Colombia

Sólo el pueblo salva la democracia en Colombia

En Colombia el establishment ha pretendido imponer la democracia "desde arriba" y a sangre y fuego, como si aquello fuera acaso posible

Supporters of colombian president Gustavo Petro demonstrate in support of his reform bills on retirment, labor, prisions and health on May 1, 2024, in Ipiales, Colombia. Photo by: Camilo Erasso/Long Visual Press
Camilo Erasso / Zuma Press / ContactoPhoto

Para la izquierda siempre ha sido y será más difícil el ejercicio del gobierno, al poder casi nunca llega. El propio presidente colombiano Gustavo Petro así lo ha reconocido cuando afirma que “llegamos el gobierno, pero no tenemos el poder”, frase reveladora sobre las circunstancias adversas en las que suelen navegar las administraciones progresistas. La denuncia del golpe blando hecha por varios sectores en Colombia a raíz de la decisión arbitraria del Consejo Nacional Electoral (CNE) de investigar y acusar al mandatario, corresponde no sólo a un entramado mayor de acciones para erosionar la legitimidad de la izquierda, sino que tiene antecedentes en la persecución histórica a sectores alternativos. En Colombia el establishment ha pretendido imponer la democracia desde arriba y a sangre y fuego, como si aquello fuera acaso posible.

En Colombia el establishment ha pretendido imponer la democracia desde arriba y a sangre y fuego, como si aquello fuera acaso posible

En la década de los 80 y 90, el Estado de la mano de los paramilitares emprendió una violenta ofensiva contra militantes, líderes y políticos de las pocas expresiones de izquierda que atrevían a asomarse en un país de fuertes raíces conservadoras. Al mismo tiempo que la historiografía colombiana se ufanaba que el país era un ejemplo de estabilidad democrática y gracias al Frente Nacional —esquema de democracia pactada y elitista entre los dos principales partidos liberal y conservador— se detenía arbitrariamente, torturaba y asesinaba a quienes pensaban distinto. En esa lucha a brazo partido fueron aniquilados José Antequera, Bernardo Jaramillo Ossa, Jaime Pardo Leal, Manuel Cepeda Vargas y Carlos Pizarro, todos políticos de izquierdas. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) creada a partir de los acuerdos de paz de 2016, calcula que al menos fueron asesinados 5733 militantes de la Unión Patriótica, partido de izquierda surgido de un proceso de diálogos con la desmovilizada guerrilla de las FARC. Para el Estado colombiano siempre fue redituable la existencia de guerrillas, pues le permitía una excusa para la persecución sistemática de las expresiones de izquierda, incluso dentro de las más moderadas como fue el Movimiento 19 de Abril (M19, de donde salió Petro), nacido del fraude en las elecciones presidenciales de 1970. En esa fatídica jornada Misael Pastrana Borrero candidato del establishment bipartidista se impuso sobre Gustavo Rojas Pinilla de la Alianza Nacional Popular (ANAPO), una de las primeras expresiones alternativas en capacidad de desafiar el poder omnímodo de los partidos liberal y conservador. 

Posteriormente y tras el fracaso en diferentes procesos de negociaciones con las guerrillas y en medio de una decepción, la paz terminó desvalorizada. En 2002 con Álvaro Uribe Vélez se hizo popular la idea de que la forma más expedita para acabar con la violencia consistía en la guerra frontal y antisubversiva. En el mismo tono ideológico y táctico-operacional de los gobiernos militares del Cono Sur, entre 2002 y 2010, el establishment colombiano al unísono persiguió implacablemente a inocentes acusados de condescendencia o apoyo al terrorismo, una noción que le permitía general niveles de cohesión apoyados en el miedo a un enemigo interno. Todo aquel que señalara las causas estructurales y sociales de la violencia era acusado. Medios de comunicación, lideres sociales, dirigentes sindicales y opositores en general sufrieron la estigmatización del Estado. Aunque parezca hoy inverosímil en pleno siglo XXI fueron ejecutadas al menos 6402 personas según el cálculo de la JEP.  Mientras en Colombia los medios presentaban buena parte de esas acciones como victorias emblemáticas contra la subversión, la sociedad colombiana en las grandes ciudades ignoraba que en realidad, se trataba de un autoritarismo feroz, asimilable a los peores regímenes militares latinoamericanos.

La decisión del CNE no es en sí misma el golpe blando. Éste debe ser entendido como un compendio de acciones que empiezan desde que la izquierda tuviera candidatos capaces de instalarse en la segunda vuelta y con oportunidades reales de derrotar al establishment

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Por esto, se equivocan quienes analizan la coyuntura actual haciendo abstracción de esta historia de persecución en contra de cualquier expresión alternativa o progresista. La decisión del CNE no es en sí misma el golpe blando. Éste debe ser entendido como un compendio de acciones que empiezan desde que la izquierda tuviera candidatos capaces de instalarse en la segunda vuelta y con oportunidades reales de derrotar al establishment (2018). En el plebiscito por la paz de 2016, la derecha replicó las mismas técnicas invocadas por los pro-Brexit en el Reino Unido y las que serían utilizadas luego por Donald Trump. Compartimentalización de mensajes para enviar informaciones engañosas, noticias falsas y titulares enmarcados a la fuerza para lograr persuadir a cualquier precio acerca de la inviabilidad de la paz. Lograron que se impusiera en “no” y dejaron en vilo durante meses el acuerdo final de paz. La derecha confirmó en esa dramática coyuntura que no tiene disposición alguna para jugar limpio y que su principal aliado en contiendas electorales ha sido y será el miedo.

La decisión de los magistrados del CNE no refleja de ninguna manera la independencia de una rama del poder público que escruta al presidente en aras del ejercicio de los contrapesos. Como se ha repetido y explicado (ver editorial Diario Red, miércoles 9 de octubre) el CNE no tiene competencia para juzgar o investigar al mandatario cuyo único juez natural es el Congreso. El magistrado que es ponente o autor de la acusación, Álvaro Hernán Prada, tiene una reconocida trayectoria de discurso de odio contra el progresismo y como si fuera poco, parte de la clase política desestima la gravedad de esta extralimitación, algo que no sorprende desde que, incluso las amenazas contra la vida del presidente hayan sido objeto de mofa por una parte representativa del establishment.

Poco o nada se puede confiar en un establishment acostumbrado al aniquilamiento, al desvío de las normas en provecho propio más aún, cuando la historia de América Latina empieza a plagarse de golpes blandos sin que hasta ahora haya suficiente conciencia respecto de su gravedad. Solo el pueblo y la movilización permanente evitarán que situaciones como las de Venezuela en 2002, Honduras en 2008 y Brasil en 2015 se repitan.