Las consecuencias para el periodismo del 'caso Neurona'

¿El periodismo honesto va a permitir que esto vuelva a pasar una y otra vez y que se amañen las elecciones y los procesos democráticos y políticos usando la prensa como arma?

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Este miércoles y después de más de cuatro años de procedimiento, la Audiencia Provincial de Madrid ha archivado definitivamente el conocido como 'caso Neurona' contra Podemos.

La historia comenzó cuando, en el verano de 2020, el trabajador despechado José Manuel Calvente decidió dar una entrevista al periódico ‘El Mundo’, acusando a la formación morada de múltiples delitos sin ninguna prueba. Más adelante, en agosto de ese mismo año, cuando él juez titular del Juzgado de Instrucción número 42 de Madrid, Juan José Escalonilla, decidió tomar testifical a Calvente, el abogado contestó con frases como "se rumorea, se rumorea en el partido", "es lo que me dicen que está pasando, yo no lo he visto" o la famosa "son comentarios y rumorología a nivel de militancia".

El juez Escalonilla no solamente no tomó la decisión de archivar inmediatamente la causa como hubiera ocurrido en cualquier sistema de justicia mínimamente funcional sino que decidió hacer exactamente todo lo contrario. Sin ningún indicio, decidió calzarse las botas de pesca para ir al río a ver si pescaba algún pez

A pesar de esto, es decir, a pesar de que no había absolutamente ningún indicio de que se hubiese cometido un delito más allá de un señor que acababa de ser despedido del partido y decía que le habían contado cosas —sin identificar nunca a las fuentes de los rumores—, el juez Escalonilla no solamente no tomó la decisión de archivar inmediatamente la causa como hubiera ocurrido en cualquier sistema de justicia mínimamente funcional sino que decidió hacer exactamente todo lo contrario. Sin ningún indicio, decidió calzarse las botas de pesca para ir al río a ver si pescaba algún pez. En el argot de derecho, lo que se llama una "causa prospectiva" y que es abiertamente ilegal: investigar a cualquiera, simplemente porque te da la gana, sin tener ningún indicio ni ninguna prueba, y empezar a mirar sus correos, sus cuentas bancarias o lo que tira en el cubo de la basura. Esta práctica contra la disidencia política —con mimbres persecutorios propios de oscuros regímenes dictatoriales— arrancó en verano de 2020 y ha durado hasta ayer.

Durante todo el periplo, el juez Escalonilla no paró de inventarse historias psicotrópicas para no dormir de diferente índole. Dijo que, en Podemos, había una 'caja B', utilizando la misma terminología que en el caso de la caja B de verdad —la del PP— con el objetivo de hacer el máximo daño mediático posible. Se inventó que la sede del partido se había reformado de forma irregular, de nuevo haciendo la equiparación con la sede del PP que fue pagada en dinero negro. Fabricó un delirio machista y denigrante según el cual el hecho de que algunas compañeras de trabajo de Irene Montero hubiesen cogido un momento a sus hijos en brazos suponía utilizar trabajadoras públicas para un beneficio privado; el infame y repugnante 'caso niñera'. Investigó la posibilidad de que los dirigentes de Podemos estuvieran cobrando sobresueldos ilegales; de nuevo, como sabemos que fue el caso del PP según los papeles de Bárcenas. Por último y cuando ya se le iban acabando las fantasías difamatorias por falta de base, se inventó el 'caso Neurona'. Según este último delirio, primero, los dirigentes morados habrían cobrado comisiones por contratar a la consultora Neurona para la campaña electoral de 2019. Como eso resultó ser mentira, se inventó que los trabajos encargados nunca se habían hecho y todo era una 'simulación'. Cuando se le presentaron todos los materiales producidos por la consultora, dijo que el precio estaba hinchado y que el partido estaba pagando por encima del precio del mercado. Aunque esta última estupidez ni siquiera está claro que constituya una falta, los peritos expertos en la materia concluyeron que todo lo contrario: que Podemos había conseguido un buen precio. Por eso, para no quedarse colgado de la brocha —es decir, para no cometer un delito flagrante de prevaricación—, una vez que se quedó sin delirios que perseguir, el juez Escalonilla decidió, en diciembre del año pasado, archivar definitivamente esta última pieza de la macrocausa general que había construido en el aire contra los morados. La decisión de ayer de la Audiencia Provincial lo que viene a hacer es a ratificar dicho archivo, desestimando los recursos de VOX y de la exsenadora de Podemos Celia Cánovas —despechada también por no haber sido incluida en las listas— que pedían continuar con la investigación.

