Régimen de guerra

La Unión Europea en guerra: dos años después

Para Estados Unidos una larga guerra de desgaste librada en el centro de Europa a lo largo de la frontera occidental rusa, tendría el efecto de atar corto y de modo conveniente a los europeos
Ursula von der Leyen y Volodímir Zelenski — Ukraine Presidency/Ukrainian Pre / Zuma Press / ContactoPhoto
Ursula von der Leyen y Volodímir Zelenski — Ukraine Presidency/Ukrainian Pre / Zuma Press / ContactoPhoto

Este artículo analiza el papel de la Unión Europea (UE) en la guerra de Ucrania, desde los prolegómenos de la misma hasta sus repercusiones en la futura estructura y funciones de la UE, tanto en el seno de Europa como globalmente. Comienza con una descripción de la situación de la UE antes de la guerra, que describo como sobredimensionada y estancada con respecto a la proclamada finalité de la UE, la «unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa». A continuación relato la utilización preliminar de la UE por parte de Estados Unidos en su plan de ampliación de la OTAN hacia Europa Oriental, iniciativa que contemplaba la incorporación de Ucrania y su ingreso en la UE como recompensa por su occidentalización. Para los dirigentes europeos, ello representaba una oportunidad de revivir antiguos intentos de unificación y centralización supranacionales, por entonces en gran medida fallidos, para lo cual ofrecieron a Estados Unidos la Unión Europea como base transatlántica para su estrategia ucraniana. A continuación, el artículo explora las consecuencias para la UE y para sus Estados miembros más fuertes de la inminente retirada estadounidense del escenario bélico ucraniano a medida que Estados Unidos se concentra en su conflicto con China. La sección final analiza las condiciones en las que Europa, los Estados europeos y la UE pueden aspirar a algún tipo de autonomía estratégica y política en el Nuevo Orden Mundial emergente.

La UE antes de la guerra: atascada

Cuando estalló la guerra de Ucrania, la Unión Europea era un conglomerado desordenado en el que se mezclaban los restos de los diversos intentos no consumados de lo que se había dado en llamar la «integración europea»: un enorme Estado supranacional en ciernes, que se había vuelto prácticamente ingobernable debido a su excesiva extensión y a la extrema heterogeneidad interna que había traído consigo su proceso de hipotética constitución. Más que un super Estado supranacional destinado a poner fin a la existencia separada de los diversos Estados-nación europeos, la UE se había convertido en un campo de batalla, o en una arena de negociación, para sus Estados miembros, que perseguían en ella sus intereses individuales, tanto directa como indirectamente: directamente, negociando acuerdos entre sí, e indirectamente, intentando controlarse mutuamente a través de las instituciones europeas supranacionales. Entre los proyectos de integración que habían quedado estancados durante el periodo de vida de la UE y sus dos organizaciones predecesoras –la Comunidad Económica Europea (CEE; 1957-1972) y la Comunidad Europea (Comisión Europea; 1972-1993)– podemos enumerar entre otros los siguientes: la denominada dimensión social de las décadas de 1970 y 1980, que fue víctima del giro hacia la política económica neoliberal concebida por el lado de la oferta durante la larga presidencia de Delors (1985-1994); el mercado interior de 1992, que quedó inacabado; la Unión Monetaria Europea de 1999, que sólo incluye a algunos de los Estados miembros de la UE y a fecha de hoy carece de la correspondiente unión bancaria y de la correspondiente unión fiscal y, sobre todo, de cualquier atisbo de unión política; la convergencia económica de los modelos de crecimiento de los Estados miembros, o de las denominadas diversas variedades de capitalismo; la convergencia política y social de los nuevos países miembros en el modelo constitucional liberal del «Estado de derecho» característico de Europa Occidental; etcétera, etcétera.

Ya antes de 2022 las esperanzas de una Europa integrada que sustituyera a los Estados-nación históricos de Europa –la tan cacareada «finalité» de la UE de una unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa– casi habían desaparecido, lo cual se había debido al crecimiento de la Unión, fundamentalmente por razones geopolíticas, que había pasado de seis a veintisiete miembros (e incluso veintiocho, hasta que uno de sus mayores Estados miembros, el Reino Unido, la abandonó) en la cual se incluyen países tan diferentes como Dinamarca y Rumanía o Portugal y Polonia. Las tensiones surgidas entre Estados miembros como Alemania, Francia, Italia y Polonia se habían incrementado en torno a un número creciente de cuestiones, como los objetivos, el tamaño y la distribución de los llamados fondos de «cohesión» europeos, el papel del Banco Central Europeo en las finanzas de los Estados miembros, el régimen de estabilidad fiscal de la Unión Monetaria o el modelo de «Estado de derecho» imperante en algunos de los nuevos Estados miembros. Añádase a todo a esto las diversas crisis de la década de 2000, como la crisis financiera y fiscal de 2008, el posterior inicio del «estancamiento secular» de la economía capitalista (Larry Summers, 2016), la ola de inmigración no solicitada registrada en 2015 y 2016, la incapacidad de la UE para idear una respuesta colectiva centralizada a escala europea a la pandemia de la COVID-19 de 2020-2022 y la ineficacia del «fondo de reconstrucción» denominado Next Generation European Union (NGEU) lanzado tras esta, cuyo objetivo primordial era remediar la crisis de la economía italiana y cuyo montante de 750 millardos de euros ha sido financiado mediante la correspondiente emisión de deuda por parte de la  Comisión Europea en nombre de la UE. En su conjunto, estas crisis habían puesto en evidencia la falta de capacidad tecnocrática de la UE para resolver los consabidos problemas y su incapacidad para gobernar políticamente, lo que ha hecho que sus Estados miembros y sus gobiernos sean aún más conscientes de sus intereses nacionales y de las diferencias existentes entre ellos.

