Capitalismo global

Jeff Bezos, tendero del universo

La trayectoria de Amazon recorre de nuevo e intensifica hasta el extremo lo que la empresa capitalista siempre ha hecho, esto es, ejercer presión sobre los proveedores, aniquilar sistemáticamente a sus competidores comerciales y recopilar incansablemente datos sobre sus clientes
Jeff Bezos — Yuri Gripas - Pool via CNP / Zuma Press / ContactoPhoto
Jeff Bezos — Yuri Gripas - Pool via CNP / Zuma Press / ContactoPhoto

Seguro que habéis constatado que cuando nos acercamos a una persona muy rica, que posee dinero de verdad, no sólo unas cuantas decenas de millones de euros, todos nosotros entramos inmediatamente en un estado de sobrecogimiento, que nos lleva a comportarnos irreprimiblemente de un modo reverencial. En las contadísimas ocasiones en que me ha sucedido, he tenido que imponerme una disciplina férrea, y ello con dificultad, para no someterme a ese sentimiento tan abyecto en su ignominia, casi dostoyevskiano, al hilo de lo narrado en Memorias del subsuelo, que va mucho más allá de la subordinación. Una disposición de ánimo que expresa literalmente nuestra sujeción al dinero. Es casi inevitable que quien está incesantemente rodeado de tal reverencia alimente una nueva percepción de sí mismo cada vez más desmesurada e imponente. Ello nos ofrece una primera intuición para comenzar a comprender por qué los antiguos gobernantes, faraones o emperadores se consideraran dioses, o al menos divinos o fueran percibidos como tales.

Así que no podemos criticar demasiado despiadadamente la megalomanía de los superricos de nuestra era, los Mark Zuckerberg, los Elon Musk, los Jeff Bezos: en el improbable caso de que estuviéramos en su lugar probablemente constataríamos un crecimiento igual de inmenso de nuestro ego y perderíamos cualquier sentido de la proporción. A mucha gente le crece el ego por mucho menos. Por otro lado, pongámonos en la piel de Bezos, que en treinta años ha pasado de abrir un almacén de libros en un garaje de Seattle a ser el dueño de una empresa que cubre la mayor parte del globo y emplea a 1,5 millones de personas (a modo de comparación, la Iglesia católica emplea a 1,16 millones de personas en todo el mundo: 407.000 sacerdotes y 609.000 monjas). Es comprensible que se considere a sí mismo como el fundador de una religión, que tenga una visión «mesiánica» de sí mismo, como puede comprobarse leyendo Invent and Wander: The Collected Writings of Jeff Bezos (2021), el libro publicado por la prestigiosa Harvard University Press, que recoge una recopilación de sus cartas a los accionistas y otras intervenciones públicas. Por otro lado, en su prefacio, Walter Isaacson (ya famoso por su libro sobre Steve Jobs) no teme el ridículo cuando retrata a Jeff Bezos como una figura del renacimiento moderno, tan revolucionario como Leonardo, Einstein o Ben Franklin (todos ellos personajes acreedores de biografías escritas por el propio Isaacson).

Al mismo tiempo, siempre me ha sorprendido que la expresión «el poder corrompe» (implícito: el carácter de su poseedor) se haya convertido en una expresión utilizada hasta el hartazgo, mientras que nunca he oído a nadie decir que «el dinero corrompe» (la psique de su poseedor) y ello no por su sesgo tautológico, sino porque el poder del dinero se considera, erróneamente, más transparente, más «neutral» que el poder político o militar. El dinero, cree la sabiduría popular, corrompe a quien carece de él no a quien lo tiene. Pero la trayectoria, tan estadounidense, de Bezos atestigua precisamente esa progresiva corrupción a la que se ven sometidos quienes acumulan una inmensa, casi inconcebible, masa de dinero.

