Julio sangriento en Bangladesh

El régimen de Hasina parece empeñado en convertir a sus miembros en extraños a su propia nación. Al hacerlo, muchos creen que ha sembrado las semillas de su eventual caída
Imágenes de las protestas estudiantiles en Bangladesh
Imágenes de las protestas estudiantiles en Bangladesh

En declaraciones efectuadas a los periodistas el pasado 26 de julio, la primera ministra de Bangladesh, Sheikh Hasina, no pudo contener las lágrimas. Había invertido quince años trabajando por el desarrollo de su nación, dijo, y ahora los frutos de ese desarrollo estaban siendo destruidos. Hasina se refería a una estación de metro de Mirpur, un símbolo deslumbrante del plan del país para mejorar sus infraestructuras, que había sido destrozada por los estudiantes que se manifestaban y protestaban contra su gobierno. Aludió a una conspiración en la que están implicados el opositor Partido Nacionalista de Bangladesh (PNB) y el partido islamista Jamaat-e-Islami [Sociedad del Islam], a los que acusó de llevar a cabo una campaña de sabotaje violento. Hasina no dijo nada, sin embargo, sobre los cientos de manifestantes, asesinados por los disparos de las fuerzas de seguridad el Estado durante la semana anterior.

El detonante de los disturbios fue la decisión de restablecer la cuota del 30 por 100 de los empleos públicos a los familiares de los veteranos de la guerra de liberación de 1971, es decir, a los partidarios del régimen. La denominada «cuota de los combatientes por la libertad», junto con la corrupción imperante en las pruebas de acceso a la función pública, impide a muchos de los estudiantes más brillantes acceder a estas oportunidades profesionales. Esto constituye un anatema para la juventud de clase media bangladesí, que tiene grandes aspiraciones y es ferozmente patriótica. Buena parte de sus integrantes tienen los conocimientos necesarios para encontrar trabajo en el extranjero, pero están decididos a quedarse y servir a su país. El mes pasado decenas de miles salieron a la calle para exigir la reforma del sistema de acceso a la función pública. La Liga Awami, el partido de Hasina ahora en el gobierno, respondió con una brutal represión, enviando a sus milicias y a sus agentes de seguridad. Algunos manifestantes intentaron defenderse. Otros, que según el gobierno eran infiltrados de grupos de la oposición, atacaron edificios gubernamentales e infraestructuras públicas. Se decretó el toque de queda en todo el país y se bloqueó Internet, mientras continuaban las detenciones arbitrarias y las redadas. El Tribunal Supremo abolió la cuota en disputa, pero el movimiento exige ahora justicia y rendición de cuentas. Tras constatar que el número de muertos provocados por la represión ascendía a doscientas cincuenta víctimas, el gobierno intentó coaccionar a los líderes estudiantiles detenidos para que desconvocaran las protestas, pero la desconvocatoria no se ha producido hasta la fecha.

Aunque el PIB bangladesí ha crecido a una tasa del 6 por 100 anual y la inversión en infraestructuras ha sido significativa, la prosperidad no ha llegado a las clases medias y trabajadoras. Los proyectos de desarrollo se ven empañados por la corrupción y enriquecen a quienes están cerca del poder

Este «julio sangriento» ha conmocionado al país. Millones de personas vieron los vídeos virales que mostraban al activista de 22 años Abu Sayeed tiroteado por la policía en una protesta en Rangpur y a otro joven manifestante siendo arrojado desde lo alto de un vehículo militar blindado y dado por muerto a un lado de la carretera. Estas imágenes no serán olvidadas. La Liga Awami ha dilapidado casi con toda seguridad la legitimidad que pudiera detentar. No se trata únicamente de la crisis política más importante sufrida por ella hasta el momento, sino también de un desafío directo a la narrativa del partido sobre el «éxito del desarrollo». El gobierno había asumido que si conseguía altas tasas de crecimiento y aseguraba la prestación de determinados servicios públicos, su gobierno unipartidista estaría asegurado.

Sin embargo, aunque el PIB bangladesí ha crecido a una tasa del 6 por 100 anual y la inversión en infraestructuras ha sido significativa, la prosperidad no ha llegado a las clases medias y trabajadoras. Los proyectos de desarrollo se ven empañados por la corrupción y enriquecen a quienes están cerca del poder. La situación macroeconómica general es sombría, cortesía del programa del FMI en vigor, que exige restricciones del gasto y reformas liberalizadoras. El gobierno se ha endeudado mucho con otros países asiáticos, lo cual ha dejado a la economía en una situación de vulnerabilidad, dado que se halla sujeta a la volatilidad tanto de los tipos de cambio de las distintas divisas como de los mercados. Cuando estallaron las protestas, Hasina acababa de regresar de un viaje a Pekín, donde intentó conseguir 5 millardos de dólares para apuntalar las menguantes reservas de divisas del país. Mientras tanto, la mayoría de los bangladesíes han sufrido una dura crisis producto del encarecimiento del coste de la vida, precipitada por la pandemia y la guerra de Ucrania, que ha provocado una tasa de inflación cercana al 10 por 100 en estos momentos. Incluso los relativamente privilegiados se han resentido de este cuadro económico.