A grandes rasgos, a principios de la década de 2020 la UE se había convertido en un lugar para dar respuestas conjuntas cortoplacistas, pero por ello también efímeras, a problemas estructurales y a largo plazo, como la crisis fiscal de los Estados europeo-occidentales bajo la presión de la austeridad fiscal autoimpuesta o impuesta por los mercados de capitales

En el otoño de 2021, cuando la guerra de Ucrania empezaba a vislumbrarse en el horizonte, los gobiernos miembros se habían acostumbrado a utilizar su unión con fines políticos internos, presentando a la UE ante sus ciudadanías y opiniones públicas nacionales bien como una futura tierra prometida de «soluciones europeas» a problemas que técnicamente no podían o políticamente no querían abordar, bien como la institución culpable de una determinada situación, si resultaba evidente que tales soluciones simplemente no existían. Así pues, dependiendo de la conveniencia política, la UE se utilizó para producir mandatos internacionales para políticas nacionales impopulares, por ejemplo, la implementación de reformas económicas neoliberales, y como baluarte contra las reformas antineoliberales surgidas en los distintos Estados miembros contra las mismas. La UE también ofrecía grandes oportunidades para la política simbólica y el apoyo mutuo entre los ejecutivos nacionales, entre los que regía el acuerdo tácito de que ninguno de ellos debería volver a casa tras la celebración de las innumerables cumbres sin nada que mostrar a sus votantes.

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A grandes rasgos, a principios de la década de 2020 la UE se había convertido en un lugar para dar respuestas conjuntas cortoplacistas, pero por ello también efímeras, a problemas estructurales y a largo plazo, como la crisis fiscal de los Estados europeo-occidentales bajo la presión de la austeridad fiscal autoimpuesta o impuesta por los mercados de capitales. Para ello ha sido necesario en ocasiones sortear la constitución de facto de la UE, los Tratados, que están redactados de tal forma para que resulte prácticamente imposible modificarlos, salvo indirectamente mediante sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que a su vez solo el propio Tribunal puede revisar. Los gobiernos nacionales aprendieron a idear soluciones cada vez más temporales, sublegales, paralegales e ilegales para los problemas que surgían, como ha sucedido, por ejemplo, con la financiación de los Estados efectuada de modo legalmente espurio por parte del Banco Central Europeo o con la financiación del mencionado «fondo de recuperación» creado tras la pandemia de la COVID-19 mediante el endeudamiento de la UE, a pesar de que los Tratados no permiten que esta como tal se endeude. A principios de la década de 2020 era obvio que esta situación no podía prologarse indefinidamente, dado que obligaba a la UE a vivir políticamente al día, consumiendo su menguante provisión de legitimidad política sin ser capaz de reponerla. Un síntoma de esta carencia de un proceso endógeno de legitimación política ha sido el rápido aumento registrado en diversos Estados miembros del apoyo electoral a los denominados partidos y movimientos políticos populistas de derecha y de extrema derecha, que critican duramente a la Unión Europea.

La UE durante el período previo a la guerra

La Unión Europea estuvo implicada desde el principio en el conflicto ucraniano, aunque nunca como un actor activo. Durante la presidencia de George W. Bush (2001-2009), el ingreso de Ucrania en la OTAN, en contra de las objeciones rusas, se había convertido ya incontrovertiblemente en un objetivo estratégico estadounidense. El ingreso de Ucrania en la Unión Europea se consideraba parte integrante de la absorción de Europa Central y Oriental por Occidente, siguiendo el modelo de ampliación de la UE hacia el este de 2004, cuando se admitió a Chequia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, Eslovaquia y Eslovenia. Francia y Alemania, principales socios continentales de la UE, se mostraron de acuerdo en principio con el ingreso ucraniano, pero insistieron en las condiciones de admisión, realmente exigentes, que pospondrían la adhesión varios años, iniciándose, no obstante, en 2007 las negociaciones del acuerdo de adhesión. Un año más tarde, en la cumbre de la OTAN celebrada en Budapest, Alemania y Francia, encabezadas por Merkel y Sarkozy, vetaron la propuesta de Bush de proceder a la admisión instantánea de Ucrania en la OTAN. A principios de 2012 concluyeron las negociaciones sobre el acuerdo de asociación de Ucrania con la UE. El proyecto de acuerdo preveía una amplia cooperación política, el libre comercio, una amplia armonización jurídica, la concesión de ayuda financiera y técnica y, en general, la colaboración en una gran variedad de ámbitos, que iban de la educación a la tecnología y la sanidad; en suma, el proyecto equivalía a algo así como una adhesión de facto privada de los derechos de los que disfruta un Estado miembro. Paralelamente, Estados Unidos, bajo la presidencia de Obama (2009-2017) y su representante especial para Ucrania, el vicepresidente Biden, se involucró profundamente en la política interna ucraniana, entre otras cosas colocando a numerosos asesores estadounidenses en diversas instituciones políticas y económicas ucranianas, incluido el ejército.

Como respuesta a todo ello, Rusia comenzó a presionar al gobierno ucraniano para que se resistiera a la adhesión a la UE, considerada el primer paso para su integración en la OTAN. En noviembre de 2013 el presidente Víktor Yanukóvich se negó en el último minuto a firmar el acuerdo de asociación con la UE, lo que provocó disturbios civiles que culminaron en el levantamiento de Maidan de febrero de 2014, cuyo desenlace fue el abandono de la presidencia por Yanukóvich y su huida del país. (A finales de enero de ese año tuvo lugar la ahora célebre conversación telefónica interceptada entre Victoria Nuland, encargada de Europa y Eurasia en el Departamento de Estado, y el embajador estadounidense en Ucrania. En ella, ambos discutían sobre a quién nombrar en el próximo gobierno ucraniano. Preguntada por la posición de la UE, Nuland contestó airadamente: «Fucking the EU»). Poco después, Rusia ocupó y posteriormente se anexionó la península de Crimea, a lo que siguió que los separatistas prorrusos del este de Ucrania se alzaran en armas contra el Estado ucraniano, contando con el apoyo ruso. En junio de ese mismo año, el oligarca Petro Poroshenko fue elegido presidente de Ucrania en unas elecciones convocadas anticipadamente.