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El padre biológico de Bezos fue Ted Jorgensen, jugador de hockey sobre monociclo (signifique esto lo que signifique) y fundador del primer club de este deporte. Jorgensen se casó con Jacklyn, de 16 años, cuando ambos iban al instituto en Albuquerque (Nuevo México). Jeff nació al año siguiente (1964). Sus padres se divorciaron cuando él tenía 14 meses, debido a los problemas con la bebida de Ted. Jeff quedó al cuidado de su madre, que se puso a trabajar y asistió a la escuela nocturna, donde conoció a un refugiado cubano, Miguel «Mike» Bezos, cuya familia había huido del régimen castrista. En 1968 Miguel Bezos se graduó en ciencias informáticas y fue contratado por Exxon en Texas, empresa para la que trabajaría como ingeniero hasta su jubilación. Se casó con Jacklyn y, con el acuerdo de su padre biológico, adoptó a Jeff, que lleva su apellido desde entonces.

Jeff fue un alumno estudioso, apasionado de la ciencia ficción. En Princeton se licenció en ingeniería y ciencias informáticas. Entre 1988 y 1994 trabajó en el sector financiero (la World Wide Web se introdujo en 1991 y su uso se generalizó en 1993-1994). En el fondo de inversión del que había llegado a ser vicepresidente conoció a MacKenzie Scott, también licenciada en Princeton (pero en literatura, con Toni Morrison como profesora) y se casó con ella en 1993; la pareja tuvo cuatro vástagos, una de ellas adoptada. Juntos se mudaron a Seattle en 1994 y fundaron una librería en línea, Amazon, con la ayuda de los padres de Bezos, que invirtieron 240.000 dólares (equivalentes a 600.000 dólares actuales) en la aventura de su hijo. En 1997 Amazon se abrió a accionistas externos. En 1998 empezó a diversificarse, vendiendo también vídeos y música. Desde entonces, la diversificación se ha extendido a todos los géneros de consumo y así en 2024 Amazon poseía una cuota del 40,4 por 100 del mercado del comercio electrónico estadounidense, mientras que en sus diversos almacenes nacionales se alojaban 600 millones de productos diferentes. En 2005 se introdujo el servicio Amazon Prime, que llegó a Italia en 2011 y a España en 2016, y en 2021 contaba con más de 200 millones de suscriptores en todo el mundo. En 2007 Amazon presentó Kindle. Tras ello, Amazon desembarcó en el sector inmobiliario, los servicios financieros y la sanidad: en 2018 se asoció con el gigante bancario neoyorquino JP Morgan y el enorme fondo de inversión de Warren Buffett (uno de los hombres más ricos del mundo), Berkshire Hathaway, para crear una empresa que ayudara a los empleados estadounidenses a obtener una atención sanitaria de calidad «a un precio razonable» con el fin de  «acabar con la voraz tenia que está matando de hambre a la economía estadounidense».

Nada de esto sería posible sin suscriptores

1000 dólares invertidos en acciones de Amazon en 1997 valdrían hoy 2,493 millones de dólares

En 2002, Bezos había creado Amazon Web Services (AWS), que proporciona a sus usuarios no únicamente los servicios de su nube digital, sino también potencia de cálculo y diversos algoritmos:  AWS presta servicios digitales a The Guardian (cuyos artículos de denuncia contra Amazon se procesan a través de la plataforma de esta), a gigantes de la web como Netfix y Twitter, y a gigantes industriales como General Electric y Unilever. En la actualidad, AWS aporta una séptima parte de los ingresos de Amazon (80 millardos de dólares de un total de 570), pero más de la mitad de sus beneficios (20 millardos de dólares de un total de 38). En 2013 AWS consiguió un contrato con la CIA y más tarde con otras agencias del espionaje estadounidense, así como con el Pentágono. No en vano, el general retirado Keith Alexander, que ha sido durante nueve años director de la National Security Agency, el mayor centro de recopilación de datos de los servicios de inteligencia estadounidenses, entró a formar parte del consejo de administración de Amazon en 2021. Amazon también proporciona los servicios de su nube digital a los servicios de inteligencia británicos y, junto con Google, participa desde 2021 en el Proyecto Nimbus auspiciado por el gobierno israelí para proveer a sus fuerzas armadas y a sus agencias de espionaje. El pasado 4 de julio el gobierno australiano adjudicó a AWS un contrato de 1,3 millardos de dólares para prestar servicios de nube digital en el campo de la defensa, que conectaría al país con los otros cuatro socios (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y Nueva Zelanda) en el pacto secreto de intercambio de información denominado «Five Eyes», formalizado bajo el nombre de Echelon.

