China en África y la geopolítica de la nueva Guerra Fría

Mientras África siga siendo tratada como un instrumento para que las potencias rivales amplíen sus mercados o su influencia en estrecha colaboración con las élites locales, los pueblos del continente no disfrutarán ni desplegarán una verdadera soberanía
Foto: allAfrica.com
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La creciente presencia de China en África ha captado la atención mundial. A medida que sus acuerdos comerciales e inversiones han eclipsado la actividad desplegada por Occidente, políticos de Estados Unidos y de la UE han dado la voz de alarma: Pekín, afirman estas voces, explota los recursos del continente, amenaza su empleo y apoya a sus dictadores, prescindiendo de toda consideración política o medioambiental. Las organizaciones de la sociedad civil africana efectúan críticas idénticas, al tiempo que señalan que los países occidentales llevan mucho tiempo incurriendo en prácticas similares. En los medios de comunicación anglófonos, la mayoría de las evaluaciones de las perspectivas de China se ven empañadas por la retórica de la nueva Guerra Fría, que presenta a Xi Jinping como un dirigente empeñado en dominar el mundo, al tiempo que se hace un llamamiento a las fuerzas de la civilización para que se opongan a estos designios. ¿Cuál podría ser un análisis más sobrio de la situación? ¿Cómo debemos entender el papel de África en esta matriz geopolítica hostil?

Los intereses chinos en África y la preocupación de Occidente por la influencia de Pekín en el continente no son nada nuevo. Para entender el enfrentamiento actual es necesario trazar su historia. En abril de 1955, representantes de veintinueve naciones y territorios asiáticos y africanos se reunieron en una conferencia histórica celebrada en Bandung, Indonesia. Acordaron dotarse de mayores grados de autonomía frente al núcleo de la economía-mundo capitalista, promoviendo la cooperación económica y cultural, así como la descolonización y la liberación nacional a lo largo y ancho del Sur Global. A partir de entonces, el compromiso chino con África se guió por este espíritu de solidaridad. Desde principios de la década de 1960 hasta mediados de la siguiente, China ofreció subvenciones y préstamos a bajo interés para financiar proyectos de desarrollo en Argelia, Egipto, Ghana, Guinea, Malí, Tanzania y Zambia. También envió decenas de miles de «médicos descalzos», técnicos agrícolas y brigadas de solidaridad formadas por trabajadores a los países africanos, que habían rechazado el neocolonialismo y habían sido menospreciados por Occidente.

África dejó de ser considerada como un campo de pruebas ideológico para convertirse en una fuente de materias primas y en un mercado para los productos chinos, que incluían desde la ropa, los teléfonos móviles y los productos electrónicos a los sistemas de inteligencia artificial

En el África meridional, donde el dominio de la minoría blanca persistía en las colonias de colonos y Portugal se resistía a las demandas de independencia, Pekín proporcionó a los movimientos de liberación de Mozambique y Rodesia entrenamiento militar, asesores y armas. Cuando los países occidentales hicieron caso omiso de las peticiones de Zambia para aislar eficazmente a los regímenes canallas de Rodesia y Sudáfrica, China creó la Autoridad Ferroviaria Tanzania Zambia, que construyó un ferrocarril que permitió a Zambia exportar su cobre a través de Tanzania en lugar de hacerlo por los territorios gobernadas por los colonialistas blancos rodesianos y sudafricanos. A lo largo de este periodo, las políticas chinas estuvieron determinadas principalmente por imperativos políticos, ya que el país buscaba aliados en una coyuntura mundial marcada por la Guerra Fría.

Sin embargo, tras el colapso de la URSS sus prioridades cambiaron. China respondió al advenimiento de la unipolaridad estadounidense embarcándose en un programa masivo de industrialización y liberalización con la esperanza de evitar el destino de otros proyectos estatales comunistas. Con este cambio, África dejó de ser considerada como un campo de pruebas ideológico para convertirse en una fuente de materias primas y en un mercado para los productos chinos, que incluían desde la ropa, los teléfonos móviles y los productos electrónicos a los sistemas de inteligencia artificial. La simpatía política dejó paso a la utilidad económica. Las naciones africanas se valoraron en función de su importancia material y estratégica para los planes de desarrollo del Partido Comunista Chino.

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En la primera década de este siglo, China había superado a Estados Unidos como principal socio comercial de África y recientemente el país se ha convertido en la cuarta fuente de inversión extranjera directa del continente. A cambio de un acceso garantizado a recursos energéticos, tierras agrícolas y materiales para los dispositivos electrónicos y los vehículos eléctricos, China ha gastado miles de millones de dólares en infraestructuras africanas: construcción y renovación de carreteras, ferrocarriles, presas, puentes, puertos, oleoductos y refinerías, centrales eléctricas, sistemas de abastecimiento de agua y redes de telecomunicaciones. Las empresas chinas también han construido hospitales y escuelas, y han invertido en las industrias de la confección y el procesamiento de alimentos, además de en la agricultura, el sector pesquero, el sector inmobiliario comercial, el comercio minorista y el turismo. Las últimas inversiones se han centrado en la tecnología de las comunicaciones y las energías renovables.

