a Antonio García Ferreras concediéndole una entrevista, cuando todo el mundo ha escuchado los audios de Villarejo en los que el director de La Sexta conspira con las cloacas para fabricar basura falsa no sólo contra Pablo Iglesias sino también contra el propio Sánchez. Es revelador que fuera el portavoz del PP, Miguel Tellado, el que tomase la palabra desde su escaño para proteger a Ferreras pidiéndole a la presidenta del Congreso que eliminase las palabras de Belarra del diario de sesiones. Es revelador, pero también se trata de un gesto absolutamente fútil. Por mucho que los representantes bipartidistas de la oligarquía española se revuelvan, el tabú ha sido roto, el genio no se puede volver a meter en la botella y eso es muy bueno para una democracia que aspire a ser digna de tal nombre.