En resumen, como escribió ingeniosamente Franklin Foer en The Atlantic: «Si los revolucionarios marxistas tomaran alguna vez el poder en Estados Unidos, podrían nacionalizar Amazon y dar por concluidas sus preocupaciones y reivindicaciones».

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Para ser justos, hay que decir que Bezos es el único de los grandes capitalistas, que reconoce continuamente el papel que ha jugado la suerte en su éxito económico: «Me ha tocado esta lotería. Es una lotería gigante y se llama Amazon.com […]. No esperaba que ocurriera lo que después ocurrió. Se produjo una alineación increíble no sólo de planetas, sino también de algunas galaxias». En realidad, Bezos tuvo una «intuición extraordinaria» y fue empezar con los libros. Curiosamente, nadie se ha preguntado por qué el mayor minorista de la historia de la humanidad, el tendero del universo, empezó con una librería en línea. En los dos años anteriores a la fundación de Amazon se habían lanzado otras empresas de comercio electrónico. De hecho, los expertos del sector se mostraban convencidos de que la venta de libros en línea siempre sería deficitaria debido a los elevadísimos costes de distribución: muchos de los inversores invitados por Bezos a participar en la nueva empresa se negaron a invertir en ella. Luego se comieron los puños: 1000 dólares invertidos en acciones de Amazon en 1997 valdrían hoy 2,493 millones de dólares.

Recuerdo que en la década de 1990, cuando volvía de Estados Unidos, solía llevar conmigo pesadas maletas llenas de libros, porque comprar libros extranjeros en Italia era muy caro, dado que las librerías aplicaban el denominado tipo de cambio «libresco», de modo que, por ejemplo, si en 1995 el dólar valía 1500 liras, los libreros lo cotizaban a 2200 liras y así un libro de 20 dólares no te costaba 30.000, sino 44.000 liras. Y dado que los libros permanecían muy poco tiempo en las estanterías de las librerías, después había que ir a los puestos de viejo a buscar los títulos que uno quería conseguir. Para los lectores de todo el planeta, Amazon abrió en un reducido lapso de tiempo la mayor librería jamás concebida en el mundo.

Aunque Bezos no fuera entonces consciente de que estaba recorriendo los primeros pasos del capitalismo industrial, cuando comenzaba a adentrarse en el comercio electrónico sin duda sí tenía una idea muy clara de lo que es una empresa capitalista y de cómo esta debe funcionar

Lo cierto es que, sin saberlo, Bezos estaba recorriendo de nuevo la historia del capitalismo. Hoy la edición de libros parece ser, y lo es en realidad, un sector absolutamente marginal de la economía mundial, tanto en lo que atañe al volumen de negocio como a su influencia política. Hay miles de productos que «pesan» más que el libro, pero no siempre fue así. Como relataron dos grandes historiadores de la Escuela de los Annales, Lucien Febvre y Henri-Jean Martin[1], la edición de libros fue una de las primeras formas de empresa capitalista: requería grandes inversiones de capital, mano de obra altamente cualificada, líneas seguras de suministro de papel y tinta y una articulada red comercial. El libro fue la primera mercancía producida industrialmente mediante un proceso mecánico iterativo, así como la primera mercancía estandarizada: entre la Biblia de Gutenberg publicada en 1455 y 1500 se imprimieron al menos 20 millones de volúmenes, mientras que en 1600 esta cifra rondaba los 200 millones: «La introducción de la imprenta fue desde este punto de vista un paso en el camino hacia nuestra civilización de masas estandarizada»[2]. Mercancía estandarizada, igual a sí misma, no perecedera, compacta y vendida a una clientela transnacional. Los primeros impresores abrieron sucursales en toda Europa, creando un mercado continental, que ignoraba las fronteras nacionales, pero que creó mercados nacionales para expandirse: los lectores en latín eran relativamente pocos comparados con el mercado potencial de lectores en las diversas lenguas nacionales de Europa. Tanto es así que Benedict Anderson habla de «capitalismo impreso» [print capitalism][3], considerándolo uno de los principales factores que contribuyeron al nacimiento de la idea de nación.