El programa electoral de Zelensky incluía planes de descentralización del poder del gobierno central a las autoridades locales, así como una resolución pacífica del conflicto en la región de Donbas mediante la aplicación de los Acuerdos de Minsk y la apertura de nuevas negociaciones con Rusia

En esta etapa, los países de Europa Occidental no parecen haber desempeñado papel significativo alguno en el conflicto, como tampoco parece haberlo hecho la Unión Europea. Posteriormente, el presidente Poroshenko firmó el acuerdo de asociación entre Ucrania y la UE en 2014, al que siguieron los esfuerzos de Francia y Alemania por lograr un alto el fuego y un acuerdo negociado entre Ucrania y Rusia. Las negociaciones se organizaron bajo los auspicios de la OSCE de la mano del llamado Cuarteto de Normandía, que contó con la participación de Ucrania, Rusia y las dos provincias ucranianas separatistas de habla rusa, a las que se sumaron Francia y Alemania, pero no Estados Unidos ni el Reino Unido. Las conversaciones, celebradas en la capital de Bielorrusia, Minsk, se plasmaron en dos acuerdos, Minsk I (septiembre de 2014) y Minsk II (febrero de 2015). Ambos acuerdos preveían un alto el fuego supervisado, la retirada de tropas por parte de ambos bandos, la descentralización del Estado ucraniano, la celebración de elecciones locales en las regiones prorrusas y el pleno control de las fronteras estatales por parte del gobierno ucraniano. Ambos acuerdos quedaron en gran medida sin efecto.

Las esperanzas de un acuerdo de paz podrían haberse reavivado con la elección del sucesor de Poroshenko, Volodymyr Zelensky. En abril de 2019 Zelensky derrotó a Poroshenko tras concluir este su mandato por un margen de tres a uno. El programa electoral de Zelensky incluía planes de descentralización del poder del gobierno central a las autoridades locales, así como una resolución pacífica del conflicto en la región de Donbas mediante la aplicación de los Acuerdos de Minsk y la apertura de nuevas negociaciones con Rusia. Simultáneamente, dado que en el este de Ucrania los combates continuaban de modo más o menos intermitente, Estados Unidos continuó equipando al ejército ucraniano para asegurar su interoperabilidad, esto es, la capacidad de que los equipos o grupos militares puedan operar articulados entre sí con la estructura de mando de la OTAN, la cual fue declarada oficialmente alcanzada por la Alianza en junio de 2020, durante el último año de mandato de Trump. Menos de dos años después, a finales de febrero de 2022, se produjo el ataque ruso a Ucrania justo un año después de que Biden accediera a la presidencia de Estados Unidos y aproximadamente medio año después de la retirada estadounidense de Afganistán.

El estallido de la guerra había estado precedido de intensos esfuerzos diplomáticos por parte de Rusia dirigidos a abrir negociaciones con Estados Unidos sobre las garantías de seguridad necesarias ante el avance de la integración política, económica y militar de Ucrania en la OTAN y en la UE. En particular, Rusia exigía el fin de la expansión de la OTAN, la retirada de sus fuerzas de los países de Europa oriental, la renuncia a los misiles de alcance medio estacionados en países de la Alianza, que pudieran amenazar el territorio ruso y medidas de transparencia mutua. Tales negociaciones no se celebraron, sin embargo, ya que Estados Unidos insistió en su política de «puertas abiertas» con respecto a la adhesión a la OTAN. Durante los meses cruciales del otoño y el invierno de 2021-2022, no hubo, que se sepa, ninguna consulta por parte de Estados Unidos a los gobiernos europeos o, para el caso, a la UE.

Las negociaciones prosiguieron poco después del inicio de la guerra, ahora entre Ucrania y Rusia, en Estambul, moderadas por el primer ministro israelí, Naftali Bennett. Poco se conocen del curso y el resultado de las mismas. Hay indicios, sin embargo, de que se alcanzó un acuerdo de paz provisional, que preveía la neutralidad ucraniana, garantías de seguridad para Ucrania y concesiones territoriales a Rusia en relación con Crimea y la región de Donbas. Aunque Rusia parece haber aceptado un proyecto de acuerdo, la parte ucraniana se retiró de las negociaciones, al parecer después de que el primer ministro británico Boris Johnson, asegurara durante una visita a Estambul, que con el apoyo de Occidente, Ucrania ganaría la guerra antes de fin de año. De nuevo, lo que importa a nuestros efectos es que tanto la Unión Europea como sus Estados miembros parecen haber quedado orillados de tales conversaciones y negociaciones.

La Unión Europea en guerra I: la UE como auxiliar de la OTAN

Tras el comienzo de la guerra, la Comisión Europea, bajo la presidencia de Ursula von der Leyen, actuó como el brazo europeo ampliado de la OTAN y de Estados Unidos, poniendo sus recursos a su servicio mientras trabajaba para unir a sus Estados miembros en torno al esfuerzo bélico occidental. Aun careciendo de jurisdicción a tenor de los Tratados Europeos sobre seguridad y defensa, la Comisión intentó identificar las carencias existentes en las capacidades y recursos de los Estados miembros de la UE y de la OTAN, que estaba en condiciones de cubrir con la esperanza de fortalecer, o restaurar, su capacidad de gobierno como institución internacional. Entre sus primeras iniciativas se contó la elaboración, en estrecha cooperación con Estados Unidos, de una amplia batería de sanciones europeas contra Rusia y los países que la apoyan con el objetivo de debilitar decisivamente su poder económico y, en consecuencia, militar. De este modo, la UE pasó a constituirse como el subdepartamento de política económica de la OTAN, prestando así ayuda a la Alianza en su área especial de competencia. Entre las sanciones adoptadas se contemplaron la congelación de activos y la imposición de diversas prohibiciones de viajar, la aplicación de restricciones a la banca y a los bancos centrales, como la exclusión del sistema SWIFT, la introducción de controles a la exportación y la instauración de diversas prohibiciones a las importaciones, así como el decreto de embargos sobre la energía rusa.