A diferencia de las potencias occidentales y de las instituciones financieras internacionales que estas dominan, Pekín no ha condicionado sus préstamos, inversiones, ayudas o intercambios comerciales a la reestructuración política y económica de los países receptores. Aunque ha estipulado que los contratos de obras públicas se adjudiquen a empresas chinas y que se utilicen suministros chinos, tales acuerdos no han exigido una reestructuración económica o política similar a la exigida e impuesta por las potencias occidentales. La ayuda china tampoco está condicionada por la exigencia de protecciones laborales y medioambientales específicas. Aunque estas políticas gozan de popularidad entre los gobernantes africanos, a menudo son cuestionadas por las organizaciones de la sociedad civil, que señalan que las empresas chinas han expulsado del mercado a empresas de propiedad africana y han contratado a trabajadores chinos en lugar de recurrir a la fuerza de trabajo local. Cuando contratan mano de obra africana, las empresas chinas suelen obligarles a trabajar en condiciones peligrosas por salarios de miseria. Los proyectos de infraestructuras chinos también han generado en enorme endeudamiento, que han acentuado la dependencia africana, aunque los países africanos aún deban mucho más a Occidente. Además, y ello ha sido realmente dañino, Pekín se ha asegurado su acceso irrestricto a los mercados y los recursos africanos, respaldando a élites corruptas y fortaleciendo a regímenes que han saqueado la riqueza de sus países, reprimido la disidencia política y librado guerras contra Estados vecinos. A su vez, los gobernantes africanos han proporcionado a China un apoyo diplomático muy necesario en las Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales.

Durante décadas China se opuso a la injerencia política y militar en los asuntos internos de otras naciones. Sin embargo, a medida que han aumentado sus intereses económicos en África, el país ha adoptado un planteamiento más intervencionista, que incluye operaciones de ayuda en catástrofes, de combate a la piratería y de lucha antiterrorista. A principios de la década de 2000 China se unió a los programas de mantenimiento de la paz de la ONU en países y regiones donde tenía intereses económicos. En 2006 China presionó a Sudán, un importante socio petrolero, para que aceptara la presencia de la Unión Africana y de la ONU en Darfur; en 2013 se unió a la misión de mantenimiento de la paz de esta última institución en Mali, motivada por sus intereses en el petróleo y en el uranio de los países vecinos; y en 2015 colaboró con las potencias occidentales y con las organizaciones subregionales de África Oriental para mediar en las conversaciones de paz en Sudán del Sur.

Aunque Estados Unidos jura que su objetivo es defenderse de los «imperios del mal», el hecho es que cuenta con más de setecientas cincuenta bases repartidas por todo el mundo y situadas en al menos ochenta países, mientras China únicamente posee tres

Durante este período China se abstuvo inicialmente de intervenir militarmente en zonas asoladas por los conflictos, prefiriendo aportar trabajadores médicos e ingenieros, pero este planteamiento no duró mucho. Se registró una notable presencia militar china en las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU en Burundi y en la República Centroafricana. La misión de la ONU en Malí supuso la primera vez que fuerzas de combate chinas se unían a una operación de este tipo, junto con aproximadamente un contingente de cuatrocientos efectivos formado por ingenieros, personal médico y policía. Pekín también envió un batallón de infantería compuesto por setecientos efectivos armados a Sudán del Sur en 2015. Al año siguiente, China aportaba más personal militar a las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU que cualquier otro miembro permanente del Consejo de Seguridad.

La tendencia hacia un mayor compromiso político y militar en África culminó en 2017, cuando China se unió a Francia, Estados Unidos, Italia y Japón para establecer una instalación militar en Yibuti: la primera base militar permanente china fuera de las fronteras del país. Estratégicamente situada en el Golfo de Adén, cerca de la desembocadura del mar Rojo, la instalación domina una de las rutas marítimas más lucrativas del mundo. Esta base ha permitido a Pekín el reabastecimiento de los buques chinos que participan en las operaciones de la ONU contra la piratería y la protección de los ciudadanos chinos que viven en la región, así como vigilar el tráfico comercial a lo largo de la Ruta Marítima de la Seda del Siglo XXI auspiciada por China, que une países de Oceanía al Mediterráneo en una vasta red de producción y comercio, y salvaguardar su suministro de petróleo, la mitad del cual procede de Oriente Próximo y transita por el Mar Rojo y el estrecho de Bab al-Mandeb hasta el Golfo de Adén. La mayor parte de las exportaciones chinas a Europa siguen la misma ruta.

Aunque Washington reprueba lo que denomina el imperialismo chino, su propia presencia militar en África es mucho mayor, dado que cuenta con veintinueve bases en zonas ricas en recursos. Aunque Estados Unidos jura que su objetivo es defenderse de los «imperios del mal», el hecho es que cuenta con más de setecientas cincuenta bases repartidas por todo el mundo y situadas en al menos ochenta países, mientras China únicamente posee tres. Estados Unidos ha librado al menos quince guerras en el exterior desde 1980, mientras China sólo se ha unido a una. Por otro lado, los regímenes fiscales que Estados Unidos ha impuesto a las naciones africanas, basados en la privatización, la desregulación y la restricción del gasto, han sido ruinosos. El establishment de seguridad estadounidense pretende ahora contener el ascenso de China fortaleciendo sus alianzas militares especialmente con los regímenes que han recibido inversiones chinas. Sin embargo, un número creciente de Estados africanos, conscientes de este desastroso historial, se niegan a tomar partido en la nueva Guerra Fría y en su lugar intentan enfrentar a sus protagonistas entre sí. Pero lo cierto es que mientras África siga siendo tratada como un instrumento para que las potencias rivales amplíen sus mercados o su influencia en estrecha colaboración con las élites locales, los pueblos del continente no disfrutarán ni desplegarán una verdadera soberanía. Hoy, los legados de Bandung brillan por su ausencia.


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