Las mismas consideraciones valen para el comercio electrónico. Desde cierto punto de vista, el comercio electrónico vende abstracciones. Cuando hacemos clic en «comprar ahora», estamos comprando la idea del producto con la certeza de que lo que llegará a nuestra puerta se corresponderá con la idea que hemos comprado. Pero como innumerables compradores saben, a menudo el zapato, el pantalón o incluso la cámara fotográfica que llegan a nuestra puerta, no son el zapato, el pantalón o incluso la cámara sobre los que habíamos hecho clic. En Italia el 25 por 100 de la ropa comprada en línea se devuelve y el importe global de las devoluciones asciende a 550 millardos de dólares. Por el contrario, los libros son la mercancía más obvia para comprar en línea, aquella en la que la idea del libro sobre el que hacemos clic se corresponde perfecta e invariablemente con el producto que llega a la puerta de nuestra casa. Una mercancía compacta, con un ratio valor-volumen relativamente elevado, una mercancía muy fácil de catalogar y a la que puede aplicarse, por lo tanto, la racionalización logística. En su simplicidad uniforme y no perecedera, el libro era el study case ideal para el lanzamiento de la entrega a domicilio, cuya historia era larga, remontándose a siglo y medio antes de que naciera Internet de la mano de los catálogos de venta por correo. El libro era el campo de entrenamiento adecuado para preparar la venta de todos los demás productos a través de la red.

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Pero hay otra razón por la que el libro era la mercancía ideal para la nueva sociedad y es que los proveedores, esto es, los editores, tenían, y tienen, poco poder de negociación, porque entre los grupos capitalistas presentan una capitalización y un volumen de negocio irrisorios en comparación con los gigantes de la electrónica, el motor o la informática. El gigante editorial Hachette lo sabe muy bien: cuando se negó a aceptar las exigencias de Amazon en 2014, fue castigado. Amazon retrasó los envíos de libros de Hachette y cuando los consumidores buscaban determinados títulos de su catálogo, los redirigía a libros similares de otras editoriales. Hachette tuvo que ceder.

Las batallas de Amazon para impedir que sus trabajadores y trabajadoras se sindicalicen son legendarias. Utiliza al máximo la subcontratación de sus tareas a cooperativas y trabajadores autónomos, incluso para las tareas más nimias, para eximirse de pagar las vacaciones, la asistencia sanitaria y las cotizaciones para la jubilación

Así pues, aunque Bezos no fuera entonces consciente de que estaba recorriendo los primeros pasos del capitalismo industrial, cuando comenzaba a adentrarse en el comercio electrónico sin duda sí tenía una idea muy clara de lo que es una empresa capitalista y de cómo esta debe funcionar. También en este caso, la trayectoria de Amazon recorre de nuevo e intensifica hasta el extremo lo que la empresa capitalista siempre ha hecho, esto es, ejercer presión sobre los proveedores, aniquilar sistemáticamente a sus competidores comerciales y recopilar incansablemente datos sobre sus clientes. Amazon lleva al paroxismo la lógica de las economías de escala y la explotación del poder de la estandarización y las ventajas ofrecidas por Internet para recortar los costes fijos y reducir los inventarios de existencias prácticamente a cero. Igualmente lleva al límite la división del trabajo y la compartimentación de las tareas de su fuerza de trabajo. Trata a sus trabajadores y trabajadoras como máquinas y, por supuesto, los exprime como limones, mientras los controla a distancia vía satélite para que cumplan las entregas o los horarios asignados a las tareas: turnos de 14 horas, necesidades urinarias aliviadas en botellas en los centros logísticos y defecaciones efectuadas en bolsas. El Manchester Evening News de 15 de enero de 2021 titulaba: «El repugnante momento en que un repartidor de Amazon es grabado por las cámaras de seguridad “haciendo caca” frente a la casa de un cliente, cuyo paquete acaba de entregar», publicando las imágenes.