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Los defensores de los derechos humanos sufren acoso y detenciones, mientras los periodistas son procesados, si no se pliegan a la línea del gobierno, y las «desapariciones» son frecuentes

Desde su aplastante victoria en las últimas elecciones libres celebradas a finales de 2008, la Liga Awami ha manipulado todas las consultas electorales posteriores y lo ha hecho con mano cada vez más dura, tratando de marginar o erradicar a los partidos de la oposición. Miles de activistas y dirigentes del BNP han sido encarcelados. La exprimera ministra del PNB, Begum Khaleda Zia, se encuentra bajo arresto domiciliario, mientras que su hijo, Tarique Zia, se halla exiliado. El partido no pudo organizar una oposición eficaz en las elecciones boicoteadas de 2024 ni en las amañadas de 2018. El partido Jamaat-e-Islami ha sido prohibido, pero el gobierno sigue invocando la amenaza de una toma del poder islamista, alegando, sin pruebas claras, que los islamistas estaban detrás del ataque del mes pasado a la cárcel de Narsingdi, que condujo a la liberación de ochocientos reclusos, entre ellos algunos terroristas convictos.

Las críticas públicas dirigidas contra el gobierno han sido también objeto de criminalización durante la última década. Los defensores de los derechos humanos sufren acoso y detenciones, mientras los periodistas son procesados, si no se pliegan a la línea del gobierno, y las «desapariciones» son frecuentes. Todo ello ha sido posible gracias al éxito sin precedentes logrado por la Liga Awami en su proceso de fusión con el aparato del Estado –la burocracia, las fuerzas de seguridad y el poder judicial– y en su operación de cooptación de la sociedad civil y de las grandes empresas. Aunque el fantasma de la toma del poder por los militares ha perseguido a gobiernos anteriores, Hasina ha conseguido satisfacer al ejército mediante contratos, licencias y nombramientos estratégicos, junto con la organización de lucrativas misiones de mantenimiento de la paz de la ONU para sus bases. En el pasado, las instituciones estatales bangladesíes han roto con el gobierno y se han «alineado con el pueblo», como ocurrió en 1990, cuando un movimiento popular de masas derrocó al régimen militar, y en 1996, cuando otro levantamiento logró establecer un gobierno provisional. Pero la actual fusión de partido y Estado ha cerrado esta perspectiva. En la actualidad, Bangladesh recurre sin complejos a China y la India en busca de financiación, lo cual pone en duda que los países occidentales tengan la suficiente influencia como para promover alternativas políticas, como sucedió durante la transición de 2006-2008.

Los jóvenes asesinados y maltratados en el último mes han hecho históricamente una gran contribución a Bangladesh

Cada una de las sucesivas elecciones celebradas durante los últimos quince años, ha servido para consolidar más férreamente el acuerdo político vigente entre el partido gobernante, la maquinaria estatal y el gran capital. Sin embargo, la población en general se ha desencantado a medida que se traicionaba la promesa de un desarrollo equitativo. Ahora, la fuerza de este bloque de poder elitista parece menos segura. La historia de Bangladesh ha estado jalonada por momentos de movilización de masas que con frecuencia han derrocado a dirigentes impopulares. La revuelta actual ha sido comparada con el Movimiento Lingüístico de 1952, cuando los estudiantes de lo que entonces era Pakistán Oriental protestaron contra los planes de hacer del urdu la lengua oficial del Estado, lo que habría privado a los bengalíes de puestos de trabajo en los cuerpos de elite de la Administración del Estado. Este movimiento fue la salva inicial de una lucha más dilatada, que culminó en la guerra de independencia de 1971. ¿Encenderá este Julio sangriento una mecha similar?

Los jóvenes asesinados y maltratados en el último mes han hecho históricamente una gran contribución a Bangladesh: han construido su sector informático (con escasa ayuda gubernamental), han puesto en marcha miles de iniciativas de apoyo a la población durante la pandemia, han prestado ayuda en innumerables situaciones de catástrofe y han creado organizaciones sin ánimo de lucro para ayudar a los pobres. Este estrato educado es esencial para una nación empobrecida, que intenta convertirse en un país de renta media y diversificar su economía. Sin embargo, el régimen de Hasina parece empeñado en convertir a sus miembros en extraños a su propia nación. Al hacerlo, muchos creen que ha sembrado las semillas de su eventual caída.


Recomendamos leer: Tariq Ali, «Bangladesh: Resultados y perspectivas», NLR I/68