Tanto la Unión Europea como Estados Unidos esperaban que sus sanciones harían de modo más o menos inmediato imposible que Rusia continuara su campaña militar. De hecho, parece que fue con esta perspectiva en mente con la que Estados Unidos y el Reino Unido consiguieron convencer al gobierno ucraniano durante las conversaciones de Estambul de que podía apostar por algo más que por un mero compromiso territorial y contar de hecho con una victoria a gran escala sobre Rusia en cuestión de pocos meses. Poco después del estallido de la guerra, von der Leyen había declarado públicamente que el objetivo de las sanciones era «degradar sistemáticamente la infraestructura industrial y económica de Rusia». Dos años más tarde, insistía en que, «capa tras capa, [las] sanciones están deteriorando la sociedad industrial rusa». En ese momento, la economía rusa estaba creciendo, incluidas las exportaciones rusas de petróleo, mientras que gran parte de Europa Occidental había entrado en recesión.

Otra forma mediante la cual la UE ha apoyado y sigue apoyando el esfuerzo bélico occidental es ayudando a mantener la moral del pueblo ucraniano. Para conseguirlo, von der Leyen ha declarado incansablemente la firme determinación de la UE y de sus Estados miembros de no cejar en su empeño hasta conseguir una victoria militar total de Ucrania sobre Rusia, costara lo que costara, utilizando una retórica a menudo más militante que la de Estados Unidos. En la misma línea de razonamiento, von der Leyen siguió manteniendo la perspectiva de la plena adhesión de Ucrania a la UE en línea con el acuerdo de asociación de 2014. Esta promesa ha sido mantenida con independencia del hecho de que varios países de los Balcanes occidentales, que habían realizado un enorme esfuerzo para cumplir las condiciones de admisión, llevaran varios años en la lista de espera, debido a los problemas irresueltos que planteaba la ampliación hacia el este para el presupuesto y la gobernanza de la UE, como sucedía, por ejemplo, con el voto por mayoría vigente en el Consejo. Las promesas efectuadas de una adhesión acelerada vinieron acompañadas de compromisos a largo plazo de apoyo económico para la recuperación de Ucrania una vez que la guerra hubiera terminado y, de hecho, ya durante el curso de la misma. En su discurso sobre el estado de la Unión de 14 de septiembre de 2022, von der Leyen anunció que la reconstrucción de Ucrania comenzaría inmediatamente, señalando que requeriría «un Plan Marshall integral» para el que la UE «presentaría un nuevo programa de reconstrucción del país». Prácticamente dos años más tarde, repitió su promesa, afirmando: «Reconstruiremos Ucrania por completo una vez ganada la guerra. La Unión Europea se mantiene firme junto a Ucrania, financiera, económica, militar y, sobre todo, moralmente, hasta que el país sea finalmente libre»1.

Por otro lado, complicarle la vida a Scholz respecto a Ucrania debe haberle parecido bien a von der Leyen, que, después de todo, es miembro del mayor partido de la oposición en Alemania, la CDU, cuya dirección parece, siguiendo la tradición de Merkel, dispuesta a formar coalición en 2025 con los Verdes, ahora confesos antipacifistas

Más de dos años después del comienzo de la guerra no se ha producido discusión alguna sobre los problemas que la admisión como miembro de la UE de un país como Ucrania, con sus necesidades de apoyo financiero a largo plazo, primero militar y luego económico, causaría a la política y las finanzas internas de la UE. Un anticipo de lo que se avecina, que queda lejos de la adhesión formal, son las protestas militantes de los agricultores polacos contra la autorización del transporte de productos agrícolas ucranianos a través de Polonia para su venta a países no pertenecientes a la Unión Europea. La Comisión ha tenido que hacer un esfuerzo considerable para negociar un compromiso, que probablemente habrá sido ayudado por alguna compensación económica o política colateral concedida a Polonia.

Desde el comienzo de la guerra, la Comisión Europea consideró que su misión era mantener a los Estados miembros de la UE en línea con la política y la estrategia de la OTAN. Aquí Alemania era el caso crítico, dado que se trataba de la mayor potencia convencional de Europa Occidental, se hallaba cerca del teatro de operaciones ucraniano y contaba con un legado persistente de pacifismo labrado durante el periodo de posguerra. Para von der Leyen, su tarea autoproclamada ha sido empujar a Alemania más allá de las sucesivas «líneas rojas» definidas por el gobierno de Scholz para la participación alemana en la guerra, ayudada por Estados Unidos y los demás miembros de la Unión Europea, contentos todos ellos de enviar a «los alemanes al frente». La política a la que se enfrentaba la presidenta a este respecto era tan complicada como apasionante. Aunque que von der Leyen es el miembro alemán perteneciente a la Comisión Europea –cada país tiene uno y sólo uno– su país no puede esperar de ella como presidenta, a diferencia de los demás miembros y sus países de origen, que defienda los intereses nacionales alemanes en la misma. Además, von der Leyen no fue nombrada miembro de la Comisión por el actual gobierno alemán, sino por el predecesor de Angela Merkel. Aunque en circunstancias normales Scholz la habría reemplazado por alguien de confianza perteneciente a su coalición, von der Leyen, que para sorpresa de todos ha sido nombrada presidenta de la Comisión en realidad por Emmanuel Macron, parece insustituible como comisaria mientras el Consejo esté dispuesto a volver a nombrarla presidenta (y el Parlamento de la UE esté dispuesto a confirmarla). Al asumir como tarea para sí misma y para la Comisión que Alemania cumpla las órdenes de los demás Estados miembros, es evidente que sus posibilidades de ser reelegida han aumentado, como demuestra el hecho de que el Consejo Europeo no la nominara hasta poco después de las elecciones europeas de 2024. Por otro lado, complicarle la vida a Scholz respecto a Ucrania debe haberle parecido bien a von der Leyen, que, después de todo, es miembro del mayor partido de la oposición en Alemania, la CDU, cuya dirección parece, siguiendo la tradición de Merkel, dispuesta a formar coalición en 2025 con los Verdes, ahora confesos antipacifistas2.

