El Partido Progresista

Transcripción a cargo de Albert Portillo de un artículo de 1858 en el que el abogado y periodista republicano marca a fuego las diferencias entre progresistas y republicanos

Con este artículo damos pie a una selección de textos históricos, en su mayoría inéditos, que buscan sintetizar la tradición republicana, obrera y federalista española. En este caso se trata de la transcripción de un texto firmado por Francesc Pi i Margall en el periódico de La Discusión el 13 de julio de 1858. Se trata de un artículo en el que el abogado y periodista republicano marca a fuego las diferencias entre progresistas y republicanos. No se trata de un artículo casual, sino que es fruto de las luchas que en el llamado bienio progresista (1854-1856) deslindaron los campos. En julio de 1858 el general O’Donnell ocupa de nuevo el poder, tras el golpe de Estado de 1856, para estabilizar el régimen con el concurso de una parte importante de los progresistas, además de los conservadores. Pi i Margall inicia entonces una serie de artículos para denunciar la traición y atacar la gran coalición urdida por Cánovas del Castillo, presidida por O’Donnell y apoyada por los progresistas. A doscientos años del nacimiento del gran tribuno republicano revisitarlo en una de sus polémicas más olvidadas puede ser una buena manera de honrarle.


¿Qué se ha hecho del noble entusiasmo con que se dirigían en otro tiempo a su partido los jefes progresistas? Llevaban entonces su bandera desplegada al viento; la llevan hoy rollada. Ni una sola letra dejan entrever sus principios: cuando están mas desprestigiados, ¿quieren como Barbarroja, vencer con solo pronunciar sus nombres?

¡Pobres progresistas! Se creyeron un día capaces de conquistar el mundo y hoy se sienten solo con fuerzas para cooperar al afianzamiento de la libertad española; hoy han de bendecir la mano que los hundió en el polvo, solo porque los ayuda a levantarse. No son ya un partido; son los auxiliares de una fracción de partido. Faltos de apoyo que tuvieron en las masas, se ven condenados a mendigarle de sus mismos verdugos.

No es tampoco de extrañar que los progresistas se crean dueños de la revolución que les está abriendo la tumba

Triste y merecido castigo de unos hombres que encumbrados por tres veces al poder sobre los ensangrentados paveses del pueblo, otras tantas han vendido al pueblo y entregándole cobardemente a merced de sus enemigos; de unos hombres que, soldados del progreso y de la libertad, han violado torpemente la libertad y levantado vallas al progreso; de unos hombres que a fuerza de querer evitar la anarquía han reinado y por la anarquía han caído con estrépito de las gradas del trono; de unos hombres que, gracias a su brutal empirismo, han creído poder emancipar el pensamiento dejando esclava la conciencia, establecer la soberanía nacional haciendo del sufragio un privilegio, y realizar la preponderancia del poder civil dejando al antojo de los capitanes generales el derecho de tirar de la espada y erigirse en dictadores; de unos hombres que al verse derribados han llevado la torpeza hasta el punto de atribuir a las maniobras y esfuerzos de sus contrarios lo que era solo hijo de tanta contradicción y tanto absurdo; de unos hombres, por fin, que después de haber extendido el velo de la duda sobre todos los espíritus, no han sabido rasgarle ni elevarlos a la clara y brillante noción de la idea revolucionaria. Un partido que ni conciencia tiene de su misión sobre la tierra, ¿cómo no había de caer más o menos tarde bajo la más vergonzosa servidumbre?

Nada de esto sería posible sin suscriptores

No es de extrañar que los progresistas no proclamen hoy de nuevo sus principios. Mal podrían dejar de adoptar los del protector los que necesitan de un protectorado; mal, dejar de abjurar los suyos los que así los falsearon y prostituyeron. No tampoco en sus nombres, sino en la generosidad de ese mismo protector, tienen puesta su confianza.

Lástima llegarían a inspirarnos esos héroes si hasta de lástima no les creyésemos indignos. En sus mismos actos de debilidad hacen alardes de fuerza. Se atreven a ponderar aun la robustez de su partido; hablan de revolución como si estuviese en sus manos abrirle o cerrarle las compuertas. Como si la revolución no hubiese ya pasado sobre ellos a no sobrevenir la catástrofe de julio, como si en aquella misma catástrofe no hubiese debido el vencedor su triunfo al temor que tenían a la revolución esos hombres. La revolución no cabe hace ya tiempo en el estrecho cauce que le abrieron: ¡ay de ellos el día en que se desborde!

Sí, la revolución vendrá, pero no por el partido progresista. Los pueblos están cansados de derramar su sangre por los derechos de sus apóstoles. Por su propia libertad y por su propia seguridad, descolgarán sus armas y pisarán la arena del combate. ¡Atrás! Dirán a los progresistas y a todos los partidos medios que ponen la libertad a precio: la libertad es el hombre: ¿quién se ha de atrever a arrebatarla al último de los hijos del hombre? Mi derecho es absoluto: ¿quién se ha de atrever a mutilar mi derecho? El sentimiento de nuestra autonomía está ya encarnándose en la conciencia de las últimas clases sociales: no bastan fuerzas humanas a extirparlo. Sobre ella deben descansar en adelante la moral y la política.

Es ya inútil que llenos de miedo se abracen a los hombres de Vicálvaro: sus días están contados: la copa de sus iniquidades rebosa y derrama fuego de ira sobre el corazón del pueblo

Sí, la revolución vendrá, pero no por el partido progresista, sino contra el partido progresista. Odia el pueblo mas la hipocresía que la tiranía, y está lleno de justa cólera contra hombres que se llaman por lo bajo demócratas, y al levantar la voz se desatan en calumnias contra la democracia; que fingen profesar la universalidad de los principios políticos y la aplazan indefinidamente; que el día después de la victoria vierten pérfidamente en el oído de los que han peleado por la patria consoladoras palabras y seductoras promesas y aguardan a que vuelvan la espalda para uncirlos de nuevo bajo su coyunda. Nuestro pueblo ha escarmentado en sus propias desventuras: apagará la voz en la garganta de los traidores; los condenará al desprecio y al olvido.

Dicen en público que quieren evitar esa revolución; mas ¿cómo? ¿por dónde? Lejos de nosotros creer que las revoluciones son inevitables y fatales: nosotros abrigamos por lo contrario la esperanza de ponerles término. Las revoluciones no son para nosotros mas que el resultado de los obstáculos que oponen los falsos sistemas a la marcha progresiva de la especie; creemos que allanándolos se aceleraría a la vez el progreso y se ahorrarían a la humanidad mares de sangre y lágrimas. Mas, ¿se proponen ni se han propuesto nunca los progresistas allanarlos? Serían entonces demócratas, y son los enemigos más ardientes de la democracia. Ellos, como todos los partidos medios, están destinados, no a evitar la revolución, sino a fomentarla y provocarla.

Los partidos, como los hombres al borde del sepulcro, se exageran siempre sus fuerzas. No es tampoco de extrañar que los progresistas se crean dueños de la revolución que les está abriendo la tumba. Es ya inútil que llenos de miedo se abracen a los hombres de Vicálvaro: sus días están contados: la copa de sus iniquidades rebosa y derrama fuego de ira sobre el corazón del pueblo. No hay ya esperanza para nuestros adversarios.