La risa eterna

El falso mito sobre la obligada seriedad de la gente en los retratos al daguerrotipo

Observando los cientos, miles de retratos tomados con la incipiente técnica del daguerrotipo entre 1839 y mediados de la década de 1860 (luego los daguerrotipos ya serían reemplazados por sistemas más semejantes a la fotografía moderna), no deja de llamar la atención la solemnidad y seriedad de la mayor parte de los rostros.

No me refiero, por cierto, a los retratos post-mortem, tan populares durante aquellos años en los que la ciencia permitía por primera vez plasmar con total fidelidad los rasgos de una persona, de un modo inimaginable incluso para la más detallada de las pinturas.

Es comprensible que los recién fallecidos, expuestos al objetivo por sus seres queridos para poder así recordarlos mejor, sonriesen poco o nada ante la cámara. Lo llamativo, en realidad, es que los mucho más numerosos retratos de personas vivas plasmados en aquella época exhiban por lo general la misma o mayor solemnidad que los muertos. Sean niños, adultos o ancianos, sus bocas se muestran rectas, rígidas desde la historia, y sus ojos parecen desafiarnos sin concedernos tregua, nos enfrentan sin revelar nada sobre el carácter de aquellos a quienes pertenecían.  

Durante largo tiempo ha circulado el mito según el cual tan insólita severidad era atribuible al prolongado tiempo de exposición requerido por los daguerrotipos. Según esa versión, la imagen tardaba tanto en quedar fijada en la placa que para el retratado resultaba casi una tortura mantener una sonrisa. Sonrisa que además había de mantenerse armónica y constante, porque en caso de que fuese una mueca variable, la foto saldría movida y en lugar de la boca se vería una mancha borrosa. Lo mejor, lo más práctico, era entonces mantenerse serio, lo que por otra parte no sometía a los músculos faciales al menor esfuerzo. A eso se debería la apabullante sucesión de graves expresiones que nos encontramos daguerrotipo tras daguerrotipo, sea el retratado el poeta más iconoclasta, el científico más renombrado o el payaso más irreverente.

Quizás esa explicación valiera para los primeros daguerrotipos, tomados en 1839 y 1840, cuando el tiempo de exposición podía llegar a los diez minutos. Pero hacia 1841 la ciencia, gracias al uso de aceleradores químicos​ con vapores de bromo y cloro, ya había superado ciertos escollos y permitía tomar retratos en un minuto (mantener la sonrisa durante un minuto puede ser tedioso, pero es posible), y pronto ese lapso llegó a reducirse a poco más de treinta segundos.

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Más allá de esa explicación técnica, la mera existencia de varios retratos al daguerrotipo que muestran a sendos personajes exhibiendo de una tímida sonrisa a una soberana carcajada desmienten de plano la imposibilidad del hecho, y ponen en evidencia que la seriedad ante la cámara era más que nada una imposición cultural. De hecho, son varias generaciones las que nos niegan su sonrisa, pues la costumbre de contener las emociones frente al objetivo parece haberse extendido más o menos hasta la primera década del siglo XX.

Una fotografía familiar tomada hacia 1905 muestra a la familia Fridman a poco de llegar a Buenos Aires desde una Ucrania que ya entonces vivía tiempos convulsos. En la imagen están la mamá y sus seis hijos cuyas edades van desde los veinte años hasta los cinco (que es la edad que tiene mi abuela Elisa en dicha foto). Los dos varones están vestidos de negro. Las cuatro niñas llevan vestidos: la adolescente uno de color liso; las tres pequeñas, prendas cortadas al mismo molde y con idénticos bordados. Lo que destaca de la foto, sin embargo, es que entre los siete rostros no hay ni una sola sonrisa. Todo es solemnidad y parsimonia.

Ese retrato familiar fue tomado al empezar el siglo XX, cuando capturar una fotografía llevaba ya apenas unos segundos. Teniendo eso en cuenta, los raros daguerrotipos que nos regalan sonrisas, aquellos tomados entre 1840 y 1860, cuando todavía había que congelar la alegría durante al menos medio minuto, adquieren nuevo valor. Y quienes aparecen retratados en ellos parecen estar más vivos que las personas de los demás daguerrotipos, y más vivos que los siete personajes en la foto de mi abuela.

De la existencia de la risa en la Grecia y la Roma antiguas, en la Edad Media, en el Renacimiento, tenemos plena constancia. De aquellos tiempos nos han llegado escritos humorísticos y satíricos, graffiti obscenos y paródicos en los muros de las ruinas de Pompeya. Hay humor en las comedias de Shakespeare, en la Broma Musical de Mozart, en los rostros de las gárgolas de las catedrales. Pero siempre vemos esos chistes a la distancia y tenemos que imaginar, intuir, las risas que ocasionaron. Incluso en los cuadros renacentistas que reflejan a personajes en el acto mismo de reír, se trata de una representación de la risa, de una imitación de la risa, no de la risa misma. Las primeras risas antiguas de las que podemos dar fe, son las que encontramos en algunos escasos daguerrotipos. Allí no tenemos que imaginar nada. Son rostros reales de gente real que ha vivido antes que nosotros. Y a diferencia de tantos congéneres suyos que nos deparan desde sus retratos expresiones desconfiadas o glaciales, estos pioneros de la alegría nos ofrecen un destello de la amabilidad de la época en que vivieron.

Mientras que hoy en día parece casi obligado mostrarnos a los demás en las fotografías portando una sonrisa incluso en los momentos en que nos sentimos más amargos e infelices, para estas generaciones pasadas acostumbradas a lo contrario, transmitir desde el papel un destello de vida interior quizás implicase algún grado de transgresión o rebeldía.

Una niña con su hermana. Una madre con su hija. Esas son las sonrisas del amor. Y nosotros entendemos el amor. Una anciana, la mitad de cuya vida habrá transcurrido en el siglo XVIII, de quien no conocemos su nombre ni sabemos nada más, nos dice con su sonrisa que esos tiempos, como los nuestros y como todos, merecieron ser vividos. El cuarentón con su elegante traje, que sin duda acaba de quitarse para la foto su sombrero de copa, nos sonríe con una sonrisa abierta, sincera y desprejuiciada, y realmente desearíamos conversar con él, casi da la sensación de que gracias a su risa pronto saldrá del retrato y podremos conocerlo. Su risa eternizada en el tiempo nos cautiva y nos contagia. Mientras los tensos rostros en la mayor parte de los daguerrotipos parecen dejar constancia de la distancia temporal que nos separa de los personajes retratados, entre la sonrisa de este hombre y nosotros parece haber apenas dos o tres días. Y lo mismo sucede con la joven que se cubre en broma medio rostro con un pañuelo mientras estalla en una evidente carcajada. Esto no es una polaroid, así que ella ha debido de permanecer al menos treinta segundos en esa pose para poder dejarnos este testimonio de su paso por el mundo, quizás lo único que quede de ella. ¿Pero qué mejor obsequio puede dejarle alguien a las generaciones posteriores que la magia sublime, fugaz y eterna de una sonrisa?