En su esfuerzo por lograr la construcción de un Estado europeo supranacional, la Comisión dirigida por von der Leyen ha desplegado la presión estadounidense para obtener el apoyo europeo en Ucrania como una palanca para arrancar de sus Estados miembros poderes y competencias adicionales, una estrategia apoyada por amplios sectores del Parlamento Europeo. Ello afecta tanto a la seguridad internacional como a la política fiscal. A medida que los inmensos costes de la ayuda a Ucrania se hacen visibles, la Unión Europea, la Comisión y el Parlamento esperan persuadir en particular a Alemania para que permita a la Unión endeudarse de forma regular, a partir del precedente sentado por el mencionado Fondo de Recuperación de la COVID-19 de 750 millardos de euros, como forma de eludir los diversos tipos de frenos nacionales impuestos sobre el endeudamiento. Para atestiguar su determinación, la Comisión Europea ha desviado 3,6 millardos de euros de la dotación de 12 millardos asignados para un periodo de siete años a su European Peace Facilty (un mecanismo de financiación extrapresupuestaria establecido para que la UE ayude a prevenir conflictos, preservar la paz y fortalecer la seguridad y la estabilidad internacionales) al apoyo militar a Ucrania, tanto letal como no letal.

La guerra de Ucrania ha ofrecido a la Comisión Europea y al espíritu emprendedor de su presidenta una oportunidad única de desarrollo institucional, o si se quiere de autoengrandecimiento, al convertir a la UE en valedora de las exigencias estadounidenses de solidaridad transatlántica y en correa de trasmisión de la misma a sus Estados miembros y especialmente a uno de ellos en ocasiones más reticente, esto es, a Alemania. Al hilo de este proceso, los compromisos, de gran alcance y extremadamente costosos, se hicieron en nombre de la Unión, es decir, en última instancia, de sus Estados miembros más grandes y ricos. Cumplirlos requerirá un cambio estructural fundamental que convertirá a la UE en una organización totalmente diferente de la que es hoy en día. Si tal cambio es alguna vez posible parece dudoso; si fracasa, la UE se irá quedando gradualmente en el camino como organización internacional funcional, continuando su lenta decadencia registrada durante los años posteriores a la crisis financiera de 2008. Hasta ahora, ayudados por la guerra, los funcionarios de la UE y sus partidarios en los distintos Estados nacionales han salido adelante, cerrando filas tras una muestra coordinada de optimismo, mientras marchan juntos hacia un futuro desconocido, tanteando el terreno paso a paso, y llevándose por delante el sistema estatal europeo.

La Unión Europea en guerra II: «europeización»

Como era de esperar, tras dos años de guerra sin final alguno a la vista, el interés estadounidense por Ucrania ha empezado a decaer, iniciándose en consecuencia la búsqueda de nuevas formas de evitar la derrota del Estado ucraniano a manos de Rusia. Cuando el ejército ruso estaba a punto de romper las líneas de defensa ucranianas hace unas semanas, Biden consiguió que el Congreso aprobara otro paquete de ayuda, probablemente el último, por valor de 61 millardos de dólares, buena parte de los cuales se conceden en forma de préstamo y no de subvención. Al no existir ninguna posibilidad de que Ucrania reembolse préstamo alguno ni siquiera en un futuro lejano, se comprendió que a la postre serían «los europeos» quienes tendrían que pagar por la seguridad nacional de Ucrania, definida esta, con la aquiescencia ucraniana, por Estados Unidos y la Unión Europea, que la consideran también como su propia seguridad nacional. El acontecimiento dejó claro que los futuros paquetes de ayuda tendrían que venir directamente de Europa, en cualquiera de sus formas, incluido el cumplimiento de la promesa de von der Leyen de que, una vez ganada la guerra, Ucrania sería completamente reconstruida a expensas europeas como parte de la prometida adhesión del país a la UE. Estados Unidos, en cualquier caso, se hallaba excluido en lo que respecta a la financiación continuada de la guerra, no sólo bajo una hipotética segunda presidencia de Trump, sino también bajo un segundo mandato de Biden, ya que ambos se dedicarían sobre todo a la victoria de Israel sobre los palestinos y, a un plazo ligeramente más largo, a la victoria estadounidense sobre China.

¿A qué se asemejará la inmediata europeización de la guerra ucraniana? La guerra obviamente no puede ganarla Ucrania en nombre de «Occidente». Tampoco es probable que lo haga Rusia entrando en Kiev y obligando al gobierno ucraniano a firmar una capitulación de acuerdo con los términos rusos. El futuro es una prolongada guerra de posiciones, o de desgaste, a lo largo de aproximadamente las líneas del frente actuales, lo cual requerirá un apoyo militar y económico continuado a Ucrania por parte de Europa Occidental, que sustituirá a Estados Unidos, trasladándose de éste a aquélla la responsabilidad de mantener a Ucrania en pie de guerra y combatiendo.

Para Estados Unidos una larga guerra de desgaste librada en el centro de Europa a lo largo de la frontera occidental rusa, tendría el efecto de atar corto y de modo conveniente a los europeos.

En muchos aspectos, este sería un resultado aceptable tanto para Rusia como para Estados Unidos. Si nada se interpone en su camino, ello permitiría a Rusia, si no derrotar y conquistar Ucrania, sí destruir con el tiempo su viabilidad como Estado-nación operativo. Estratégicamente, sangrar Ucrania hasta la muerte, una muerte provocada por mil heridas, prolongada a lo largo de una década o quizá más, podría parecerle preferible a Rusia a otra ronda de negociaciones similares a las mantenidas en Minsk con Alemania y Francia en 2014 y 2015, después de haber escuchado decir a Merkel y a Hollande, que sus respectivos países tan solo pretendían ganar tiempo para que Ucrania se armara adecuadamente. Para Putin, afinar su retórica guerrera imperial-nacionalista para entablar negociaciones que podrían ser únicamente otra trampa podría parecer arriesgado, dado que siempre existiría la posibilidad de un veto angloamericano impuesto en el último minuto, como sucedió en Estambul.

Para Estados Unidos una larga guerra de desgaste librada en el centro de Europa a lo largo de la frontera occidental rusa, tendría el efecto de atar corto y de modo conveniente a los europeos. Al tiempo que les haría gastar ingentes recursos en armamento, en el mejor de los casos estadounidenses, lo cual les obligaría a seguir siendo dependientes en caso de emergencia del apoyo estadounidense, decidido este a discreción estadounidense. Y lo que resulta todavía más relevante, una guerra continuada, incluso de baja intensidad, se interpondría eficazmente en el camino de un acercamiento entre Rusia y Alemania, que podría incluir eventualmente la reanudación del suministro de energía rusa a través del Mar Báltico, después de la reparación de los gasoductos Nordstream.

