Genocidio en Gaza

La obviedad del alegato

Reflexiones sobre la identidad y el racismo en “Todos pájaros” de Wajdi Mouawad

Leo “Todos pájaros”, la obra teatral de autor canadiense de origen libanés Wajdi Mouawad, y me fastidio. Me fastidio porque tras leer su biografía en la solapa del libro, ya intuyo desde el principio el objetivo hacia dónde apuntará la obra. Porque, aunque todavía no sepa el modo en que acabará expresándolo, ni conozca del todo a los personajes, enseguida adivino que el texto hablará sobre la identidad: la identidad palestina, la identidad judía, la identidad en general. Y hablará contra la violencia, contra el odio. Es más, sospecho (y no tardo en confirmarlo cuando avanzo en la lectura) que de una u otra manera las páginas pondrán en evidencia el absurdo de esa violencia y ese odio, el absurdo de los argumentos que se utilizan para justificarlos.

Y me fastidio porque me parece un mensaje un poco obvio, trillado: la ciencia ya ha demostrado de forma sobrada que no existe diferencia genética alguna entre palestinos y judíos, entre blancos, negros y orientales. Porque el juego de suplantaciones que propone la obra, con un bebé palestino siendo adoptado por judíos y convirtiéndose de adulto en un ferviente sionista, me recuerda a muchos otros alegatos similares.

Me recuerda a “Cabezahueca Wilson” de Mark Twain, escrito en 1894, donde una esclava nodriza, para ahorrar la esclavitud a su hijo, intercambia a su bebé con el de su dueño sin que nadie se percate de ello ni entonces ni en años posteriores. Me recuerda a las declaraciones de Daniel Barenboim hace unas décadas afirmando que cuando tenía en su instituto de música a estudiantes palestinos y judíos sentados en la misma aula, le era imposible distinguir cuál era cuál. Y podría seguir. Me fastidio porque me parece que el mensaje que ofrece la obra ya se ha expresado una y mil veces.

Y, sin embargo, hago mal en fastidiarme.

Porque el fascismo que hace un tiempo, y después de la Segunda Guerra Mundial, parecía vencido o reducido a pequeños círculos intrascendentes, está volviendo al poder en toda Europa y en casi todo el planeta.

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Porque las voces que se oponen a él vuelven a ser minoritarias y mal interpretadas.

Porque aquellos que hasta hace bien poco eran los más antisemitas, los más racistas, los más machistas, los más reaccionarios (y en realidad siguen siéndolo), ahora se enarbolan a sí mismos como defensores de un “pueblo judío” cuyos límites nadie acaba de determinar.

Ahora ya resulta difícil saber qué es ser antisemita. Aunque tengo en mi familia tres apellidos judíos y bajo el régimen nazi habría acabado sin duda en un campo de concentración, yo mismo he sido eventualmente acusado de antisemita este último año por conocidos y desconocidos.

Ahora, el mero hecho de criticar a Israel puede merecerle a uno ese mote, que por consiguiente se les ha endilgado a figuras mayoritariamente de izquierdas que, paradójicamente, en general se oponen a la discriminación, se oponen al racismo, se oponen al machismo. Figuras que, en otros tiempos, sin duda habrían acabado también en un campo de concentración.

Los que acusan de antisemitismo son, al mismo tiempo, profundamente antiárabes. Pero no porque critiquen las evidentes restricciones a las libertades individuales, las tremendas desigualdades sociales o el machismo imperantes en muchos regímenes de Oriente Medio, sino desde un punto de vista racial.

Porque para ellos “árabes” son por igual palestinos, egipcios, paquistaníes, sirios, marroquíes, iraníes, iraquíes, y todo quien provenga de aquella parte del mundo, sea o no musulmán, o incluso sus hijos y sus nietos, nacidos en hospitales europeos, compañeros de escuela de sus hijos. Sobre todo si son pobres.

“Todos pájaros” pone en evidencia la inestabilidad de las identidades.

Una joven de origen árabe nacida en Estados Unidos lucha en vano por construir una identidad occidental. En vano, porque lo que determina en definitiva su identidad es cómo la ven los demás.

Un joven israelí se enamora de ella, pero sufre la oposición de sus padres, para quienes la relación representa una traición.

El padre del joven, el más ferviente opositor al noviazgo, en realidad no es judío sino palestino. Aunque criado como judío y profundamente antiárabe, cuando era bebé fue hallado tras una matanza por un soldado israelí, quien lo adoptó.

Así, los personajes navegan por un mar de incertidumbres, defendiendo causas que traicionan su propia realidad, y tratando luego de reconstruirse a sí mismos cuando las verdades afloran.

Todo es una construcción virtual: la raza, la religión, la cultura, la nacionalidad. Todo es absurdo: la pertenencia a un grupo, el odio a otro.

Ignoro si el arte tiene realmente alguna capacidad de influencia para modificar las cosas. Uno quisiera creer que lo tiene. Que los libros y películas pacifistas, alegatos contra la esclavitud, la guerra o el racismo como “Adiós a las armas”, “El gran dictador”, “Johnny cogió su fusil” o “Raíces” han ayudado, al menos en alguna medida, a agitar conciencias y a atenuar la duración o el efecto de la discriminación o los conflictos armados.

Me encantaría que así fuera.

En todo caso, resulta muy difícil poner un parámetro a esa influencia.

“Todos pájaros” se escribió en 2018, y por más que ha sido muy representada y premiada (ahora mismo se está representando en Barcelona con dirección de Oriol Broggi), por más que en sus páginas ya se predice y denuncia el horror que se germinaba en Oriente Medio, Israel consuma hoy igualmente un genocidio en Gaza.

Sí, el alegato de “Todos Pájaros” me parece obvio, evidente.

Su proclama ya ha sido pronunciada de una u otra manera por muchas otras voces, en miles de ocasiones.

Pero a la luz de los hechos, quizás sea evidente y obvio para mí y para el círculo de gente que me rodea, y no lo sea para todo el mundo.

Quizás ese mensaje tan evidente, esa verdad sin ambigüedades y sin pelos en la lengua, tenga todavía que penetrar en infinidad de cerebros, forzándolos a salir de la comodidad del discurso oficial preponderante, belicista y xenófobo, para hacerlos pensar, reflexionar.

Quizás nunca esté de más ni haya que dar por sentada la necesidad de difundir este tipo de mensajes. El alegato será obvio, pero no por ello deja de ser a la vez profundo, tremendamente importante, actual e imprescindible.

Y fastidiado y todo, al concluir su lectura no he podido evitar que me brotasen las lágrimas.