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Como siempre ocurre con el lawfare, el objetivo principal es utilizar una investigación bastarda que al final acabará en la papelera para producir toneladas de material difamatorio que puedan ser difundidas por los medios de comunicación de masas

Obviamente, a pesar de lo ridículo de las acusaciones, a pesar de no existir ni una sola prueba, el objetivo de la operación nunca fue alcanzar una sentencia condenatoria; algo que es de hecho imposible por el simple hecho de que Podemos ya ha demostrado en decenas de causas similares que no archiva mal ni un ticket de taxi. Como siempre ocurre con el lawfare, el objetivo principal es utilizar una investigación bastarda que al final acabará en la papelera para producir toneladas de material difamatorio que puedan ser difundidas por los medios de comunicación de masas. El objetivo principal no tiene nada que ver con el derecho. El objetivo principal es el de destruir la reputación de la disidencia política, quebrar a sus dirigentes y socavar su viabilidad electoral. Es decir, convencer, a través de las radios, las televisiones y los periódicos, a millones de españoles de la falsa corrupción de un partido político y así adulterar el proceso democrático de forma golpista. Esto es lo que significa la operativa del lawfare y ya no hay nadie con un mínimo de decencia intelectual que lo pueda negar porque lo hemos comprobado una y otra vez, en innumerables ocasiones, en la última década: el informe PISA contra Pablo Iglesias, la cuenta en Granadinas, el fraude fiscal de Juan Carlos Monedero, el asistente de Pablo Echenique, la cacería contra Victoria Rosell, la agresión a la policía de Isa Serra, el 'caso Dina' de García-Castellón, y podríamos seguir así durante páginas y páginas.

Todo ello basura falsa de la peor calaña, todo eso material golpista con el objetivo de la destrucción política de los que no aceptan el estado de las cosas, todo eso bulos antidemocráticos y fake news.

A partir de ahí, la pregunta es legítima: ¿Los periodistas que publicaron todo esto pensaban que era verdad o les daba igual su veracidad con tal de dañar a Podemos? No hay más opciones que estas dos: o fueron engañados, o sabían que estaban publicando basura falsa —como reconoció Ferreras a Villarejo con la cuenta de Granadinas— y decidieron difundirla igual.

La dicotomía es interesante porque, siendo laicos sobre la respuesta —de hecho, asumiendo que existirán periodistas que caen en una categoría y periodistas que caen en la otra—, cualquiera de las dos opciones producen automáticamente conclusiones que son inescapables y que es obligatorio asumir si queremos tener algo parecido a una democracia.

Si pensamos que los periodistas —como hizo Ferreras— difundieron toda esta bazofia sabiendo que muy probablemente era falsa, entonces estamos ante un problema de corrupción masiva en el gremio periodístico

Si pensamos que los periodistas —como hizo Ferreras— difundieron toda esta bazofia sabiendo que muy probablemente era falsa, entonces estamos ante un problema de corrupción masiva en el gremio periodístico. Dado que la información veraz es la base de cualquier democracia moderna, sería pertinente purgar las cloacas del periodismo, expulsando de la profesión a todos aquellos que hayan publicado estas cosas saltándose de forma corrupta la deontología más básica.

Por otro lado, si creemos en la opción más benévola y pensamos que los periodistas —la mayoría de ellos, al menos— fueron engañados por una fuente de información corrupta —un juez prevaricador, la cloaca parapolicial de Fernández Díaz, etc.— y consideraron que la noticia era veraz porque provenía de un togado, de un agente, o incluso de un ministerio, entonces, ante la magnitud del engaño, debería producirse un replanteamiento general en el funcionamiento de la prensa respecto de qué se considera una fuente fiable. Del mismo modo que las cajetillas de cigarrillos ponen que "fumar mata", dado que la existencia del lawfare está igual de comprobada que los efectos cancerígenos del tabaco y que esto es, evidentemente, una gravísima amenaza para el sistema democrático, a partir de ahora y una vez constatados los hechos, cualquier pieza que se publique sobre una imputación judicial, sobre una investigación, sobre unas pesquisas —muy especialmente si los encausados han sido previamente víctimas del lawfare— debería llevar un texto que la acompañe alertando al lector o lectora de que, en los últimos años, un número importante de jueces y policías corruptos han engañado vilmente a las buenas gentes de la prensa y les han hecho publicar basura falsa en demasiadas ocasiones. ¿O el periodismo honesto va a permitir que esto vuelva a pasar una y otra vez y que se amañen las elecciones y los procesos democráticos y políticos usando la prensa como arma?

¿Qué va a ser? ¿Expulsión de los periodistas corruptos de la profesión o el reconocimiento unánime por parte de la prensa de que muchas veces lo que llega de los juzgados y de los atestados son difamaciones falsas? Alguna de las dos medidas —o las dos, dependiendo del caso— deberían tomarse. Lo contrario significaría la declaración —implícita pero muy clara— de que la mayoría del gremio no tiene problemas con publicar mentiras y hacer lawfare. Estaremos atentos.