Además, ya antes de la guerra, Ucrania era uno de los países más pobres de Europa, así como uno de los más corruptos del planeta. Su riqueza, distribuida de forma extremadamente desigual, estaba en manos de una minúscula casta de oligarcas, algunos de ellos más rusos que ucranianos, que solían repartirse el Estado y gobernar el país entre ellos

La perdedora evidentemente de una guerra de desgaste prolongada sería Ucrania, del mismo modo que lo ha sido en las batallas sobre el Donbas libradas después de 2014. Parece cuestionable por cuánto tiempo estará dispuesta la sociedad ucraniana a apoyar a un gobierno que busca nada menos que la victoria sobre Rusia, para lo cual está enviando al frente una generación tras otra de hombres para reemplazar a los muertos y heridos. En estos momentos (mayo de 2024) hay 256.000 hombres ucranianos en edad militar, entre los18 y los 60 años, refugiados en Alemania. Aunque la ley ucraniana prohíbe la salida del país, este contingente representa alrededor de la quinta parte de los 1,18 millones de refugiados ucranianos presentes en Alemania, un número significativamente mayor que el registrado en los primeros meses de la guerra. Setecientos mil refugiados ucranianos reciben el Bürgergeld (subsidio ciudadano), un tipo de ayuda social especialmente generosa. En parte como resultado de ello, el empleo remunerado entre los refugiados ucranianos en Alemania es notoriamente bajo en comparación con otros la situación de otros refugiados y de otros países. Aun así, cuanto más tiempo permanezcan en Alemania, más probabilidades habrá de que esta fuerza de trabajo sea absorbida por el mercado de trabajo alemán, que está completamente desabastecido, lo que hará improbable que estos refugiados regresen a su país de origen. Además, ya antes de la guerra, Ucrania era uno de los países más pobres de Europa, así como uno de los más corruptos del planeta. Su riqueza, distribuida de forma extremadamente desigual, estaba en manos de una minúscula casta de oligarcas, algunos de ellos más rusos que ucranianos, que solían repartirse el Estado y gobernar el país entre ellos. Estos oligarcas también pueden sentirse tentados a abandonar Ucrania a medida que se prolongue la guerra, siguiendo a su dinero hasta donde probablemente ya esté –Londres, Nueva York, Berlín– para evitar así su confiscación.

La europeización de la guerra no es lo mismo que la UErización de la misma en el sentido de que la guerra la dirija la presidenta de la Comisión Europea al mando de un ejército europeo y que, en última instancia, esta mantenga conversaciones de paz con el presidente de Rusia. Tal y como la prevé Estados Unidos, la europeización equivaldrá de facto a la germanización, escenario en el que Alemania liderará, de manera más o menos informal, una alianza de Europa Occidental en apoyo de Ucrania. El grado de implicación de la UE como tal será una cuestión de conveniencia, así como de entendimientos entre Alemania y el resto de miembros de la misma. Muy probablemente, estos últimos se mostrarán más que dispuestos a que Alemania tome las riendas, dado que es la mayor potencia militar convencional de Europa Occidental, tras intensas presiones ejercidas por la UE, que es a fin de cuentas el mayor valedor financiero y militar de Ucrania después de Estados Unidos. Para ello no sería necesario, y de todas formas no es posible, tomar decisión formal alguna, ya que esto exigiría una revisión de los Tratados para que permitieran a la UE asumir un papel militar

Con la continuación de la guerra ucraniana, países como Francia y Polonia pedirán «coraje» europeo, es decir, tropas terrestres europeas sin importar el riesgo de una confrontación nuclear. Este, sin embargo, tendrá que ser coraje alemán y tropas alemanas, a menos que pueda contarse con tropas «europeas», es decir, con batallones de voluntarios procedentes de toda Europa pagados por la UE para luchar bajo el alto mando ucraniano. Aparte de esto, la UE administrará la parte de la política social de la guerra: alimentar a los nuevos Estados miembros; reeducar a sus sociedades; financiar una parte de las armas suministradas a Ucrania; pagar la reconstrucción de las ciudades ucranianas en las zonas más seguras del país; asumir la deuda colectiva o semicolectiva eludiendo los Tratados; ayudar de algún modo al gobierno ucraniano a hacer regresar a los objetores al servicio militar obligatorio y hacerlos servir a su país en el campo de batalla, etcétera, y todo ello bajo la dirección más o menos entusiasta de Alemania, teledirigida por Estados Unidos con la ayuda de su segundo al mando transatlántico, el Reino Unido.

Si especulamos sobre la viabilidad de este acuerdo, la cuestión parece reducirse a cuánto tiempo Alemania estará dispuesta, o podrá estarlo, a recibir órdenes de Estados Unidos. El mantenimiento de una guerra de desgaste es un asunto caro; sin el dinero estadounidense y con Francia y otros Estados europeos limitándose a pedir desde la barrera más coraje, también puede ser efímero. Alemania sigue siendo una democracia, con votantes que pueden acabar rebelándose. Durante los próximos años, el Estado alemán tendrá que pagar unos gastos de defensa mucho más elevados, incluida una brigada de la Bundeswehr de 5000 soldados, que se estacionará permanentemente, acompañados de sus familias, en Lituania, lo cual trae aparejados unos costes de instalación estimados en 11 millardos de euros y un gasto anual adicional de 1 millardo de euros. Pero también tendrá que pagar las reparaciones urgentes de la infraestructura física del propio país (los ferrocarriles, los puentes, la red de autopistas), el sistema educativo, en particular la enseñanza primaria y secundaria, y su Energiewende, el giro energético derivado del abandono de la energía atómica y carbonífera por la sociedad alemana. En parte, ello puede facilitarse utilizando a la UE para la creación de deuda invisible; sin embargo, esto no funcionará para siempre y, al final, una gran parte de la deuda de la UE acabará en Alemania de todos modos. Como resultado de todo ello, podría surgir un fuerte incentivo para que Alemania, en su nuevo papel de liderazgo europeo, intente hacer algún tipo de paz con Rusia, pasando por alto a Ucrania y, lo que es más importante, negándose a escuchar los deseos de la OTAN, Estados Unidos, Polonia y los países bálticos. Que se materialice este escenario dependerá, entre otros muchos factores, de si Francia le sigue la corriente, como hizo cuando Schröder y Chirac se negaron a unirse a la invasión de Iraq en 2003, cuando Merkel y Sarkozy bloquearon la adhesión de Ucrania a la OTAN en 2008 o cuando Merkel y Hollande intentaron evitar que Estados Unidos se hiciera cargo del problema ucraniano mediante la negociación de los acuerdos de Minsk, algo que, no obstante, como hemos indicado, hoy ambos niegan.

