Los jueces mojan su pólvora

El tremendo poder que tenían para destruir reputaciones y asesinar civilmente a las personas públicas está llegando a su fin
El juez Juan Carlos Peinado
El juez Juan Carlos Peinado

Como ilustra la conocida fábula del pastorcillo y el lobo, existen determinados poderes, determinadas capacidades, que, al ser repetidamente utilizadas, acaban por perder toda su fuerza y, finalmente, desaparecen. En la fábula, ese poder es el de hacer creer a la gente una falsedad (¡que viene el lobo!). Obviamente, estamos hablando de una capacidad que depende de la credibilidad de la fuente emisora. Lo que ocurre es que, por muy elevada que se halle dicha credibilidad antes de emitir la primera mentira, ésta sufre un hachazo muy serio después de que las personas engañadas se dan cuenta de que lo han sido. Sí, además, las mentiras se repiten y se repiten, al final nadie cree al pastorcillo y su poder para hacer creer falsedades desaparece por completo.

Algo muy parecido le ha ocurrido a buena parte del poder mediático en España desde que apareció Podemos allá por 2014. Las grandes televisiones, radios y periódicos de difusión masiva contaban entonces con un cierto capital de credibilidad. Es verdad que esta credibilidad no era absoluta, pero sí la suficiente como para que millones de españoles estuvieran convencidos de que lo que recibían a través de esos canales era algo parecido a “información”. En esa época, además, y más allá de algunos casos muy claros, muchos de los principales cañones mediáticos no tenían una afiliación política conocida. Es decir, además de creíbles, había mucha gente que consideraba que eran políticamente imparciales. Todo esto les confería el poder de emitir falsedades y difamaciones sobre determinados actores políticos y que esa emisión hiciera mucho daño al ser considerada como “información” por buena parte del electorado. Sin embargo, estamos de nuevo ante un poder que, cuanto más se utiliza, más se desgasta. Así, después de más de una década de intoxicar y manipular contra la izquierda verdaderamente transformadora, la credibilidad y la imparcialidad de los principales cañones mediáticos ha quedado seriamente dañada y ya hay muy poca gente que piense que lo que recibe por ahí es simplemente “información”.

Este mismo proceso de degradación ha tardado un poco más en llegar pero finalmente ha llegado también a los jueces. Hace una década, aunque se conocían algunos casos de jueces corruptos, existía una impresión general de que, cuando un juez o un juzgado dictaba una sentencia, lo que en ella se afirmaba era, de algún modo, la “verdad”. El razonamiento completo —y naïf— era más o menos el siguiente: en nuestro ordenamiento jurídico existen algunos comportamientos que están tipificados como ilegales; lo que hace la justicia es analizar de forma objetiva las pruebas materiales que consigue recabar para decidir si la persona o personas juzgadas han incurrido en dichos comportamientos; si la sentencia es condenatoria, podemos estar seguros de que hay suficientes pruebas objetivas que demuestran que la persona o personas juzgadas han hecho lo que en nuestro ordenamiento está prohibido, es decir, que son delincuentes. El sector más alfabetizado de la población sabía perfectamente que esto no es exactamente así, pero existía un convencimiento general de que las desviaciones de este funcionamiento ideal eran pocas. De este modo y como consecuencia de todo ello, hace una década, cualquier juez tenía un poder muy importante: el poder de colocar la etiqueta de ‘delincuente’ a una persona o personas y que esa calificación fuera creída por buena parte de la población.

Cualquier juez tenía un poder muy importante: el poder de colocar la etiqueta de ‘delincuente’ a una persona o personas y que esa calificación fuera creída por buena parte de la población

De hecho, este poder era tan grande que, incluso al iniciar una investigación —sin ni siquiera llegar nunca a condenar—, el juez ya era capaz de trasladar a la mayor parte de la gente de nuestro país que existía una posibilidad cierta de que esa persona o personas que estaban siendo investigados pudieran ser delincuentes. Del mismo modo que no existía la opinión generalizada de que los jueces acostumbrasen a dictar sentencias falsas, el común de los mortales tampoco pensaba que se dedicasen a abrir investigaciones sin pruebas, a llamar a testigos sin motivo, a prolongar instrucciones por razones espurias o, en general, a llevar a cabo cualquier acción que no estuviera motivada por la honestidad, la profesionalidad y la aplicación objetiva del derecho. Si un juez abría una investigación, la mayor parte de la gente pensaba que podía haber algo detrás. Si llamaba a un testigo, algo habría visto esa persona. Si prolongaba la instrucción, eso sería que estaba encontrando un montón de pruebas. Si cruzaba la línea de imputar a alguien, entonces era prácticamente seguro que esa persona algo habría hecho. Este convencimiento general, esta confianza amplia en el buen funcionamiento de la justicia, proporcionaba, como es evidente un poder político enorme a cualquier magistrado que decidiera utilizarlo: el poder de destruir la reputación de cualquiera y matarlo civilmente. De hecho, incluso cuando el poder mediático ya había perdido buena parte de su credibilidad, todavía se podía permitir utilizar las decisiones de determinados jueces para difamar de forma eficaz a las personas perseguidas. Aunque lo que dijeran determinados periodistas ya no tenía credibilidad ninguna, lo que decía un juez sí les servía para seguir disparando.

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Pero estamos muy cerca de un cambio de época también en ese ámbito. Durante esta década, la acumulación de decisiones judiciales manifiestamente corruptas ha sido tan grande, las personas perseguidas tan conocidas, los efectos políticos tan graves y los jueces corruptos tan desacomplejados, que ya se les está empezando a mojar la pólvora. Estamos llegando a un momento en el cual la mayoría de la población, cada vez que vea en el telediario o en una tertulia que un juez ha tomado una decisión, va a tener serias dudas al respecto de sus motivaciones, sus intenciones políticas y su honorabilidad. El tremendo poder que tenían para destruir reputaciones y asesinar civilmente a las personas públicas está llegando a su fin.

Esto, por un lado, es una buena noticia, ya que supone desarmar a determinados operadores judiciales con voluntad golpista. Pero, por otro lado, es una grave amenaza para la democracia. A base de acusar falsamente a personas que no habían cometido ningún delito, un grupo de magistrados corruptos ha conseguido destruir de tal manera la credibilidad del conjunto de la judicatura que, ahora, cuando la justicia persiga a los verdaderos delincuentes, millones de personas van a tener dudas y, de hecho, los criminales van a poder aprovecharse de ellas. Esto es lo que está haciendo Donald Trump al otro lado del Atlántico. Si se quiere, y volviendo a la fábula, una vez que ya nadie se cree al pastorcillo —cuya función constitucional era avisar al pueblo de un grave peligro—, si viene un lobo de verdad, todos muertos.

Las juezas y jueces honestos —que, seguramente, son la mayoría— pueden lamentar el desprestigio generalizado de su profesión y temer por el sostenimiento del sistema democrático toda vez que la población ha dejado de confiar en la justicia. El lamento es entendible y la preocupación justificada, pero no podemos olvidar que el conjunto de la carrera judicial tiene una enorme responsabilidad en esta deriva. Si, en vez de ejercer un cierre corporativo, una protección blindada a sus colegas, cada vez que uno de ellos utilizaba la toga de forma corrupta para hacer política, hubiesen señalado, denunciado, aislado, proscrito y juzgado a la manzana podrida, entonces, no habríamos llegado hasta aquí. De hecho, a lo mejor la única manera de evitar el colapso del sistema es que, ahora que el descrédito ha llegado a niveles alarmantes, hagan lo que nunca han hecho… y crucen los dedos para que no sea demasiado tarde.