Las batallas de Amazon para impedir que sus trabajadores y trabajadoras se sindicalicen son legendarias. Utiliza al máximo la subcontratación de sus tareas a cooperativas y trabajadores autónomos, incluso para las tareas más nimias, para eximirse de pagar las vacaciones, la asistencia sanitaria y las cotizaciones para la jubilación. Para convencer a sus empleados de que no se sindicalicen en 2018 subió el salario inicial de sus empleados en Estados Unidos a 15 dólares (brutos) la hora, mientras que el salario mínimo federal está estancado en 7,25 dólares la hora desde 2009. Mark O'Connell escribió en un largo ensayo publicado en el The Guardian Weekly el 3 de febrero de 2021 lo siguiente:

Sería fácil argumentar que la verdadera innovación de Amazon ha sido la explotación despiadada del trabajo humano al servicio de la velocidad y la eficiencia, pero en realidad ello constituye únicamente una parte del cuadro: el objetivo es eliminar de la ecuación a los seres humanos, caracterizados por su necesidad de ir al baño, su obstinada insistencia en dormir o su tendencia a sindicarse, tanto como sea posible; las características vejatorias concretas de las condiciones de trabajo constituyen tan solo el corolario de este objetivo.

Lo paradójico es que este objetivo, explicitado por el uso masivo de la robotización y los algoritmos automatizados en todas las etapas del almacenamiento y la distribución, sólo puede alcanzarse con un millón y medio de empleados humanos.

Una discrepancia aún más flagrante se hace evidente cuando se compara la explotación despiadada de la fuerza de trabajo de Amazon con la «obsesión por el cliente», el eslogan que Bezos repite constantemente o, directamente, con lo que él denomina el «éxtasis del cliente» (customer ecstasy), expresión que no le causa el más mínimo rubor ni sensación de ridículo, aunque este «éxtasis»» se logre precisamente mediante el acoso y el hostigamiento de sus empleados y empleadas. Es cierto que el servicio prestado por Amazon es el mejor de la historia del comercio. En sus inicios había algo si no orgásmico, al menos sí mágico en la desproporción existente entre la causa (hacer clic en un icono) y el efecto (recibir sin esfuerzo en casa un paquete desde el otro extremo del planeta). Foer recoge una encuesta de 2018 patrocinada por la Universidad de Georgetown University y la Knight Foundation de acuerdo con la cual Amazon era más digna de confianza que el resto de instituciones estadounidenses. Los Demócratas juzgaban a Amazon incluso más digna de confianza que el ejército estadounidense: «A contrapelo de la disfunción y el cinismo que caracterizan estos tiempos, Amazon es la encarnación de la competencia, la rara institución que normalmente funciona» (Foer). O expresado de otro modo: «Las grandes innovaciones logísticas de Amazon han hecho que la experiencia del consumidor, de la realización del pedido hasta su entrega, sea lo más fluida posible y al lograrlo ha cambiado la naturaleza del consumo. Es decir, han cambiado la estructura del mundo» (O'Connoll).

Asistimos aquí a una compartimentación de lo humano: mientras se nos procura el éxtasis como clientes, se explota duramente a los trabajadores y trabajadoras, mientras el coste de la laxitud fiscal lo soportan los ciudadanos: Amazon nunca ha pagado impuestos en Estados Unidos y paga muy poco en otros lugares, explotando al máximo los trucos de la globalización, esto es, cargando los costes en las jurisdicciones de mayor presión tributaria y concentrando los beneficios en las jurisdicciones cuya carga tributaria es más benévola. La entrega a domicilio, tan barata, casi gratis si se utiliza Prime, resulta ser muy cara, si atendemos a sus costes indirectos.