Europa y la Unión Europea en el Nuevo Orden Mundial 2.0

Parecen delinearse tres escenarios para el futuro de la UE, vinculados al futuro de la guerra de Ucrania y ligados a su vez a las distintas versiones alternativas del emergente Nuevo Orden Mundial 2.0, sucesor de las tres décadas del Nuevo Orden Mundial 1.0 neoliberal unipolar, declarado por Estados Unidos durante la década de 1990 tras el fin de la Unión Soviética.

El primer escenario se inscribe en un nuevo mundo bipolar, dividido esta vez entre Estados Unidos, por un lado, y China, que ocupa el lugar de la Unión Soviética, por otro. En muchos sentidos, parece que éste sería el resultado preferido por Estados Unidos: implicaría la posibilidad, remota o no, de otra transformación global, de la vuelta de la bipolaridad a la unipolaridad, como consecuencia de la derrota de China por Estados Unidos en una guerra asiática. Esta guerra podría ser iniciada, en línea con la teoría de Tucídides sobre la derrota de Atenas a manos de Esparta en la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), por Estados Unidos, mientras China siga siendo lo suficientemente débil como para ser derrotada militarmente. Con esta ambición en mente, Estados Unidos querría mantener la guerra ucraniana quizá a fuego lento o bien «congelada» y lista para ser recalentada, si ello fuera necesario. El nuevo bipolarismo consolidaría el estatus subordinado de la UE respecto a la OTAN, impidiendo que la primera adquiriera algo parecido a una autonomía estratégica, o incluso soberanía. Las tropas europeas de la OTAN podrían incluso ser llamadas a unirse a Estados Unidos en el Mar del Sur de China, siempre que los europeos logren evitar que la guerra ucraniana termine con la derrota total de Ucrania. La UE, en particular, integraría económicamente a los países de Europa del Este en la OTAN, ayudando a construir un compacto bloque de aliados a lo largo de la frontera occidental de Rusia. También organizaría el correspondiente friend-shoring, por un lado, para garantizar la autarquía económica necesaria respecto al otro polo del mundo bipolar, esto es, China, mediante la regionalización de las cadenas de suministro y la securitización de la actividad empresarial, y, por otro, para librar la correspondiente guerra económica con ella. Éste y otros esfuerzos similares tendrían que ser dirigidos por Alemania y supervisados por Estados Unidos con la ayuda, quizá, del Reino Unido. En la medida en que hubiera algo parecido a una «integración europea», sería con el propósito de librar la guerra, fría, como antaño, o caliente, como nunca lo ha sido antes, dirigida a transformar la bipolaridad Este-Oeste de nuevo en una unipolaridad gobernada por Estados Unidos.

Un proyecto europeo francés, con una «autonomía estratégica» centralizada ubicada en Bruselas, entendida en este caso como un área suburbana de París, también contaría con la oposición de la mayoría de los países de Europa del Este, que parecen preferir que Alemania se ocupe de su seguridad nacional bajo la supervisión estadounidense («¿mourir pour Dantzig?»)

El segundo escenario de un orden mundial recompuesto tras las guerras de Ucrania y Oriente Próximo prevé un mundo tripolar en lugar de bipolar: los dos centros de poder autónomos de la bipolaridad por el momento favorecida por Estados Unidos complementados por un tercero, una Europa unida. Un Nuevo Orden Mundial tripolar es sin duda la preferencia francesa, que contaría con una Europa integrada en el viejo sentido francés: una «Europa de las patrias» para Francia y una «unión cada vez más estrecha» con Francia para los demás. Una Europa dirigida por Francia estaría integrada, es decir, centralizada, no sólo con respecto a su seguridad nacional o, en este caso, supranacional, sino también cultural y económicamente, repitiendo de algún modo la trayectoria seguida durante el siglo XIX por los «campesinos que habitaban su territorio para convertirse en ciudadanos franceses» de la mano de la creación de la nación francesa: ello concluiría con una y sólo una soberanía europea, idealmente equidistante de los otros dos polos del nuevo orden mundial. Para que Europa se convierta en un tercer polo por sí misma en un mundo tripolar, tendría que poner fin de algún modo a la guerra en Ucrania, ya sea ganándola de forma decisiva, si es necesario enviando tropas terrestres, o acordando con Rusia algún régimen paneuroasiático de coexistencia pacífica. Ambos escenarios se antojan difíciles de lograr y el segundo debería superar la firme oposición y la obstrucción activa de Estados Unidos. En concreto, Francia tendría que arrancar a Alemania de sus compromisos transatlánticos y conseguir que se comprometiera en cambio con un determinado tipo de europeísmo dirigido por ella. Es poco probable que esto pueda conseguirse, dada la profunda incrustación de Alemania en la economía global dirigida por Estados Unidos y en el propio ejército estadounidenses, que cuenta con casi 40.000 soldados estacionados en suelo alemán, tantos como en Okinawa, así como al menos con un importante centro de mando militar ubicado en el país desde el que controla sus operaciones militares en Oriente Próximo, factores todos ellos que se interponen en el camino de cualquier proyecto de convertir a Europa en el tercer polo del nuevo orden mundial, y ello aunque se tratase de un proyecto liderado por Alemania y no por Francia. Un proyecto europeo francés, con una «autonomía estratégica» centralizada ubicada en Bruselas, entendida en este caso como un área suburbana de París, también contaría con la oposición de la mayoría de los países de Europa del Este, que parecen preferir que Alemania se ocupe de su seguridad nacional bajo la supervisión estadounidense («¿mourir pour Dantzig?»). Forjar la unidad supranacional en un continente, o en medio continente, como Europa Occidental requiere recursos militares, económicos y culturales, que no están al alcance de una potencia media como Francia, ni pueden reunirse uniendo las capacidades y recursos de Francia y Alemania bajo un mando conjunto. Así pues, cabe suponer que la Europa constitutiva del tercer polo del orden mundial seguirá siendo una fantasía política francesa.

