Blanco y negro

Peripecias del color en el cine y la inexplicable cancelación del programa “Classics” de José Luis Garci en 13 TV

Fotograma de 'Tiempos modernos', con Charles Chaplin en primer plano

La controversia comenzó en 1983. Fue entonces cuando algunos estudios cinematográficos decidieron “modernizar” sus películas clásicas para pasarlas por televisión, con el pretendido objetivo de acercarlas a nuevas audiencias. Es evidente que la apuesta no era artística, pues si las películas en cuestión ya se consideraban de por sí clásicas, no se entendía que fuera necesario modificarles nada.

Dicha “modernización” consistía en proveer de color a películas originalmente en blanco y negro mediante un sistema computarizado. Entre las primeras víctimas del proceso se contaron las comedias cortas de Stan Laurel y Oliver Hardy de la década de 1930, pero pronto empezaron a programarse colorizaciones en masa, incluyendo a largometrajes como “Qué bello es vivir” (It’s a Wonderful Life, 1946) de Frank Capra, o “Ciudadano Kane” (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles. Hay que decir que las voces en contra del procedimiento fueron muchas y entre ellas se contaron figuras de primer nivel, como John Huston o George Lucas. El propio Welles, poco antes de morir, les pidió a sus abogados que de ningún modo permitieran semejante manipulación de sus obras. Roger Ebert, reconocido crítico, historiador y ensayista, llegó a afirmar que "detienen a los que rocían con pintura los vagones del metro, encierran a los que atacan cuadros y esculturas en los museos, pero añadir color a las películas en blanco y negro, aunque sea sólo a las que se pasan en televisión, no deja de ser un acto de vandalismo. Para empezar, ¿qué tienen de malo las películas en blanco y negro? Un filme en blanco y negro puede ser más onírico, elegante, estilizado y misterioso. Puede añadir toda una dimensión adicional a la realidad, mientras que el color en ocasiones simplemente proporciona información adicional innecesaria.”

Hay que decir que, contra lo que se cree habitualmente, el color no llegó al cine de forma tardía sino en forma casi paralela a su invención. Sistemas de fotografía en color existían desde 1861, pero eran caros e imprácticos. Por eso, al principio, la estrategia para dar color a las películas fue pintarlas manualmente. Como en la primera década del cinematógrafo (entre 1895 y 1905) las películas eran en su mayoría muy breves, de entre 50 segundos al principio y 7 minutos hacia el final de ese término, no era una tarea imposible. Aun así, el coloreado manual requería su tiempo y esfuerzo. Por muy breve que fuera el filme, eran muchísimos fotogramas que mujeres jóvenes en talleres especializados coloreaban uno a uno con pincel, siguiendo una pauta establecida para cada escena: ese vestido color rosa, esa chaqueta color azul, el fuego naranja y amarillo. Quizás el efecto final no fuera realista y se dejaran muchos elementos en blanco y negro (a menudo la piel de las personas), pero los colores eran vistosos y brillantes, y el espectáculo debía de ser muy atractivo para los espectadores. Eso sí, nunca había dos copias exactamente iguales. Al no existir todavía un sistema para duplicar los colores una vez pintados, se hacía imperativo pintar a mano todas y cada una de las copias de una determinada película que se desease distribuir.

Con semejante esfuerzo de producción, es evidente que al dueño de un cine le resultaba mucho más caro adquirir una copia coloreada a mano que una del mismo título en blanco y negro. De hecho, ambas versiones a menudo circulaban en paralelo, y cuando las copias originales ya estaban muy desgastadas, con frecuencia se duplicaban perdiendo en el proceso todos los colores.

Buena parte de esas películas en un principio coloreadas a mano hoy se conservan sólo en blanco y negro. Por ejemplo, hasta 1993, cuando se descubrió una copia original coloreada a mano en la Filmoteca de Catalunya, las únicas versiones existentes del inmortal “Viaje a la Luna” (Le voyage dans la Lune, 1902) de Georges Mélies eran todas en blanco y negro.

Nada de esto sería posible sin suscriptores

Fotograma pintado a mano del Viaje a la Luna de George Mélies (1902)
Fotograma pintado a mano del Viaje a la Luna de George Mélies (1902)

Con el paso del tiempo las películas se hicieron más largas, y el coloreado manual se volvió inviable. De modo que, mientras los técnicos experimentaban con sistemas más complejos, se procedió al tintado, consistente en sumergir las distintas escenas de una misma película en toneles con tinturas de distintos colores. Sumergida en tintura roja, por ejemplo, toda la película adquiría esa tonalidad.