Bezos lleva años vendiendo acciones de Amazon poco a poco (este mes de julio vendió 5 millardos de dólares) para financiar el resto de sus actividades, pero fundamentalmente para alimentar Blue Origin, su empresa de exploración espacial, fundada allá por 2000

Pero hay otro punto más que hace de Amazon la quintaesencia de la empresa capitalista y es que nunca ha repartido dividendos a sus accionistas. Durante años no obtuvo beneficios, pero cuando empezó a tenerlos a partir de otoño de 2001, siempre los reinvirtió, incluso endeudándose fuertemente con los bancos. Expansión continua, implacable, inexorable: relentless es el adjetivo que Bezos utiliza más a menudo. Para el capitalismo el crecimiento debe ser incontenible. Para el capitalismo detenerse significa morir: un herrador medieval podía herrar diariamente el mismo número de caballos durante toda su vida y ser feliz, siendo pagado y remunerado por ello. Un capitalista moderno debe crecer, de lo contrario el capital deja de rendir.

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El problema es que la tierra es una esfera limitada, que si caminas en línea recta al final vuelves al punto de partida, que la cantidad de oxígeno, de agua, de minerales, por enorme que sea, también es finita. Que, por lo tanto, el capitalismo no puede crecer indefinidamente, sino que acabará, tarde o temprano, chocando con la redondez limitada de nuestro planeta (y en muchos sentidos ya lo está haciendo). Pero para el capitalismo, entendido como el funcionamiento de la economía, el crecimiento es una condición irrenunciable. De ahí, como he escrito en otro lugar, el repetido anuncio, año tras año, de que en dos años comenzará la explotación minera de los asteroides, en diez será habitable una base en la Luna, en veinte comenzará a funcionar la primera instalación en Marte. Pero estas promesas ya se nos anunciaron hace veinte, diez, cinco años, siempre idénticas a sí mismas, y nunca se cumplieron. Debe de haber una razón para que, después de que el ser humano dejara por última vez su huella en la Luna por sexta vez en 1972, nadie haya pisado nuestro satélite desde hace más de medio siglo. Y la explotación de minerales es en el mejor de los casos una ilusión, en el peor un enorme engaño fraudulento, ya que en nuestro sistema solar el cuerpo celeste que más minerales tiene es este pequeñísimo planeta en el que casualmente vivimos. Así que en la exploración espacial se cree, es un artículo de fe y como tal la apoyan sus defensores y, sobre todo, Bezos que ha hecho de ella (casi) su razón de vivir.

Bezos lleva años vendiendo acciones de Amazon poco a poco (este mes de julio vendió 5 millardos de dólares) para financiar el resto de sus actividades, pero fundamentalmente para alimentar Blue Origin, su empresa de exploración espacial, fundada allá por 2000, cuando Amazon cotizaba en los mercados bursátiles desde hacía tan solo tres años y aún no había obtenido beneficios. Blue Origin debería allanar el camino para la colonización del espacio. Una de las frases más citadas de Bezos expresa bien el carácter mesiánico de su apuesta espacial:

Disponemos de los recursos para construir espacio para un billón de seres humanos en este sistema solar, y cuando tengamos billones de seres humanos tendremos mil Einsteins y mil Mozarts. Y esta sería una civilización increíble.

Bezos dijo esto en una larga conferencia (51 minutos), que se halla disponible en YouTube, en la que descubrió que la Tierra no puede sostener un crecimiento infinito de la economía, la población y las necesidades. Así que propone construir cerca de la tierra innumerables estaciones espaciales giratorias (para producir gravedad), todas ellas enormes, de diferentes tipos, algunas destinadas a la recreación, otras dotadas de una arquitectura futurista, y otras más capaces de replicar ciudades de alto contenido artístico (una captura de pantalla muestra una réplica de Florencia encerrada en una enorme burbuja espacial)[4], mientras la Tierra se convertiría en una reserva natural a la que la gente regresaría temporalmente. Uno se pregunta de dónde sacarían el oxígeno, el agua y los minerales necesarios para construir y mantener estas estaciones, que supuestamente albergarían a billones de seres humanos. Un genio de la logística como Bezos no puede dejar de detectar la irrealidad de estos sueños de ciencia ficción de comics para críos. El caso es que Bezos nunca ha dejado de leer ciencia ficción –«Hoy en día sigo con mi hábito de leer ciencia ficción y hacerlo siempre me parece estimulante para mi mente, porque siempre me hace pensar»– y que ya tenía esos mismos sueños, que nunca ha abandonado, cuando era un chaval. Cuando pronunció un breve discurso tras graduarse en su instituto de Florida, allá por 1982, con 18 años, un periódico local publicó que su intención era «sacar a todo el mundo de la Tierra y convertir esta en un enorme parque nacional».