Existe, al menos teóricamente, un tercer escenario, cuya realidad es improbable a primera vista, pero que aparentemente constituye la única alternativa realista a la continua subordinación de Europa Occidental a Estados Unidos y a la OTAN, subordinación que es organizada por la Unión Europea y por el trabajo político e institucional efectuado por la misma. El Nuevo Orden Mundial que ello presupone es un orden de multipolaridad en vez de bipolaridad, dotados de múltiples centros de poder: Estados Unidos, por supuesto, China y Rusia (unidos como resultado de la guerra de Ucrania), Brasil, India y los países del Golfo, situación que permitiría una «geometría variable» de las relaciones con y entre Estados soberanos más o menos independientes. Evidentemente, este orden tendría que establecerse contra la resistencia de Estados Unidos. Implicaría también el fin del dólar como moneda mundial, así como el fin de la estrategia estadounidense de «seguridad nacional» implementada mediante las setecientas cincuenta bases militares desplegadas globalmente. Ello podría requerir ulteriores costosas derrotas estadounidenses en guerras combatidas en el exterior o el ejercicio de una mayor presión interna en Estados Unidos, que abogara por la reparación urgente de su tejido social, o bien ambas cosas simultáneamente. En cualquier caso ello implicaría un nuevo tipo de proteccionismo-aislacionismo con el fin de rescatar a la sociedad estadounidense de su actual decadencia.

En cuanto a Europa, Alemania en particular tendrá que elegir entre la Nibelungentreue [confianza indestructible] transatlántica y la pertenencia como una potencia europea de tamaño medio a un mundo que se esfuerza por convertirse en blockfrei, esto es, un mundo de no alineación

En cuanto a Europa, el giro hacia un futuro multipolar requiere comprender que un super Estado europeo, por muy sentimentalmente atractivo que resulte mientras no se conozcan en absoluto sus rasgos y propiedades, siempre será un castillo en el aire. Una vez comprendido esto, los europeos tendrán que pensar en otras formas de conseguir que sus intereses estén representados en el mundo, a menos que estén dispuestos a contentarse con dejar su representación en manos de Estados Unidos. Dada la arraigada diversidad nacional de Europa, si la única alternativa a una Europa que no sea sino una extensión transatlántica de Estados Unidos, es un Estado europeo supranacional unitario, centralizado y gobernado jerárquicamente, es decir, un Estado francés, ello en la práctica significa que no existe tal alternativa. Sin embargo, a largo plazo, esto requeriría que las fuertes identificaciones nacionales características de Europa Occidental, si no de sus élites políticas neoliberales, sí de sus ciudadanos, estuvieran sometidas de forma efectiva para que pudiera surgir un orden imperial estable, que, dadas las diferencias de tamaño y poder, sólo podría ser un orden imperial alemán. Cabe dudar de que esto pueda ocurrir, mientras que parecen poco auspiciosas las perspectivas de una hegemonía regional concebida en la horma de Carl Schmitt, capaz de garantizar su estabilidad interna y de proyectar su poder exterior. La conclusión parece ser que si «Europa», de un modo u otro, quiere tener voz en un mundo multipolar emergente, si es que este es el escenario que realmente se avecina, debe aprender a organizarse no como un imperio o un super Estado, sino como una asociación cooperativa de Estados-nación independientes –un campo para las «coaliciones de voluntarios»– que actúen en función de sus intereses unas veces por su cuenta y otras en alianza con otros: una Europa que refleje el orden mundial multipolar, incrustándose en un alineamiento mundial de países no alineados, que contará con la oposición de Estados Unidos hasta que este país esté preparado para unirse a él.

¿Cómo se resolverán los tres Nuevos Órdenes Mundiales 2.0 alternativos y sus respectivos futuros europeos? Desafortunadamente, desde una perspectiva europea, esto lo decidirá casi por completo Estados Unidos. A sus élites políticas y militares y a su política interior les corresponde elegir entre una larga y sangrienta lucha desplegada en un mundo bipolar por el retorno a la unipolaridad o el diseño de un nuevo papel para Estados Unidos como un ciudadano global entre otros.

En cuanto a Europa, Alemania en particular tendrá que elegir entre la Nibelungentreue [confianza indestructible] transatlántica y la pertenencia como una potencia europea de tamaño medio a un mundo que se esfuerza por convertirse en blockfrei, esto es, un mundo de no alineación. El problema al respecto o, mejor dicho, uno de los muchos problemas, es que la Alemania actual, a diferencia de Francia, carece de una tradición de pensamiento estratégico sobre sus intereses nacionales. El resultado de ello puede ser que las políticas decididas por Alemania traten de eludir la cuestión, que traten de salir del paso intentando servir a dos amos al mismo tiempo, Estados Unidos y Francia: mostrando lealtad transatlántica para satisfacer al primero y entusiasmo paneuropeo para apaciguar a la segunda, al tiempo que busca las oportunidades multipolares que surjan, especialmente para sus industrias de exportación. Sea cual sea el resultado, es poco probable que todo ello se traduzca en un orden europeo estable.


Notas

1. Declaración de la presidenta von der Leyen en la rueda de prensa conjunta con el presidente ucraniano Zelensky, 25 de abril de 2024.

2. Texto escrito antes de la votación del Parlamento de la UE sobre la confirmación de la Comisión 2024-2029, así como antes de las elecciones francesas del 30 de junio y el 7 de julio de 2024. Es razonable suponer que ninguna de las dos elecciones afectará a las orientaciones fundamentales de las políticas de la UE y de Francia en la medida que se analiza en este artículo.