Una vez terminado un largometraje, cada director decidía el color de las distintas escenas y si, por ejemplo, serían distribuidas 200 copias, se numeraban las escenas que irían tintadas de verde y las echaba todas juntas a un mismo tonel con tintura de ese color. Y luego lo mismo con secuencias destinadas a ser rosadas, azules o amarillas. Por fin, se editaba cada copia combinando las escenas con distintas tonalidades.

El color elegido para cada escena no era en absoluto caprichoso, sino que existían convenciones que los espectadores ya conocían y aceptaban: el azul se usaba para escenas nocturnas, el rojo para incendios, el verde para escenas en la naturaleza. Otros colores como amarillo, rosado o marrón se alternaban según lo considerase adecuado el director para acentuar el dramatismo. Como las cámaras del momento no podían filmar bien en la penumbra, tintar escenas nocturnas de azul permitía además ocultar el hecho de que buena parte de dichas secuencias se filmaba a plena luz del día. Si bien el resultado no era exactamente una película en color, la sucesión de planos con tinturas diferentes creaba un efecto muy lejano al de una película sólo en blanco y negro.

Fotograma tintado de verde
Fotograma tintado de verde

Con la década de 1920 llegó el Technicolor, pero el proceso para perfeccionarlo fue lento. Los primeros sistemas utilizaban sólo dos filtros de colores superpuestos, uno cian y otro magenta, con lo que la imagen final, si bien en color, carecía de los matices exactos del mundo real. Aún así, durante esa década se estrenaron varias películas que empleaban el sistema total o parcialmente. La clásica primera versión de “El fantasma de la Ópera” (Phantom of the Opera, 1925) con Lon Chaney, era fundamentalmente en blanco y negro, pero incluía unas pocas escenas en este Technicolor, entre ellas la aparición del temible fantasma en medio de un baile de disfraces luciendo la aterradora máscara roja de la muerte.

Technicolor de dos filtros en una escena de El fantasma de la Ópera (1925)
Technicolor de dos filtros en una escena de El fantasma de la Ópera (1925)

El proceso fue perfeccionándose poco a poco. Con la aparición del cine sonoro en 1927, que ya imponía de por sí un gran número de dificultades técnicas debido al enorme tamaño de las cámaras y la sensibilidad de los micrófonos, los tintados desaparecieron para siempre. Hacia fines de la década de 1930 el Technicolor era ya un sistema fiable pero caro, y por tanto empleado en películas de alto presupuesto como “Las Aventuras de Robin Hood” (1938), “El Mago de Oz” (1939) y “Lo que el viento se llevó” (1939).

En el transcurso de las dos décadas siguientes el porcentaje de películas color se fue igualando poco a poco al de aquellas en blanco y negro. En los Estados Unidos de los años ’50 ya sólo se hacían en blanco y negro películas de muy bajo presupuesto o aquellas en las que el director, por cuestiones estéticas, se inclinaba por esa opción. Y a partir de los ’60, ya prácticamente todo era en color salvo por las mencionadas excepciones artísticas. Excepciones que no son poca cosa, pues incluyen a filmes tan imprescindibles y dispares como “Psicosis” (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock, “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú” (Dr. Strangelove, 1964) de Stanley Kubrick, “El pequeño salvaje” (L’enfant sauvage, 1970) de François Truffaut, “Johnny cogió su fusil” (Johnny Got His Gun, 1971) de Dalton Trumbo, “El jovencito Frankenstein” (Young Frankenstein, 1974) de Mel Brooks, “El hombre elefante” (The Elephant Man, 1980) de David Lynch, “El cielo sobre Berlín” (Der Himmel über Berlin, 1987) de Wim Wenders, “La lista de Schindler” (Schindler’s List, 1993) de Steven Spielberg, “Ed Wood” (1994) de Tim Burton, “Persepolis” (2007) de Vincent Paronnaud, “La cinta blanca” (Das weiße Band, 2009) de Michael Haneke o “The Artist” (2011) de Michel Hazanavicius. Por supuesto que se trata de un listado en absoluto exhaustivo y totalmente caprichoso, pero da una idea del calibre del cine que ha seguido haciéndose en blanco y negro.

Lo antes expuesto nos permite poner en evidencia que, ni todo el cine “antiguo” es en blanco y negro, ni todo el cine “moderno” es en color. Pero también que, si excluyéramos de la historia del cine aquello en formato “blanco y negro”, no sólo perderíamos el legado casi completo de cuatro o cinco décadas de cine (en algunos países, como España, Italia y Francia, el blanco y negro siguió utilizándose durante mucho más tiempo que en Estados Unidos), sino también nos privaríamos de obras maestras filmadas en tiempos recientes.