Lo cierto es que hasta ahora lo único que Bezos ha conseguido con Blue Origin ha sido un vuelo suborbital a 100 kilómetros de altitud (la Tierra tiene 12.000 kilómetros de diámetro), un salto de pulga que, sin embargo, ha permitido a su hermano menor Mark, su compañero de vuelo, describirse en la entrada de Wikipedia como «un turista espacial estadounidense». Este empeño en el que Bezos está arrojando literalmente miles de millones de dólares fuera de la Tierra demuestra una vez más la verdad que todos experimentamos en primera persona, a saber, que nadie tiene una inteligencia omnímoda (tous azimuth dirían los franceses), sino que en todos nosotros existe una zona gris más o menos vasta en nuestro propio razonamiento. Por supuesto, el fracaso asegurado de esta empresa proviene también del hecho de que aquí Bezos está jugando, fuera de su propio sector, un deporte para el que no está entrenado: si bien es muy bueno en su propio oficio, el de procurar el «éxtasis del cliente», el problema es que en esta empresa espacial no hay clientes a los que satisfacer con astronautas cagándose en el asteroide: él es su propio cliente. Dicho de otro modo, el suyo es un juguete interplanetario muy caro, el equivalente orbital de un trenecito eléctrico. En realidad, todo ello parece una especie de mausoleo espacial tan inútil como los que se construyeron los antiguos magnates con la ilusión de perpetuar su memoria.

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Porque, por adolescente que sea, incluso Bezos vislumbra ocasionalmente su propia mortalidad. Y no puede evitar que le asalte la duda expresada en una espléndida frase de Max Weber contenida en La ética protestante y el espíritu del capitalismo: «Pero esto es precisamente lo que parece tan incomprensible y enigmático al hombre precapitalista. El hecho de que un ser humano pueda proponerse como el objetivo del trabajo de toda su vida bajar a la tumba cargado con el mayor peso posible de dinero y bienes, tan solo le parece explicable como producto de impulsos perversos, de la auri sacra fames»[5]. Pero incluso a la finitud de la vida humana Bezos aplica la misma lógica que le parece irrefutable para la finitud de los recursos de la Tierra: ante la perspectiva ineluctable de la muerte, la única solución es, precisamente, no morir. Y si el dinero puede comprarlo todo, también puede comprar años, décadas (¿por qué no siglos?) más de vida: basta con invertir e invertir bien.

Seamos claros, Bezos no es el único multimillonario que espera convertirse en inmortal con su dinero

Y así en 2011 Jeff Bezos junto con Peter Thiel, el cofundador de PayPal, financiaron Unity Biotechnology, empresa que investiga cómo eliminar las células envejecidas del cuerpo. Mediante la eliminación de estas células la empresa espera ralentizar, detener o revertir las enfermedades relacionadas con el envejecimiento. En 2022 Bezos ha relanzado y redoblado la apuesta: junto con Yuri Millner, otro multimillonario, y Robert Nelsen, fundador del fondo de inversión de Chicago ARCH Venture Partners, desembolsaron 3 millardos de dólares destinados a Altos Lab, la start-up biológica mejor financiada de las últimas décadas, cuya «misión es revertir la enfermedad, las lesiones y las discapacidades que acaecen a lo largo de la vida mediante la restauración de la salud y la resiliencia celulares conseguidas gracias al rejuvenecimiento de las células», como proclama su página web.

Altos Lab basa su programa de investigación en el descubrimiento de la «reprogramación celular», que en 2012 había hecho recaer el Premio Nobel al científico japonés Shinya Yamanaka, que preside el consejo asesor científico de la empresa. Yamanaka había descubierto que añadiendo solo cuatro proteínas, conocidas como los «factores de Yamanaka», puede ordenarse a las células que vuelvan a su estado primitivo readquiriendo las propiedades de las células madre. En 2016 esta técnica se había experimentado en ratones vivos, mostrando estos tales signos de reversión de la edad como para alimentar la esperanza de que la reprogramación celular pudiera ser la «fuente de la juventud» pintada por Luca Cranach el Viejo. Pero los resultados de estos experimentos en ratones, por prometedores que fueran, también fueron aterradores: dependiendo del nivel de reprogramación celular, algunos ratones desarrollaron tumores embrionarios mortales (teratomas), mientras que en otros casos algunos tejidos mostraron signos de rejuvenecimiento.

Seamos claros, Bezos no es el único multimillonario que espera convertirse en inmortal con su dinero. De hecho, se halla en muy buena compañía: como escribió Antonio Regalado en un artículo publicado en la MIT Technological Review dedicado al Altos Lab, «los jóvenes sueñan con ser ricos, mientras que los ricos sueñan con ser jóvenes». En 2013 los fundadores de Google, Larry Page y Sergey Brin, invirtieron en Calico, una «empresa de salud y bienestar» dedicada a frenar el envejecimiento. Casi un año antes, habían convencido a Arthur Levinson, fuerza motriz del gigante biotecnológico Genentech y presidente de Apple, para que supervisara la nueva empresa, dotada con 1,5 millardos de dólares procedentes a partes iguales de la matriz de Google, Alphabet, y de la farmacéutica AbbVie (en 2021, los dos patrocinadores han relanzado su inversión con otros 1.000 millones de dólares). Por otra parte, Larry Ellison, cofundador de Oracle, ya había financiado anteriormente estudios sobre el envejecimiento con 335 millones de dólares. Incluso se ha creado un Palo Alto Longevity Prize, dotado con un millón de dólares, para quien contribuya de forma significativa a alargar la vida de un mamífero.

Mark Zuckerberg y su esposa Priscilla Chan cofundaron el Breakthrough Prize, que concede anualmente un premio de tres millones de dólares a científicos especializados en el envejecimiento, «que realicen avances significativos en la comprensión de los sistemas vivos y la prolongación de la vida humana», según reza su página web. Pero, ¿cómo no se nos había ocurrido antes? Basta con agitar la promesa de la inmortalidad ante las narices de los lerdos para que afluyan miles de millones de dólares. Normalmente, sin embargo, los nuevos multimillonarios eligen sus peculiares caprichos extravagantes (o fantasías adolescentes): la conquista del espacio (como sucede con Elon Musk o Richard Branson de Virgin) o la búsqueda de la inmortalidad (como es el caso de Peter Thiel, Larry Page o Mark Zuckerberg). En cambio, Bezos persigue ambos sueños simultáneamente: conquistar (¿comprarse?) la totalidad del universo y, al mismo tiempo, vivir para siempre. Es como si trasladara al plano existencial la ansiedad totalizadora que tan bien le ha funcionado con Amazon: Amazon es desde sus inicios una corporación dotada de vocación totalitaria, que pretende abarcar todos los aspectos de la vida de la totalidad de los seres humanos del planeta, acumulando además la ingente cantidad de datos que registra no sólo nuestro historial de compra, sino también el archivo de todos nuestros gestos domésticos capturados por Alexia, cuando esta aplicación presta su ayuda en los hogares, y almacenando toda esta enorme masa de datos en sus nubes digitales. Pero lo que a escala mercantil es una estrategia de expansión cada vez mayor, en el ámbito existencial solo puede parecer un delirio de omnipotencia.


Artículo publicado en Diario Red con el permiso expreso de su autor.

Recomendamos leer la serie de sus textos publicados en El Salto.

Notas:

1 Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, L'apparition du livre, París, Abin Michel, 1958.

2 Ibid., p. 394.

3 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflexions on the Origin and Spread of Nationalism [1983], Londres, Verso, 2016; ed. cast.: Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusion del nacionalismo, Madrid, 2006.

4 Estas capturas de pantalla son visibles entre los minutos 15 y 17 del videoclip.

5 Max Weber, Sociologia delle religioni, 2 vols., Turín, UTET, 1976, vol. I, p. 159. I.