Por todo esto resulta chocante la reciente decisión del canal de televisión en abierto 13 TV de cancelar la emisión del programa “Classics”, presentado por el legendario director José Luis Garci, y que ya había cumplido tres temporadas. El argumento esgrimido para cancelarlo, “que las películas en blanco y negro no generan suficiente audiencia” y la propuesta (rechazada por Garci y los demás involucrados en el programa) de pasar sólo filmes en color, ponen en evidencia un nivel de ignorancia temerario y que de verdad asusta.

Supongamos primero que lo del blanco y negro es una excusa. Que lo que realmente deseaban era acabar con el programa. Siendo un canal de la COPE, no extrañaría que una emisión de clásicos del cine molestase por motivos ideológicos, ya que no son pocos los filmes legendarios cargados de mensajes heterodoxos o revolucionarios. Pero supongo que en ese caso no le habrían ofrecido a Garci continuar sólo con películas en color (salvo que supusieran, con razón, que el director de ningún modo aceptaría dicha oferta).

Si, por otro lado, lo que le preocupaba a los directivos del canal eran, en efecto, las cifras de audiencia, cabría preguntarse qué niveles de audiencia esperaban que tuviera un ciclo dedicado a clásicos del cine. ¿Los mismos que un reality show? ¿Los mismos que un programa de tertulianos fingiendo que saben de todo al tiempo que lanzan bulos y hablan acerca de nada?

Es tan evidente como triste que el ciclo de Garci nunca alcanzaría esas cifras. Analizar los motivos, desde falencias educativas hasta el espacio que ocupa la difusión cultural en los medios de comunicación estatales y privados, o en las redes sociales, excedería con creces el espectro de este artículo. El mero hecho de poner en pantalla un programa que hable sobre cine antiguo, historia no reciente, música clásica o jazz, literatura, filosofía, etc, resulta siempre una apuesta a futuro, un intento de lograr, a modo de goteo, que esas cosas no caigan en el olvido.

Es verdad que hoy en día tales contenidos existen online y son, quizás, incluso mucho más accesibles que en otras épocas en las que, para empezar a descubrir a un autor o autora de cualquier género, por fuerza había que invertir dinero comprando sus libros, discos o películas. Pero es igualmente cierto que, si no existen voces autorizadas que muestren a los jóvenes y a la gente en general que esas facetas culturales existen, alguien que les diga “mirad, esto también es importante, esto también es valioso”, sea en la escuela o en los medios de comunicación, resulta más difícil que, quien no está habituado a hacerlo, se interese por leer libros, escuchar una música diferente a aquella de moda, o ver una película en blanco y negro.

Eliminar de un sopetón uno de esos escasos y necesarios faros culturales, como acaba de ocurrir en 13 TV, constituye una claudicación imperdonable.

Porque la voz de Garci y sus contertulios en la pantalla podía lograr, por ejemplo, que un abuelo les mostrase “Bienvenido Mr. Marshall” a sus nietos y los obligase a hacerse preguntas, no sólo sobre 1953, cuando Berlanga filmó esa obra maravillosa, sino sobre el papel actual de Estados Unidos en la política europea y mundial. O que reflexionasen sobre la justicia social al tiempo que ríen a carcajadas con “Tiempos Modernos” de Charles Chaplin, se quedasen casi sin respiración ante los camiones cargados de nitroglicerina de “El salario del miedo” de Henri-Georges Clouzot, o se sumergiesen sin más en un policial apasionante como “Ascensor para el cadalso” de Louis Malle, con música de Miles Davis. Películas que, como toda obra maestra, no son antiguas ni modernas, sino siempre actuales, la vida misma.

En la ya mencionada película de Spielberg, el personaje de Oskar Schindler, quien ha conseguido salvar a muchas personas de morir en campos de concentración, llora de todos modos lamentando los pequeños esfuerzos económicos que no hizo, y con los cuales tal vez podría haber salvado más vidas. Vendiendo este reloj, razona mirando su brazo, habría salvado una vida más. Vendiendo esta radio, otra vida. Vendiendo esta máquina, dos, o incluso tres vidas más.

Programas como el de José Luis Garci quizás no salvasen una, dos o tres vidas en cada emisión. Pero sí iluminaban a una, dos o tres mentes. Y eso, pensándolo bien, viene a ser más o menos lo mismo.